Son los muertos los que más trabajan por la paz en Colombia. Es la única guerra donde la memoria es optimista; y la realidad, pesimista
Álvaro Colores, Collarín, de 48 años, payaso desde los 11, dice que el circo es uno de los lugares más seguros en esta parte del mundo donde se vive en vilo. La gente viene a calmarse en este escenario de riesgo. El payaso serio desarma la actualidad con un humor que aquí se mide en un calibre muy sutil. Mira hacia un lugar en la grada: “¡El sexto de enfrente que no se meta conmigo!”. Lejos de aquí sería una ocurrencia surrealista. En Toribío, en el corazón
de la cordillera del Cauca, suena como un divertido eufemismo y provoca risa asombrada. En el escenario real, ahí, fuera de la carpa, el Sexto Frente no es una broma. Es una de las ramas más fuertes de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Ni guerrilla (FARC y ELN). Ni Ejército. Ni bandas paramilitares que han rebrotado con el nombre de Rastrojos o Urabeños, además de la sombra intermitente de los Águilas Negras. No, en las conversaciones públicas no se menta al bicho por su nombre. Se habla de “actores armados”, al igual que esta guerra culebrera
es el “conflicto”. Hay políticos y hay “parapolíticos” (congresistas vinculados a los paramilitares o a los narcos, o a ambos). Hay un registro oficial de víctimas, pero lo más riguroso es la “violencia subregistrada”. Cada actor armado tiene su “reputación”. ¿Reputación? Lo que los hizo más temibles. Así, los paramilitares construyeron su “reputación
de violencia” con las masacres y la sevicia, que incluso se enseñaba en las “escuelas de la muerte”. La guerrilla, sobre todo con los secuestros: “pesca milagrosa”. Las minas
antipersonales se conocen como “quiebrapatas”. También como el “soldado perfecto”. La mina no come, no gasta, siempre está en su sitio, disponible.
Los muertos indocumentados: NN (del latín nomem nescio). Los jóvenes indigentes o marginales asesinados por el Ejército como supuestos combatientes
guerrilleros: “falsos positivos”. La multitud de ahogados que pueblan los fondos fluviales: los que “viven en el río”. En esta neolengua, no siempre se trata de disfrazar la realidad. La ironía suele ser una forma de “ignorancia simulada” y en Colombia, por ambas partes, puede permitir muchas veces avanzar en una conversación. Ese fue un trámite necesario para iniciar las negociaciones de paz en La Habana. También se anestesia el lenguaje para que no duela siempre. Y hay eufemismos sublimes, de una estrategia extrema de la consolación. Por ejemplo, los “muertos adoptados”. Alguien que encuentra un cuerpo a la vera del río, se apiada y lo entierra. Un día lel leva flores. Hasta que aquella víctima que arrastró el río ya no es un desconocido, sino un ser providencial. Y el rescatador pone una lápida con su propio nombre.
Así se adopta a un muerto.
Son los muertos los que más trabajan por la paz en Colombia. No es una ironía. Es la única guerra donde la memoria va por delante, es optimista, mientras la realidad es pesimista: no se imagina a sí misma sin conflicto. Hay una expresión colombiana para definir la visión de una persona en el justo instante en que lo van a hacer desaparecer: “la última lágrima”.
Y hay momentos en que ya los muertos no aguantan más. En cada rincón de Colombia, rompiendo el régimen de silencio, y las vacaciones de las conciencias, germinan cientos
de grupos de la memoria, a la búsqueda de los desaparecidos, solidarios de las víctimas. “La memoria”, dice Andrés Suárez, de 38 años, investigador del Centro Nacional de la Memoria Histórica (CNMH), “permite hacer visible lo que el victimario quiso hacer invisible”.
Se multiplican los actos de reparación, los jardines de muertos que no tuvieron sepultura. “Conocer a los que nunca veremos”. La hija de un descuartizado con motosierra
en la masacre de El Salado decide hacer una escultura a partir de una fotografía del padre: “Yo quería recordarlo así, a mi papá, de cuerpo entero”. María Enma Valls, refiriéndose a la Operación Orión del Ejército, en la Comuna 13 de Medellín, en 2002, con 200 jóvenes desaparecidos: “Sería terrible contar todo esto y que no pase nada”.
La capital del Cauca es Popayán. La parte antigua está trazada con tanta inteligencia urbanística que, mientras paseas, suspendes
momentáneamente las hostilidades con la historia imperial. Popayán tiene unos 220.000 habitantes. Este es el número oficial de muertos registrados en Colombia por el conflicto
armado entre el 1 de enero de 1958 y el 31 de diciembre de 2012. A medida que avanza la excavación de la memoria, como señala el informe ¡Basta ya! (CNMH), “se pone de manifiesto la brecha entre lo conocido y lo ocurrido”.
En esta prolongada “temporada en el infierno”, de los 220.000 muertos, la inmensa mayoría son víctimas civiles y selectivas. El número de desplazados puede llegar a los
seis millones de personas, con ocho millones de hectáreas de tierra abandonadas o directamente despojadas. La “violencia catastral”. “No respetaron ni los cementerios”. La cifra de desapariciones forzosas puede remontarse a más de 27.000, más que los desaparecidos en el periodo de la Operación Cóndor en las dictaduras de toda América Latina. Pueblos vaciados, abandonados, como San Carlos, en Antioquía: “Cuando uno desaparecía, iba muriendo despacitico toda la familia”. En La Sonora, otro lugar “vaciado” de jóvenes, un mando al que los padres acudieron dijo: “Por ahí en 15 días les vuelven”. Miles de los muertos civiles lo fueron en masacres. Los más vulnerables: niños, mujeres, pueblos indígenas, líderes sociales y sindicales. Hay una geografía donde se aplicó la tecnología del terror: escuelas de la muerte o del descuartizamiento, como la creada en la finca La 35, en Urabá, por el jefe paramilitar Doble Cero. Más de 10.000 personas, con 2.000 muertes, sufrieron el impacto de las minas. En el Registro Único de Víctimas están 1.774 violaciones sexuales, delito usado en muchos casos contra “mujeres líderes”, como las indígenas, luego asesinadas o desaparecidas, Margoth, Rosa, Diana y Reina, en Bahía Portete.