–Mírame, Barakat –le pide la partera–, contéstame, ¿cuántos días llevas con contracciones?
Con los dedos, ella indica que dos, que tres, que dos, y se deja ir, hasta el borde del desfallecimiento. La devuelven por momentos las ráfagas de dolor, pero cuando la contracción amaina se desmadeja de nuevo, como si se rindiera. Hagan ustedes algo por mí, porque yo ya no puedo, dicen sus ojos muy abiertos, que hablan por ella porque ella no dice nada; apenas susurra como en rosario ese ay, ay, ay tan ancestral, tan casi animal, tan igual en todas las lenguas.
Un par de días antes, en el Museo de Antropología de Adis Abeba, hemos visitado a Lucy, primera hembra humana del planeta. Hola, abuela, la saludé, aunque también ella es casi una niña. Porque, pese a sus tres millones y pico de años, calculan que debió morir a los 25. Y qué pequeñita es, y qué graciosa, una mujeruca de apenas un metro diez, pero, eso sí, de andar airoso, porque le dio por inaugurar la costumbre de caminar erectos, y ahí va ella, muy resuelta en dos patas, o mejor dicho piernas que llamamos hoy día, y aquí vamos las demás, todo el mujerío del mundo, detrás de ella.
El lodazal alarga angustiosamente el regreso al centro de salud, y la partera examina a Barakat en la parte trasera de la camioneta
Y ahora somos miles y miles por esta carretera que tras 13 horas de viaje nos llevará de Adis al puesto de salud materno-infantil de Mejo. Y con nosotras van nuestros Selans, que así se llamó el primer niño; también a él lo vimos en ese polvoriento museo, acurrucado y aterido en otra urna de cristal. Madre mía, le dije a Lucy, igual a este crío, o por el estilo, debiste parir unos cuantos, y cuando le pregunté al guía cómo se sabe que Lucy es mujer, si está en los meros huesos, me respondió que por la amplitud de su pelvis. O sea, que eras caderona, abuela, como todas nosotras, y también tú debiste sufrir las agonías de parto, y fuiste la primera en defender con tu vida la de tus crías, tal como hacemos todas porque así nos enseñaste, Lucy leona, fiera invencible a la hora de impedir que desaparezcamos como especie.
Y ahora con qué palabras puedo yo explicarte lo que te resultaría incomprensible, pequeña abuela, que todo eso ha estado muy bien, pero en el fondo no tanto, la cosa no ha salido tan bien al fin y al cabo, porque eres el Alfa, sí, pero también el Omega, principio de la historia y a la vez anuncio de su estrepitoso final: tu conmovedor y generoso celo protector sobre la descendencia hoy amenaza justamente con lo contrario, con eliminarnos como especie. Por exceso, abuela, no sé si me entiendes, sucede que tus vástagos hemos llegado a ser tantos que ya no cabemos en casa. Nos hemos reproducido como conejos, pero qué digo conejos, peor que eso, si nosotros ya vamos para los 8.000 millones, quién puede imaginar siquiera esa cifra, y por si quedara faltando, cada minuto somos paridos 350 humanos más en esta Tierra.
Hace horas dejamos Adis Abeba y sin embargo la carretera sigue siendo un hervidero de gente, de burros, vacas y cabras, como si avanzáramos por entre un larguísimo mercado lineal, donde se venden y se intercambian cosas inverosímiles, latones, sillas desfondadas, medallas, camisetas del Barça, trozos de manguera, periódicos de ayer. Se recicla lo ya reciclado, se reutiliza lo que nunca tuvo uso. Los animales se apropian de la carretera; esquivamos vacas que sin inmutarse dormitan en todo el medio. Llueve sin parar, la gente chapotea entre el barrizal y hacen su agosto los chicos que trabajan de limpiabotas.
Es como si las goteras de Adis Abeba estiraran su tumulto kilómetro tras kilómetro, no permitiendo que el espacio se abra a las grandes sabanas silenciosas del África imaginada. Qué montonera de gente, no por nada Etiopía, que es uno de los países con mayores tasas de natalidad, ha triplicado su población en los últimos 40 años hasta casi llegar a los cien millones de habitantes.
Mujeres con la cabeza envuelta en altos tocados de tela, como coronas coloridas, deambulan por aquí, gallardas y esbeltas como reinas de Saba. Con razón se dice de ellas que bien pueden ser las más bellas de la tierra. Elegantes de por sí, sin marcas ni modas ni tendencias, y a cambio de eso dotadas de una natural desenvoltura y una dignidad imperial que logran arrancarle con las uñas a la pobreza. Y niños de pestañas de muñeco y mirada adulta, y todo el gentío por igual con el notorio rasgo común de sus grandes dientes: paradoja borgiana, la del Creador que les dio al mismo tiempo tanta dentadura y tanta hambre.
Y donde pongas el ojo ves mujeres y niños: Lucy y Selan han evolucionado y se han multiplicado a ritmo exponencial. Pero sus vidas siguen siendo cortas; si aquí la tasa de crecimiento es alarmante, también lo es la de mortandad materna e infantil. Esa es la razón por la cual MSF ha escogido trabajar en estas lejanías en puestos de atención para gente que de otra manera estaría aislada y librada a su suerte.
8.20El lodazal hace que se alargue angustiosamente el regreso hasta el centro de atención, y Merafe, la partera, examina a Barakat aquí mismo, en la parte trasera de esta camioneta, que, pese a ser híbrido entre tanque anfibio y bestia de carga, hoy a duras penas logra navegar contra los elementos.
Merafe examina a la muchacha y ve que tiene una fístula: una herida profunda que permanece abierta, como un estigma. Le pregunta si hubo un embarazo anterior, el que la dejó lesionada.
La niña admite que sí abriendo mucho los ojos y achicando la voz, sí, un embarazo anterior, pero el niño nació muerto. ¿Nadie te atendió? Mi suegra. ¿Y estás mal desde entonces? Sí, desde entonces. ¿Y cómo es posible que no hayas venido antes a buscar ayuda? Vivo lejos, indica la niña, apenas con la mano porque se le va el aliento