¿Pero es que aquí también hay talibanes?

Los refugiados adolescentes reciben 800 euros al mes para el alquiler y otros gastos hasta que cumplen los 18 años

Por PAOLO G. BRERA (La Repubblica)

Igual que Rómulo y Remo con el Tíber y la Loba, también estos niños rescatados de las aguas han tenido que valerse por sí mismos entre los lobos. Y al igual que Rea Silvia, una vestal asesinada por haber concebido de un Dios violador a los futuros fundadores de Roma, también sus padres han vivido historias terribles. Khorched, un guapo joven de ojos dulces y físico de boxeador, fue salvado por su madre, que se lo ocultó al padre talibán antes de que lo hiciera desaparecer, como había ocurrido con su hermano: “Me llevó a una escuela coránica donde tenía que aprender a orar y a saltar por los aires con un chaleco explosivo. Mamá me entregó a un vecino, implorándole que pagara a los traficantes para que me llevaran lo más lejos posible”, dice. Tenía 12 años. Ahora tiene 18, ha empezado a trabajar y dentro de unos días nacerá su hija.

Mamá me entregó a un vecino, implorándole que pagara a los traficantes para que me llevaran lo más lejos posible

dice Khorched. Tenía 12 años. Ahora tiene 18, ha empezado a trabajar y dentro de unos días nacerá su hija en Bruselas

Tal vez su historia —como la del pequeño Lision, de 9 años, que llegó a Bélgica justo antes de que estallaran las bombas en el aeropuerto y en el metro, y que en aquel día sangriento abrió de par en par sus ojazos horrorizados y preguntó: “¿Pero es que aquí también hay talibanes?”— sirva para entender quiénes son estos niños que llegan solos a las costas europeas y que nos asustan y enternecen al mismo tiempo.

Todos recordamos al joven de 17 años Riaz Khan Ahmadzai anunciar con ojos desorbitados su inminente martirio antes de apuñalar a cinco personas en un tren entre las paradas de Treuchtlingen y Würzburg, en Alemania. También él era un “menor no acompañado”. Pero quizá deberíamos recordar sobre todo a los chicos como Amin, embrollados por la vida en tiempos de guerra, furiosos y agresivos como gatitos maltratados y que, a pesar de todo, han florecido aquí, en Bruselas, como las flores que dan color a la primavera de Flandes. Tras haberse licenciado, Amin está cursando un máster en Ingeniería de caminos, y en la medida en que la vida lo permite, es ahora un hombre feliz, un recurso al que recurrir, y no un problema al que dedicarse.

“Salí en 2011 de Jalalabad —cuenta Khorched en un cuartito de Mentor Escale, una ONG que se ocupa de los niños refugiados ayudándolos a convertirse en adultos independientes antes de que el sólido bienestar belga los abandone— y no entendía bien lo que estaba pasando. Nunca había ido a la escuela, papá no quería, pero un día le dijo a mamá que ya era mayor y que había llegado el momento de llevarme. Ninguno de nosotros sabía que era talibán. Me entregó a otro talibán que me cargó en su camioneta mientras lo alababa: 'Has hecho bien en traerlo, bravo', le dijo. Mi padre y los talibanes me llevaron a Chenury, un pequeño pueblo en las montañas. Todos llevaban largos vestidos blancos, había armas por todas partes”.

En la escuela coránica, “nos hacían rezar todo el día, y al rezar nos enseñaban a hacernos saltar por los aires. Yo dormía en el suelo con otros cuatro chicos, y desde el amanecer nos hacían recitar el Corán. Nos explicaban que teníamos que hacer la yihad, o guerra santa, y expulsar a los estadounidenses. Un día se llevaron a uno de los cuatro que dormían a mi lado, hicieron que se pusiera un vestido con un chaleco de explosivos y nunca regresó”.

De esto es de lo que escapó Khorched, y no fue fácil. Y tampoco fue fácil entender que tenía derecho a una alternativa: “Cada tres o cuatro meses nos dejaban volver a casa unos días. Mi madre me preguntaba qué tal estaba, y siempre le decía que todo iba bien; pero un día le conté la historia del explosivo, y cayó en la cuenta. Mi hermano, que rondaba los veinte, había desaparecido unos años antes”. Aquel día, la madre de Khorched le dio la vida por segunda vez. “Me llevó a casa de un vecino, que me entregó a un hombre...”.

Su viaje da para escribir un libro, no para un artículo de prensa: el frío, las fronteras, Irán, el descubrimiento de las luces que iluminan los pueblos por la noche; la nieve, las cajas de camión en las que viajan por lo menos 40 migrantes y donde no se puede respirar; aquel pobre viejo muerto por desnutrición que viajaba en burro, la casa en Turquía y las amenazas a dos compañeros de viaje gemelos que habían pagado un solo billete: “Tú sí, tú no. Si no pagas, te corto las orejas y la nariz”

Todos esos ahogados, el miedo a morir en el mar mientras las olas te revuelcan y te aferras a un tronco. Grecia, por fin. “Ocho meses en Atenas, luego Patras”, el intento fallido de zarpar oculto entre la basura y, por fin, el abrazo mortal al acero bajo la caja de un camión. Italia. “Salta en cuanto se pare al salir del puerto", le dijeron. Pero ese tipo no se paraba y Khorched no aguantaba más. Así que empezó a dar golpes con fuerza bajo el camión hasta que oyó algo y fue a ver. "El camionero estaba furioso, me pegó pero me escapé”. Después el tren: “En París me encontré con unos chicos que querían ir a Bélgica, decían que ahí se estaba bien. Me uní a ellos”.

Fue en Bruselas donde lo abrazó la red social que este pequeño país devastado por el terrorismo había dispuesto —y afortunadamente está decidido a mejorar— para los niños que llegan sin padres. A pesar de que en los últimos años se han cometido enormes errores urbanísticos —como la desgarradora reclusión de los inmigrantes de segunda generación en guetos en los barrios islamizados como Molenbeek, donde vivían los yihadistas que ensangrentaron París— y de que la discriminación (en las oportunidades de empleo, por ejemplo) es el pan nuestro de cada día, sobre la acogida a los menores Bélgica tiene mucho que enseñar.

“En un plazo de seis semanas", relata Jean Pierre Luxen, Director de Fedasil, "la agencia federal que se encarga de las solicitudes de asilo garantizará el acceso a la escuela a todos los menores, incluidos aquellos que nunca han acudido". "Les garantizamos una cama, medicamentos, apoyo psicológico, protección jurídica y formación. Los incluimos en clases especiales para aprender francés o flamenco, y en un año los ponemos en un curso normal. A cada menor no acompañado le asignamos un tutor, que se encarga de su educación y de todas las dificultades que encuentra”. Para ser tutor hay que hacer un curso de dos meses: “Hasta la hermana de mi mujer es tutora”, dice Luxen.

La responsabilidad de los tutores incluye acompañar al niño ante la justicia si se mete en líos

La responsabilidad de los tutores incluye acompañar al niño ante la justicia si se mete en líos. “No es raro, por desgracia. Un problema con la policía el fin de semana, por ejemplo, se da mucho más a menudo de lo que nos gustaría”. Son flores del desierto y tienen espinas, hay que manejarlos con cuidado y competencia. Por eso la formación, la disponibilidad y la calidad humana y profesional de los tutores son uno de los puntos críticos del sistema. De hecho, muchos niños se encuentran solos en un sistema que tiende a empujarlos lo antes posible hacia la autonomía, flanqueados por tutores que siguen su expediente como un papeleo entre muchos.

Las cifras que se alcanzaron cuando estalló la crisis del año pasado han supuesto una dura prueba para el sistema. El record de llegadas se registró en diciembre, unos meses después del gran éxodo en la ruta de los Balcanes, durante el tiempo necesario para llegar y ser interceptados: 725 niños llegaron solos. Luego vino la oleada del acuerdo con Turquía sobre los flujos. Desde entonces, el descenso ha sido continuo: 201 niños, en enero, 64 en mayo, 43 en agosto...

La recepción, en fases

El sistema belga ha subdividido la recepción en tres fases. La primera se llama “observación y orientación”, dura unas semanas y sirve para identificar al niño, evaluar las condiciones en que se encuentra y encaminarlo hacia la mejor solución disponible. La segunda consiste en enviarlos a un centro especializado, si son muy jóvenes o tienen dificultades graves, o a centros de recepción colectivos: instituciones en las que son libres de entrar y salir, pero donde se les pide que respeten las normas comunes, bajo el control más o menos estricto y eficaz de educadores adultos, durante una “estancia máxima de seis meses, excepto en situaciones especiales”.

La tercera fase está por construir: es la invitación a alzar el vuelo, que hoy es más que nada una patada en el trasero: un cheque de 800 euros al mes para pagar un alquiler y desenvolverse hasta que cumplan los 18 años y se les conceda la condición de refugiados. ¿Se imaginan dejar a su hijo o hija apañárselas solo con 16 años en un país extranjero, a años luz de sus costumbres y cuyo idioma ni siquiera conocen? Pues bien, este Ejército de niños no tiene otra alternativa. Y a todos aquellos a los que se les niega el asilo una vez alcanzada la mayoría de edad no les queda otra elección que huir de forma clandestina o volver a casa con ayuda del Estado de bienestar, que les proporciona una pequeña suma para empezar a trabajar.

Para evitar el efecto patada en el trasero, las fundaciones ricas, como la Rey Balduino, con el nombre de la familia real pero sin relación con ella, han decidido invertir una fortuna en los niños no acompañados, con la esperanza de convertirlos en un activo real, como Amin, el ingeniero, y no en problemas que hay que resolver entre celdas y mezquitas clandestinas. Asociaciones como Mentor Escale o Minor Endako son excelentes ejemplos de comunidades en las que Europa muestra su rostro adorable. La primera es un punto de encuentro donde los chicos y chicas aprenden el presente y se encuentran con el futuro: desde ayuda para encontrar alojamiento a los trámites administrativos que pueden desmoralizar a un belga, y no digamos a un niño de Afganistán (de lejos la tierra de partida más representada en Bélgica este año, seguida por Guinea, Somalia y Marruecos). Y asistencia para superar la burocracia necesaria para obtener la ayuda económica de los servicios sociales, encontrar un médico o aprender a manejar el presupuesto, hacer deporte o estudiar un instrumento.

No hay más que ver bailar a los niños en el salón en un mar de sonrisas, o luchando con el pulpo y las especias que bullen en la cazuela, para entender la diferencia inevitable con los centros estatales, como el Petit Château, el gigante gestionado directamente desde Fedasil que acoge hasta a 900 personas en las orillas del canal que divide el centro de Molenbeek, separando como puede las familias de las personas solas y de los niños no acompañados. Pero solo los casos más difíciles, al final de la primera fase, son enviados a instalaciones de excelencia como Mentor Escale, que de vez en cuando organiza una “Semana de la Ciudadanía”, en la que aprenden “las diferencias culturales, los derechos y deberes, la gestión de la casa y los transportes, la escuela, para terminar con el juego de la ciudad: encontrar y descubrir lugares interesantes”. Y aquí está la tercera fase: aprenden a desenvolverse, pero con la ayuda de las ONG financiadas por fundaciones, encuentran también una familia con la que compartir una parte del recorrido hasta que estos chicos sean completamente autónomos. Ciudadanos belgas, ciudadanos europeos.

El sistema belga ha subdividido la recepción en tres fases. La primera se llama “observación y orientación”. La segunda consiste en enviarlos a un centro especializado. La tercera fase está por construir: es la invitación a alzar el vuelo, que hoy es más que nada una patada en el trasero.
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