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ABECEDARIO DE LA LIBERTAD

De la A de Almodóvar a la Z de María Zambrano, un repaso personal, letra a letra, a los nombres de estos 40 años sin Franco

La transición
de las palabras

La suavización del lenguaje político con la Transición hizo que fueran perdiendo valor los vocablos más abruptos

RECUERDOS MUY PERSONALES DEL DÍA QUE MURIÓ FRANCO

Ángel Viñas desayunó con champán, Javier Cercas se fue a jugar al tenis y Fernando Trueba, recién operado, no pudo decir nada. 22 representantes del mundo de la cultura recuerdan cómo fue su 20N

Amelia Valcárcel

Muy de mañana, creo recordar. Mi tía me sacudió levemente para despertarme y me lo musitó: “Ya se ha muerto”. Se notaba el silencio. Estaba en León donde había encontrado mi primer trabajo como joven profesora de filosofía en el INEM Juan del Enzina. Tenía horarios de nueve de la mañana a diez de la noche. Pero yo vivía… es una forma de hablar porque pasaba en mi instituto de lunes a viernes, en Oviedo. Allí me había casado y allí sigo… los fines de semana. Así que rápidamente entendí la situación: Hice la maleta y salí de estampida a la estación de tren. Mucha gente y toda callada, mirando de través. Cuando llegué a casa pude al fin abrir la boca y comentarlo. Entonces no había móviles y las cabinas eran de ficha. El teléfono era también algo que mejor no usar para estos asuntos. Igual que no había que hacerse fotografías porque podían acabar en el álbum equivocado.

Algunas amistades andaban celebrando. Pero lo interesante era ver la televisión que transmitía sin cesar las enormes colas que llevaban a la capilla ardiente. No daba para cohetes precisamente observar el asunto. Varios han dicho más tarde que fueron para asegurarse del fallecimiento. No sé qué decir… Franco se había convertido, en sus interminables cuarenta, en Naturaleza. Indudable, única, sin futuro. Una pesadilla.

Alberto Corazón

Las semanas que precedieron a la muerte del dictador, vivía pendiente de la radio y el teléfono. El grupo de amigos, entre los que había médicos, desmenuzaban con precisión los comunicados que “el equipo médico habitual” iba transmitiendo, al mismo tiempo que se filtraban noticias de colegas del propio hospital. La muerte clínica parecía confirmarse días antes de que “el carnicero”, de los hombres y mujeres arrojados a la plaza de toros de Málaga, apareciera compungido en las pantallas de televisión para balbucear que la pesadilla había terminado. Recuerdo muy bien que caí de rodillas al suelo con un llanto de incontenible alegría, un llanto de liberación, de plenitud. Lo primero que pensé es que mis hijos por fin podrían crecer en un país en libertad. Caí en la cuenta que aquella opresión cotidiana, sistemática, me había envuelto de tal modo que nunca había pensado en “el día después”. Ese día fue extraordinariamente luminoso, amable, feliz.

Almudena Grandes

Tenía 15 años, estaba en segundo de Bachiller y, desde que empezó el curso, estábamos haciendo cálculos de cuándo podría morir. Se murió mal. Si se hubiera muerto el 5 de diciembre habríamos tenido vacaciones hasta el final de Navidad. El primer impacto serio que me llevé en aquella época fue la muerte de Carrero porque fue inesperada. Estábamos en misa y empezaron a llegar padres a llevarse niñas y no sabíamos por qué. Para mí el bautismo de fuego de que Franco se podía morir fue la muerte de Carrero. Me acuerdo también de la alegría de algunos y de la tristeza de otros. Pero de aquel día recuerdo sobre todo la sensación de vacaciones. No tuve ninguna percepción histórica de que España iba a cambiar y empezaba otra etapa.

Ángel Viñas

Me desperté a las siete, la radio emitía clásica. Fui a la nevera. Abrí el champán. Bebí una copa. Regresé a la cama. A las 9.30 estaba en el Banco de España donde trabajaba sobre el dossier de Negrín y el oro de Moscú en el antedespacho del subgobernador tercero. Me puse una corbata negra porque me pareció que no le gustaría una pajarita negra de camarero. Desde hacía varios días unas amigas médicas me habían dicho que no existía salida alguna. Les sorprendió que hubieran diagnosticado trombosis mesentérica que, informaron, solo se identificaba en un cadáver. No encendí jamás la televisión. No escuché la radio. Compré todos los periódicos. Hice un dossier que perdí en algún traslado. Seguí con el oro. Nunca he sentido mayor alivio.

Antonio Muñoz Molina

Yo había empezado el segundo año de la carrera en Granada. Tenía alquilada una habitación en casa de una familia en la que el padre, un ferroviario jubilado, estaba en silla de ruedas, por culpa de una diabetes. El hombre había sido revisor en los expresos nocturnos entre Granada y Madrid y se acordaba bien de Federico García Lorca, que viajaba con frecuencia en ellos. El 19 de noviembre nos quedamos hasta muy tarde viendo la televisión, porque se rumoreaba que Franco estaba a punto de morir. Algo iba a pasar, sin duda, porque empezaron a poner inesperadamente una película a deshoras, una película muy larga además, Objetivo Birmania, con Errol Flynn. La película terminó muy tarde y no hubo ninguna información. A la mañana siguiente me despertaron temprano las voces de la dueña de la casa, mezcladas con el sonido del televisor. Cuando salí el padre y las dos hijas miraban la tv en silencio y la madre lloraba. “Qué va a pasar ahora”, decía, muy asustada. Esa misma mañana me volví a Úbeda, porque habían suspendido las clases en la universidad. La estación de autobuses estaba invadida por una multitud de estudiantes en busca de billetes. Nadie hablaba muy alto, pero tampoco había una sensación de pesadumbre, ni de nada. Sobre todo el alivio de unas vacaciones repentinas. Había poco tráfico y poca gente por la calle. En todos los kioscos todos los periódicos tenían la foto de Franco en la primera página, fotos sombrías en blanco y negro. Estaba nublado pero no hacía mucho frío. Eso recuerdo.

Bernardo Atxaga

Tengo la impresión de que los acontecimientos de aquella época saltan en mi cabeza como pulgas. Lo que para mí tuvo lugar en noviembre de 1975 ocurrió en realidad un año después. Lo mismo me pasa con las personas. Mi memoria las descoloca. No obstante, tengo varias pulgas fijas. Cuando murió Franco tenía 24 años y vivía con mis padres en Andoain. Acababa de terminar, como soldado raso, el Servicio Militar Obligatorio. Trabajaba en el Banco Europeo de Negocios. No pasé en vela la noche del 19 al 20 esperando la noticia. La supe por la mañana. Por ciencia infusa, creo, o porque me lo dijo mi madre, que madrugaba más que yo. El día 20 de noviembre fue un día silencioso en San Sebastián. En el banco solo se oían murmullos. En la calle había poco tráfico. Entré en una cafetería y vi a José Ramón Recalde. Estaba tomando una copa de champán, y yo pedí otra. Entró gente, más copas de champán. Sin embargo, no recuerdo descorches, ni ningún corcho volando por los aires.

Carmen Linares

Estaba en Madrid ensayando la obra de teatro musical Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipciaca, que estrenamos en el Teatro de la Comedia de Madrid. Era un tiempo muy gris, entonces sí recuerdo que tras esos días había mucha confusión. Ahora había que templar bien el cante. En ese momento ensayaba con Enrique Morente, Mario Maya y el resto de la compañía. Nos enteramos a la mañana siguiente, ya con el periódico en la mano y viendo en la tele a Arias Navarro nos lo empezamos a creer.

Darío Villanueva

Trabajaba en la Universidad de Santiago de Compostela, en la que era ya «penene». El 19 de noviembre estuve hasta muy tarde trabajando en mi tesis y pendiente a la vez de las noticias, pero finalmente me fui a dormir. Madrugué y en la TV me encontré ya con el comunicado lúgubremente leído por Arias Navarro. En casa comentamos mi mujer y yo la situación, también con la radio puesta. Compartimos una sensación de alivio y de esperanza. Nos dábamos cuenta de que estábamos viviendo un momento histórico, y que inevitablemente las cosas iban a cambiar. Luego me fui a la Facultad de Filología; allí, entre mis compañeros, la respuesta era la misma. El resto del día todo fueron llamadas telefónicas, algunas desde el extranjero, seguimiento de los periódicos, radio y televisión. También reflexión. Yo tenía 25 años; había nacido y vivido con la dictadura; el año anterior había estado por primera vez en Italia, y la impresión de libertad política que allí tuve por primera vez fue imborrable. El 20 de noviembre de 1975 soñé que al fin algo semejante podría darse en España, y el proceso que desde entonces se desencadenó, con todas sus flaquezas y contradicciones, en modo alguno me defraudó. Nuestra hija nació en 1978 ya en democracia.

Elvira Lindo

Cuando me senté aquella mañana delante del Colacao, me dijo mi madre, "se ha muerto Franco". Yo le dije, "pues entonces no habrá al colegio". Mi madre, que tan tolerante se mostraba siempre conmigo, ese día fue inflexible: "¡tú siempre buscándote excusas para faltar a clase!". Total, que me puse el uniforme y me fui. Recuerdo ir de camino al colegio yo sola, sin cruzarme con nadie, por la acera entre bloques de Moratalaz que recorría a diario, pero como si caminara dentro de un sueño o de un cuento. Llegué a la escuela. No había nadie. El conserje, don Julián, me vio detrás de la verja, que estaba cerrada y me gritó, "¿pero qué haces ahí, es que no te ha dicho tu madre que se ha muerto Franco?". Y me fui feliz de vuelta a casa, de nuevo por una acera extrañamente solitaria, deseando que el luto se prolongara varios días.

Fernando Trueba

Mi amigo Manolo emigró a Brasil en el 52 con su mujer y su hija y volvió a España en el 64 con ellas y cuatro más. Como tantos, esperó años la muerte de Franco. Cuando la enfermedad final de éste, los amigos de Brasil le llamaban. Allí ya habían dado “la noticia”. Pero al día siguiente, nada. Eso sí, cada vez que “moría”, nos agarrábamos una borrachera de campeonato. Al día siguiente de operarme de amígdalas, me despertó mi padre, ABC en mano: “Franco ha muerto”. Pero yo no podía hablar ni cantar ni gritar de alegría. No podía emitir sonido alguno. Casi mejor, porque papá y yo nos hubiéramos enzarzado en una más de nuestras olímpicas broncas. Pero qué alegría... Y qué tristeza. La de tener que esperar años que un tipejo se muera para volver a ser libres. Por eso entiendo tan bien a los cubanos.

Gonzalo Pontón

Me enteré de que había muerto Franco al llegar a mi trabajo, en la editorial Ariel, alrededor de las nueve de la mañana. Medio dormido, no había comprado el periódico y fueron mis compañeros de la oficina los que me informaron. Recuerdo que no experimenté la menor emoción; de algún modo Franco llevaba ya varios días muerto. Bajé al taller para ver cómo se había recibido la noticia y mis compañeros estaban descorchando botellas de cava mientras un par de sujetadores volaban por los aires, agitados como banderas de libertad. El edificio de Ariel estaba en Esplugues, en el Baix Llobregat, escenario aquellos meses de duros enfrentamientos con la policía armada, de modo que salimos a la calle para unirnos a los obreros de la metalúrgica Elsa, que llevaban semanas en huelga, dispuestos a enfrentarnos a los grises... pero allí no había nadie.

Isabel Burdiel

Para mi sorpresa, a diferencia de lo que ocurre con el golpe de Estado, tengo un recuerdo muy vago del día que murió Franco. Vivía en Valencia, tenía 17 y era mi primer año de Facultad, directamente de un colegio de monjas. Era como Alicia en el País de las Maravillas. Los días previos un grupo de compañeros (uno de ellos apodado El Chino) escenificaban los partes médicos habituales, haciendo uso de lo que llamaban “stream of consciousness”. Era muy divertido para todos menos para los del PCE cuya alta misión histórica no les permitía reírse. En casa, mi madre anunciaba una nueva guerra civil y mi padre nos decía que había que confiar en el progreso. Le recuerdo al teléfono sin parar aquella noche y mi nula sensación de temor, a diferencia del 23F.

Javier Cercas

A las ocho de la mañana mi amigo Jose Sobrino me llamó por teléfono para decirme que las clases se habían suspendido, porque se había muerto Franco, y para proponerme un partido de tenis. Eufórico, cogí la bolsa de deporte y me reuní con mi amigo en la calle. Era una mañana de niebla cerrada, y recuerdo que, mientras caminábamos por el parque de La Devesa, no dejábamos de felicitarnos por los tres días de vacaciones que nos aguardaban. Pero lo que sobre todo recuerdo es que al llegar a la Hípica -el club regentado por militares donde jugábamos al tenis-, vimos al administrador caminando arriba y abajo, con la barbilla erguida y el porte marcial, frente a su oficina. A medida que nos acercábamos comprendimos con incredulidad que estaba llorando. Teníamos 13 años, carecíamos de conciencia política y hasta de miedo, pero durante unos segundos eternos nos quedamos clavados, fascinados por el llanto de aquel viejo militar franquista. Estoy seguro de que no comprendimos nada, salvo lo esencial, y es que aquel anciano desconsolado era un signo inequívoco de que nuestro mundo iba a cambiar para siempre.

(Fragmento de un artículo publicado por el autor en este diario en noviembre de 2005)

José Luis Pardo

Escuché el patético mensaje de Arias Navarro en una fábrica del extrarradio de Madrid en donde atendía las máquinas automáticas de bebidas calientes, uno de los signos inequívocos de que el país estaba “en vías de desarrollo”. La noticia no interrumpió la jornada laboral, pero todos especulábamos sobre su alcance político, en una especie de “¿Qué va a pasar ahora?” generalizado. Yo acababa de llegar a la mayoría de edad y, como todos los fichados por actividades subversivas, temía un recrudecimiento de la represión policial. En el ambiente flotaban los fantasmas de la guerra civil cuya sombra se alargó casi cuarenta años. Sólo que, aquel día de otoño, esos fantasmas se daban la mano con los guardianes de la victoria franquista, que desde hacía unas horas también se habían vuelto algo fantasmales. La esperanza, vaga e inconcreta, miraba hacia Europa. Y la democracia, como una lamparilla temblona, se veía como un bien muy lejano e improbable.

Julián Casanova

Cuando Franco murió, yo había cumplido 19 años, estudiaba segundo curso de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, y estaba en plena formación, recogiendo estímulos desde muchos frentes, desordenados, pero que influyeron mucho en mis intereses personales. Compartía piso y militancia antifranquista con un grupo de amigos y amigas. La noticia la escuché en la radio, porque ni siquiera teníamos televisión.

Franco murió, la militancia pasó –incluidas las decenas de horas que a ella le dedicaba- y los dos últimos años de la carrera me dediqué a estudiar mucho más. Nunca fue fácil olvidar la dictadura, la vida cotidiana con miedo, la falta de libertades… Pero no me sentí parte, sin embargo, de esa generación del desencanto. Para mí, todo lo que vino después, sobre todo en mi elección de hacer carrera en la investigación y enseñanza en la universidad, de estudiar e investigar historia en profundidad, de viajar, fue mucho mejor. Acabé siendo historiador, profesor de Universidad y he dedicado una buena parte de mis estudios a la historia comparada de la dictadura de Franco.

Kim Aubert

Por aquel entonces yo llevaba un diario, he consultado lo que escribí aquel día y aquí está: “He dormido en el estudio, cuando me levanto, pongo la radio y sólo dan música clásica ¿ya ha ocurrido? Espero que den el parte… y por fin ¡Franco ha muerto! Abro la pequeña ventana de mi estudio y busco el azul del cielo, le digo a mi padre fallecido hace años (y que pasó dos años en las cárceles franquistas a punto de ser fusilado) que finalmente el dictador ha muerto… salgo a la calle y todo sigue igual, no veo llorar a nadie. Por la noche nos hemos citado todos los amigos de siempre en el restaurant Bilbao (aún existe en la calle Perill en el barrio de Gràcia). Lo primero que hacemos es pedir champagne (por entonces aún no se llamaba cava). Alrededor todas las mesas tienen su botella, todos brindamos. Acabamos la noche en las Ramblas, una procesión silenciosa circula arriba y abajo, nadie dice nada, sólo nos miramos y sonreímos, por fin ha muerto. Nadie sabe qué va a pasar mañana”.

Luis Eduardo Aute

Estaba saliendo de casa de unos amigos y alguien, en el ascensor, dijo que se había muerto, que lo había escuchado en la radio. Me fui a casa y lo confirmé. Estuvimos escuchando la radio, bebiendo vino y hablando durante horas. Recuerdo la sensación de alivio, muy grande, pero al mismo tiempo la preocupación por lo qué podría pasar. Había una gran incertidumbre.

Miguel Gallardo

El 20 de Noviembre de 1975 me faltaba un mes y unos días para cumplir 20 años. Estaba estudiando en la Escuela Massana de artes y oficios en Barcelona, escuela de la que me echarían en junio del año siguiente por no presentarme a las clases, seguramente me hubieran encontrado en el bar de enfrente. Faltaban dos años para que, junto a Mediavilla y Borrayo creáramos Makoki y revolucionáramos el cómic patrio. Por aquellos años no debía escuchar las noticias mucho, vivía en un piso con unos hippies desnortados al estilo de los Freak Brothers y no me enteraba mucho de lo que pasaba alrededor. Solo recuerdo que ese día iba en metro a la escuela o al bar de enfrente de la escuela y en el vagón se subieron un par de gaznápiros con un brazalete y la cruz gamada, más tarde me enteré de que Paquito nos había dejado.

Paul Preston

Evidentemente, habiendo vivido en Madrid los últimos años de la dictadura y consciente del riesgo de una nueva guerra civil cuando finalmente muriera Franco, había seguido el desarrollo de las últimas enfermedades de Franco y las consecuencias para Juan Carlos con mucha atención. Además, yo hacía algunos comentarios para la BBC sobre la situación tan tensa en España, la noche del día 19 y la madruga del 20 de noviembre, estaba en mi despacho pegado a la radio para tener las últimas noticias y esperaba la llamada de la BBC para ir a hacer un balance del régimen de Franco y hablar de las posibles consecuencias de su muerte. Quedé en ir a la BBC y me eché un par de horas antes de que viniera a recogerme un coche para llevarme a los estudios.

Rosa Montero

Yo estaba cubriendo el festival de cine de Benalmádena (Málaga) para la revista Fotogramas y me llamó al hotel desde Madrid mi pareja de entonces. Me despertó temprano para decírmelo, ahora no recuerdo la hora exacta. Estaba durmiendo. El festival se suspendió durante 24 horas en señal de duelo, creo recordar, y nos pasamos un día fenomenal con los colegas dándonos una comilona y celebrándolo en la playa.

Víctor Manuel y Ana Belén

No está clara la hora de la muerte de Franco pero Ana y yo habíamos salido con amigos y la madrugada del 19 al 20 pasábamos justo delante del Palacio de Oriente en Madrid -aún no era peatonal la zona- paramos en un semáforo con nuestro Dyane 6 -Cabiria, nuestra perrita maltesa dormitaba atrás- y desde otro coche que se detuvo al lado, al vernos, apretaron el puño eufóricos. En ese momento comprendimos que el tapón había volado. Lo canté tiempo después en Canción de la esperanza: “Tanto imaginarnos una muerte digna en ti/ y tú salpicabas la pared/ fuimos una oreja, un latido, un transistor/ y tú salpicabas la pared...”. El día de su entierro, durante sus exequias en la Plaza de Oriente, nosotros estábamos -junto a otros compañeros- tratando de llegar a la prisión de Carabanchel pidiendo amnistía para todos los presos políticos. Corrimos mucho, la policía dio estopa y una de las detenidas fue la actriz Aurora Bautista -que como Reina de Castilla que había sido- se negó a correr.

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