El fin del sueño americano
Deportiva y organizativamente el continente completo se midió con la Eurocopa. Y la Copa América está perdiendo estrepitosamente
Cuando Estados Unidos decidió descabezar el fútbol mundial tras perder frente a Rusia y Qatar la realización de la Copa del Mundo, movió al FBI y a sus principales fiscales para desmantelar la red de corrupción que había convertido a los máximos organismos del deporte en una verdadera mafia. Una vez caídos Blatter, Platini, Leoz y sus secuaces, se puso al servicio del nuevo orden, que le correspondió con creces. Infantino le otorgó el Mundial del 2026, Domínguez le obsequió la Copa América del 2024 y Ceferin la organización del Mundial de Clubes 2025. El premio completo, con tal de detener la razzia.
Convertido en el nuevo eje del fútbol planetario —con Leo Messi actuando en su liga y David Beckham devenido en el Rey Midas— comenzó el verdadero desafío para los sucesores de Bill Clinton, el director honorario de su Federación y motor de la fallida postulación original y la posterior venganza. Y todo se inició de la peor manera posible.
Por lo pronto, delegó en la Conmebol la organización del certamen, que mostró al mundo su peor cara en una ceremonia inaugural pobre, deslavada y coronada de manera insólita con el sermón religioso del cuestionado pastor Emilio Agüero, amigo personal y compañero de correrías políticas del paraguayo Alejandro Domínguez, presidente de la Conmebol. Desprolija y opaca, la apertura estuvo lejos del show del Super Bowl.
De allí en más, la Copa América fue de tumbo en tumbo. Si los organizadores pretendían que se justificara en cancha la presencia de los equipos de la Concacaf, sólo demostraron que la distancia entre Sudamérica y el resto del continente sigue siendo abismal. Las decisiones y designaciones referiles, el precario estado de las canchas, las transmisiones televisivas, las dificultades para mostrar recintos colmados y las riñas en las gradas, provocado por el libre consumo de alcohol, fueron extendiendo la brecha en el comparativo con la Eurocopa, que se juega en simultáneo.
La eliminación del equipo estadounidense de la fase de grupos supuso un récord complicado: jamás un equipo anfitrión se había ido tan tempranamente de la competencia. La escuadra local fue una pálida expresión competitiva, pese a la confianza que depositaron en ella. México, la otra potencia de Concacaf, ratificó su pésimo momento y también retornó tempranamente a casa, golpeando a la organización donde más duele: en las boleterías.
Las esperanzas siguen puestas en Lionel Messi, el talismán de los nuevos dirigentes, que alzó la voz en el 2019 para pedirle a la Conmebol que dejara de privilegiar a Brasil en los fixtures y arbitrajes, mensaje que para muchos observadores imparciales el organismo recibió de buena gana. Hoy existe consenso en que los dados en Asunción, la sede del organismo, están cargados a la albiceleste.
Y es que una década después de la gran crisis del fútbol las cosas parecen estar donde mismo: presidentes eternizados en el poder, maquinarias aceitadas con dinero, arbitrajes dudosos y sanciones rigurosas para los más débiles. Y, lo que es peor, con decisiones que no parecen sensatas, como organizar las próximas Copas del Mundo en multisedes. Si este examen a los Estados Unidos arroja muchas dudas, que el 2030 sean cinco los países “organizadores” cada vez parece más descabellado.
La Copa América tambalea. La credibilidad y astucia de los nuevos dirigentes también. El primer gran examen de la nueva era fue un fracaso y sólo Messi jugando y ganando la final en Miami pueden remediarlo. Todo el mundo lo sabe.
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