Viajamos a las puertas de entrada en la Unión Europea. A los llamados “puntos calientes”. Lugares remotos y olvidados donde se vive el drama de la inmigración a diario. Un recorrido por la frontera sur en el que somos testigos del rescate al límite de una patera por la Marina italiana. Y seguimos a sus ocupantes a bordo de una nave que hace de puesto fronterizo cerca de Lampedusa (Italia). Subimos al monte Gurugú, donde los subsaharianos aguardan para saltar la valla de Melilla (España). Tocamos las cuchillas de la verja griega, levantada en 2012 para tapar el mayor agujero de clandestinos del continente. Nos adentramos en un campo de refugiados sirios en Bulgaria, un país desbordado por el flujo de extranjeros. Esta es la odisea que viven cientos de miles de personas sorprendidas en las grietas de la fortaleza europea. Y también la de las que no fueron detectadas.
El filo de acero mide un par de centímetros. Resulta frío al tacto y su forma recuerda a la aleta de un pez mortífero. No corta, pero sus extremos se enganchan a la yema de los dedos como las púas de una zarza, y entonces se intuye su mecanismo diabólico. El efecto sobre un cuerpo ansioso por salvar el obstáculo. Al rozarlo, sus vértices se incrustan en la piel, y con el movimiento, la pequeña protrusión se introduce un poco más en la carne y la desgarra como la cáscara de una naranja. Aquí también lo llaman concertina. “Consertina”, para ser exactos. No a la navaja, sino a la alambrada desplegada en espirales. Hay seis tubos de espino, colocados unos sobre otros. Cubren una reja de tres metros de altura y 12,5 kilómetros de largo. Los cimientos de los contrafuertes que dotan de consistencia al muro aún se ven frescos. La verja se levantó en verano de 2012. No hay noticias de que nadie la haya saltado. Esto no es Melilla. Pero, igual que en el enclave español del norte de África, a través de los barrotes y la culebra de alambre se observa el extranjero distorsionado. Falsamente amenazador. Turquía. Bancales de tierra roturada donde crecen patatas, ajos y espárragos. Un horizonte recortado por chopos deja intuir el río Evros, que en el lado de allá lleva la misma agua, pero se llama Meriç. Una torreta militar oxidada. Un agricultor turco en un tractor. Pita y saluda a los oficiales griegos a través de la verja y estos le corresponden, y el hombre prosigue levantando polvo junto a la consertina. Resulta inexplicable cómo las palabras viajan de un extremo a otro del continente.
Desde Melilla hasta esta región remota de Tracia, donde se juntan las fronteras entre Grecia, Bulgaria y Turquía, este es un viaje a los confines del sueño europeo. Un recorrido por los puntos calientes de la inmigración. Lugares siempre a desmano. Donde crecieron murallas después de derribar los tabiques interiores de la UE. Donde patrullan los agentes de Frontex por tierra, mar y aire, y las organizaciones humanitarias, da igual el lugar, denuncian devoluciones en caliente. Donde se pone a prueba la última tecnología en infrarrojos y radares. Donde la metáfora más habitual tiene que ver con el agua: no puedes frenar un torrente; si lo taponas, siempre acaba encontrando otra vía. Donde hay héroes que se juegan la vida en rescates al límite y los recién cruzados cantan una canción de alegría y besan el suelo Schengen.
Hay muchas formas de entrar en Europa. La más sencilla fue, durante un tiempo, cruzar a pie por los cultivos que muerde ahora esta valla, este pedazo de frontera terrestre entre Grecia y Turquía que serpentea a lo largo de 200 kilómetros. Dividida por el Evros. En uno de los meandros, el río se adentra en territorio turco, dejando la linde en una lengua de tierra. Se llegó a decir, en 2010, que por Grecia se colaba el 75% de la inmigración clandestina de Europa, la mayoría por este lugar. Ahora se ven coches patrulla, metralletas, uniformes de campaña. Área restringida. Control militar. Prohibido el acceso a 500 metros de la valla. Prohibido fotografiarla (salvo un palmo del sector E16). Prohibido fotografiar Turquía desde la valla. Prohibido fotografiar el Evros. Frente a Asia se percibe la paranoia de siglos de enfrentamiento. El enemigo musulmán a las puertas.
Nos colamos en el área de acceso vedado. Hay búnkeres, puestos de vigía y acuartelamientos moteando los páramos. Más allá, los minaretes de la mezquita de Edirne, la primera ciudad turca. Y la alambrada en medio como un tajo. El trigo ha comenzado a verdear. Un perro cazador nos sigue bajo un cielo de mercurio que ya no nos abandonará en ninguna frontera del sur de Europa. Viento y llovizna en los límites del continente. Es invierno, y tras cruzar un campo de vides breves y nudosas, surge de la nada un cartel de chapa. “Peligro. Minas”. Vestigios del pasado. Grecia sigue siendo el país Schengen que más recursos destina a gastos militares (el 2,33% del PIB).
Orestiada, el centro neurálgico de la región, es un trajín de todoterrenos de cuerpos de seguridad griegos y europeos, de camiones del ejército y hombres en ropa de camuflaje. Una constante en las fronteras. Paschalis Syritoudis, jefe de policía del territorio, cuenta los éxitos en términos de reducción de entradas ilegales. Dice que en 2010, en su zona, se detuvo a 36.000 inmigrantes; 26.000 entraron a pie por la lengua de tierra. En 2013 no llegaron a 500. Tal y como lo cuenta Syritoudis “desde el principio”, llegó la agencia Frontex; se equiparon con furgonetas con cámaras térmicas; se desplegaron 1.800 efectivos de policía; el Gobierno heleno invirtió en el muro; se incrementó la cooperación con Turquía: ahora se reúnen todos los meses, y algunos oficiales están autorizados a intercambiar correos y sms. Syritoudis habla de la importancia de la inversión de la UE, de que en la línea se den cita agentes de todo el continente. “Su participación es psicológica: así las redes criminales ven a todos los europeos”. La vitrina de su despacho se encuentra plagada de obsequios de toda la Unión. En una balda descansa el trofeo de un torneo de baloncesto entre agentes turcos, griegos y también búlgaros. Los últimos invitados a la fiesta.
La presa griega ha desviado el flujo, pero no ha frenado la marea. La metáfora del agua. Miguel Ángel Bibiloni, un frontex mallorquín destinado en Orestiada, cuenta cómo el verano pasado “se veía un éxodo de sirios” cruzando de Turquía a Bulgaria, cuando EE UU meditaba una intervención. Seguimos el mismo camino, hacia Svilengrad. El puesto fronterizo de Grecia al país más pobre de la UE tiene algo de viaje al pasado. Bulgaria no es territorio Schengen. Los policías salen de la garita y piden el pasaporte. Preguntan con una sonrisa: “¿Frontex?”. Hasta aquí no llegan demasiados españoles. No parece que llegue mucho de nada. La región es frondosa. Pero los edificios muestran costurones con los ladrillos al aire y todo parece a punto de derrumbarse. Por carreteras horadadas, llegamos de noche a la ciudad de Harmanli. Dos subsaharianos cruzan bajo la niebla junto a una rotonda. Solicitantes de asilo. El contraste con el decorado comunista en ruinas los envuelve en un aire crepuscular. Como si nos encontráramos cerca del desenlace del mundo. “Esta zona se siente como el final de Europa”, nos había anticipado un policía holandés que patrulla por la región. “Bueno, o el principio”, se corrigió.
Al día siguiente, nos acercamos al centro de refugiados adonde se dirigían los subsaharianos. Una base militar reconvertida. El interior se encuentra hecho añicos. Muros en carne viva. Ventanas rotas. Maleza comiendo el asfalto. Un joven sirio se ofrece a guiarnos. Se llama Mohammad Hussain, tiene 24 años. Dice que cuando lo trasladaron aquí, tras ser sorprendido junto a su familia caminando por los montes fronterizos, se sintió parte del videojuego Counter Strike, un shooter en parajes desolados. Añade que su intención es acabar la carrera de ingeniería de petróleo en Alemania. Estudiaba en Homs. De origen kurdo, huyó de la amenaza de un grupo islamista que se ha hecho fuerte en su tierra. Lo secuestraron cuando regresaba de la universidad. Tras quedar libre, su madre tomó la decisión de hacer las maletas.
"Esa barrera no
te va a frenar"
Mientras atravesamos una explanada con filas de contenedores de chapa, Hussain cuenta que hace poco participó en el recuento: son 870, de infinidad de nacionalidades, pero hay una mayoría de kurdos huidos del conflicto en su país. Los pequeños corretean por el polvo. Los adultos se sientan a la puerta del hogar prefabricado. Una rama partida, con latas y tetrabriks, cuelga de uno de los tejados. Restos de la decoración navideña. Una niña vende pipas, té, jabón y pastillas de caldo sobre un tablón. Un técnico instala un router, ante una veintena de expatriados. Conexión a Internet para esta nueva vida que los retiene sin fecha. La mayoría ha solicitado asilo político. Pero la burocracia tarda. Mientras el papeleo sigue su curso, el sirio Mannan Ahmed cava a la puerta de su caravana. Tiene 34 años, viene de Alepo, quiere plantar cebollas. Nos invita a pasar y, junto a su mujer, dice que el 14 de octubre entraron caminando desde Turquía con otras 23 personas, 13 de ellas niños. Su grupo fue el segundo en ser trasladado al campo de Harmanli. Luego llegaron oleadas. “Hasta tres autobuses al día”.
Nunca había pasado algo así”, según Boris Cheshirkov, portavoz de ACNUR en Bulgaria. La entrada masiva comenzó en agosto: 300 personas diarias en un país hasta entonces de emigrantes. “Hace dos años la inmigración aquí era cero”, cuenta Elena Gerdzhikova, inspectora de la Policía de Fronteras búlgara. En 2013, según sus datos, se detuvo a más de 11.000 personas (igual que en Grecia, aquí es delito cruzar la frontera). Los hoteles de la región están al 100% de ocupación, debido a un despliegue de 1.500 policías. Hace poco, el Gobierno anunció la construcción de una verja. La barrera aún no se ha levantado. Pero en 2012, cuando se cerró Grecia, y probablemente ya se olían las consecuencias, se cosieron 60 kilómetros de frontera con Turquía (tienen 274) con cámaras térmicas y sensores de movimiento. El perímetro se vigila desde una sala de acceso restringido con 16 pantallas. En negro, el bosque. Las personas, en blanco. Los funcionarios buscan objetivos desplazándose con un ratón. En la puerta de esta sala hay una pegatina de la UE. La misma que encontramos en el maletero de los Fiat de la Guardia di Finanza en Lampedusa y en la cabina de un avión de la Guardia Civil volando sobre el Mediterráneo. Las 12 estrellas de la bandera y el mismo mensaje: “Financiado por el Fondo de Fronteras Exteriores”. Una tarta de casi 2.000 millones destinada a ayudar a los países de la UE a garantizar “controles eficientes, de alto nivel y uniformes”, según un informe de la Comisión. Entre 2007 y 2009, España, Italia y Grecia se endosaron más del 50% del presupuesto. Un contingente de pegatinas azules en la frontera. Descubrimos una también en la caravana de Ahmed, donde cava su huerto.
En el campo de refugiados de Harmanli no solo hay contenedores de chapa. Se han habilitado tres edificios. Pero nadie quiere entrar en uno de ellos. “Tuberculosis”, avisan. Dentro se percibe el hedor intenso y picante del hacinamiento. En una habitación con cuatro literas y colchones en el suelo duermen 22 subsaharianos. Preguntan qué pueden hacer para abandonar Bulgaria. Como si hubieran caído en la casilla mala del juego migratorio. Un marroquí explica: “Los que entran por aquí son los que no tienen dinero”. Bulgaria a pie. La opción barata.
Subimos al piso de arriba, desde donde un almuecín llama al rezo. Tras unos baños destruidos, en otra habitación, un afgano joven, con una costra purulenta en el labio, cuenta su historia. En su provincia, dice, no hay Gobierno, no hay leyes. Hay talibanes, y los talibanes mataron a su padre. Gazni es la provincia. “Destruyeron la casa, la granja. Porque piensan que amamos que venga la gente de fuera. Amamos la libertad, somos humanos. Aunque creamos en cosas diferentes. Tengo 18 años. En 2007 escapé ilegal a Irán. De Irán llegué ilegal a Turquía. Quiero entrar en Schengen”. Se llama Jalad Gwlzar. Trabajó como segundo traductor para el Ejército de Estados Unidos. Frente a él asiente Iftikhar Khaiy, paquistaní. Su viaje es aún más largo. Entró a pie por Grecia en 2006. Lo detuvieron. Lo dejaron libre. Volvieron a detenerlo. Lo expulsaron. Ha vuelto a intentarlo, esta vez por Bulgaria. Según sus cálculos, ha pasado dos años y cuatro meses en algún tipo de confinamiento para extranjeros en la UE. Dice: “Europe is good [Europa está bien]”. Y cuando salimos de la habitación, el almuecín ha dado paso a música de bajos graves. En la pista frente al edificio se juega un partido de fútbol. Siria contra África. De pronto, la base militar recuerda a una escuela en el recreo. Hussain nos explica que han formado ocho equipos entre los internos. Hay enfrentamientos cada día. Compiten todos. Gana uno. Y vuelven a empezar de nuevo.
Igual que las pegatinas y las vallas y los militares y las familias de sirios, vimos una pelota rodando en cada frontera. A uno y otro lado. En el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla, por ejemplo, formaron hace tiempo una escuadra, según nos contó Carlos Montero, su director. Juegan en primera división regional. El CETI de Melilla contaba con 1.006 internos cuando lo visitamos a finales de enero, antes de los saltos masivos del último mes (casi se ha doblado esa cifra). Mientras su director nos guiaba por el lugar, con síntomas de estar ya desbordado, nos comentó una peculiaridad del equipo: cuando la plantilla comenzaba a cohesionarse, se les iba a la Península algún jugador. Uno también puede verlo de otra forma: enseguida llegan nuevos fichajes. En el Gurugú, el monte marroquí donde aguardan los subsaharianos para saltar a España, también se juega al fútbol. En un campo de tierra, escondido entre eucaliptos. No es fácil llegar allí. Cruzamos la frontera de Melilla a Marruecos un domingo sacudido por un tiempo de perros. El Gurugú se ve casi desde cualquier rincón en kilómetros a la redonda, verde, rocoso e imponente, como un vigía milenario. En este pedacito de España en África, de unos 12 kilómetros cuadrados, uno convive con él en el cogote igual que se acostumbra a la triple valla de seis metros-tres metros-seis metros, adornada con guirnaldas de navajas, una mancha brumosa en el rabillo del ojo.
Al otro lado del paso de Beni Enzar, tomamos una carretera monte arriba y aparcamos a mitad de camino. Continuamos a pie. El asfalto serpentea hacia la cumbre primero entre matojos hasta que la vegetación crece y se vuelve un pinar que el viento doblega. Nos habían puesto sobre aviso de un control de policía marroquí. Cualquier interés en los inmigrantes es, en este país, sinónimo de problemas. Quizá sea gracias al viento. Quizá solo casualidad. El caso es que pasamos junto al todoterreno y la tienda de campaña sin que nadie nos dé el alto. Abandonamos de un salto la calzada y nos adentramos en el bosque. Se ven caminos recién pisados. Una escalera hecha a mano con ramas largas descansa sobre la hierba. Seguimos un sendero al interior de la montaña. De entre el bosque surgen cinco caras negras. Saludan. Dicen que son de Malí. Que van a cortar leña para avivar el fuego. Indican el camino hacia el campamento. La trocha desciende y vuelve a ascender hasta una peña pedregosa coronada por eucaliptos. El viento agrieta las hojas y suenan como cascabeles.
“En verano se
veía un éxodo
sirio cruzando
de turquía a
bulgaria”, dice
un ‘frontex’
Un grupo, sentado en torno a un fuego sobre el que hierve una marmita, se abre. Los ojos asoman como faros entre gorros y capuchas. Nos envuelve el olor de la leña. De la hoguera saltan hormigas incandescentes. Nos reciben como si fueran una sola voz que habla en plural y dice que vienen de Malí, de Senegal, de Ghana, de Guinea-Bissau, que tienen entre 25 y 30 años. Que algunos llevan cuatro años aquí. Y han intentado saltar la verja. Unos lo han logrado, pero la Guardia Civil los ha devuelto por una pequeña puerta. Que son muchos bajo los árboles. Más de cien, quizá mil. Y sobre todo comen arroz. Y pan. Pero en la marmita esta noche hay tripas que han sacado de la basura. Descubren la tapa y el guiso es amarillento. Dicen que Médicos Sin Fronteras solía venir por aquí. Pero últimamente están solos. “Con Alá”. Que dejaron su país porque hay guerra. Hay hambre. Hay paro. Que su sueño es trabajar. Tener dinero y dárselo a su familia. Dicen que a los policías marroquíes les llaman “alís”.
Y si los alís les cogen les llevan a Oujda, en la frontera con Argelia, pero antes les roban. Y vuelven a empezar “con cero francos” y caminan cinco días para regresar al bosque. Sienten la obligación de seguir intentándolo. Duermen bajo lonas a las que llaman “búnker” y que parecen tiendas de campaña cuyas costillas son ramas atadas, y las paredes, unas piedras apiladas en torno a un hoyo. Duermen sobre la tierra. Dicen que tienen frío. Que la Guardia Civil a uno le ha partido la mano. Y a otro, el brazo. Pero que si al cruzar la valla te hieres, han de llevarte al hospital. A veces hay muertos. Que aquí arriba todos son uno, y el problema de uno es el problema de todos. Que tienen el mismo color y quieren ir a España. Y en ocasiones descienden a Nador y piden dinero para comer. Que si uno se rompe una mano se va a quedar así, con la mano torcida, porque no tienen medios para sanarse. Suelen comer una vez, cuando cae la noche. El agua la cogen de una fuente. Dicen que el alambre de la valla corta. Que quieren entrar y van a trepar, y si se cortan, se cortan. La barrera no les va a frenar. Que cuando entran han de esquivar a la Guardia Civil y correr al CETI o a la policía. Como si jugaran al rescate. Que hay buenos jugadores de fútbol, unos “pequeños Cristianos”. Que a veces aparece la policía marroquí de madrugada. Y gritan “¡police!” y salen corriendo. Y se esconden. Y dicen que también hay mujeres. No muchas. Y a ellas también las golpean. Que hasta la valla son 15 kilómetros. Siete horas de marcha. Porque se desvían y se esconden. “Duro, ¿verdad?”, dice la voz. El círculo vuelve a cerrarse en torno a la marmita. Más abajo, vemos el campo de fútbol. Y cientos de tiendas de lona, violentamente agitadas por el viento, y decenas de grupos en torno a un fuego y a una marmita. El asentamiento se prolonga hasta un cortado en la montaña. Desde el acantilado se ve Nador y al fondo Melilla y más allá el Mediterráneo.
El Mediterráneo. En este mar de aguas fronterizas se mezclan muchas cifras. Unas hablan de entre 15.000 y 20.000 muertos desde que Europa levantó los muros de Schengen (1985). Los últimos datos de la agencia Frontex, del tercer trimestre de 2013, dicen que Italia es el primer receptor de inmigrantes: más de 22.000 personas sorprendidas entre julio y septiembre, atravesando el agua; una pequeña fracción de las 700.000 interceptadas en los últimos cinco años a las puertas de Europa. La ruta del Mediterráneo central suma, en estos momentos, más del 50% de todas las entradas ilegales en la UE; la mayoría son sirios, eritreos y egipcios. Entre ellos no se incluyen los supervivientes del pasado 3 de octubre. Ese día, una cantidad indeterminada de eritreos, probablemente más de 366, se ahogaron a las puertas de Lampedusa, en un naufragio que colocó la isla en el mapa: mucho más cerca de Túnez que de Italia. Tan pequeña que uno puede caminar del aeropuerto al centro.
Cuando aterrizamos en esta diminuta costra de color tostado, solo quedan los restos de las noticias. Pero esos restos están al aire. Junto al puerto se han ido acumulando los pesqueros de inmigrantes sacados del mar. Cascos rojos, blancos y azules apilados unos sobre otros como los juguetes de algún dios caprichoso y despiadado. Listones de madera abombada. Clavos destiñendo óxido. Zódiacs despanzurradas como una tortilla. En una casa se ha abierto el Museo de las Migraciones, algo parecido al cementerio de barcos, pero a nivel micro. Pedazos de vida. Entre las baldas de la sala hay un documento raído de la Embajada de Eritrea en Libia. Coranes, biblias. Saquitos de tierra del país de origen. Zapatillas sueltas. Mientras lo recorremos, uno de sus fundadores, Giacomo Sferlazzo, va contando: “Crearon la imagen de que Italia está siendo invadida. Y entonces vino Frontex”. Latas de Coca-Cola, de fruta, de sardinas, ollas renegridas, medicinas, un neceser. “¿Y hablamos de concederle el Premio Nobel a la isla? La migración va a seguir”. Flotadores, un motor de barco, cuchillas de afeitar, un cepillo de dientes. “¿Por qué huyen estas personas? ¿Por qué aumenta la producción de armas y su venta en el mundo?”. Un biberón con las orejas de Mickey. Leche en polvo. “No es solo por los migrantes. Es una estrategia de militarización de los confines”.
No solo se mezclan las cifras en el Mediterráneo. Tras la tragedia de Lampedusa, también se cruzan las comunicaciones de quienes lo patrullan. Y en ellas la palabra “contacto” se pronuncia en varios idiomas. En todos quiere decir lo mismo. El comandante Stefano Frumento, al mando de la fragata Grecale de la Marina italiana, la dice por radio en italiano cuando el helicóptero corta el aire con sus aspas y flanquea la nave a estribor. El puente de mando se ha convertido en un ir y venir de personas y alarmas y mensajes de voz galvanizada. “Tenemos un contacto”, dice Frumento. “Muy probablemente migrantes”. Una voz craquelada desde el helicóptero: “Elevado número de personas a bordo”. La fragata ha puesto a funcionar una de las turbinas. Abre una zanja blanca en el plato oscuro. “Ojos abiertos”, ordena el comandante, “estamos a 20 millas”. Y la voz de nieve en la radio: “Son más de 50 personas […] embarcación de madera […] azul con raya horizontal blanca”. Al comandante se le ve fresco y pulcro. Son las 8.30 del martes 11 de marzo. Probablemente ya se haya ejercitado. Un navy seal italiano. Fibroso. Con los ojos hundidos y amarillos como los de un buitre. Tiene 42 años, dos hijos, 205 personas a su cargo en este buque de acero de 123 metros. Construido para la guerra submarina. Equipado con sónar, torpedos y misiles. Reconvertido en barco de rescate en la Operación Mare Nostrum. Un escudo italiano de cinco naves bélicas patrullando del canal de Sicilia al mar Líbico. Para evitar otro desastre a sus puertas. Frumento luce una cicatriz en la mandíbula. También él tiene recuerdos de una alambrada. Se coloca la gorra azul marino. A proa comienza a distinguirse un puntito. “¡El mayor número de salvavidas posibles!”, grita tras los prismáticos. Y luego, para sí mismo: “Son muchos, muchos, muchos”.
Ya hay una lancha de goma en el agua, de camino a la embarcación. El comandante exige: “Número de hombres y mujeres. Condiciones de seguridad. Reportadlo cuanto antes”. La patera flota como si llevara años esperando en ese punto. A través de los prismáticos, su interior resulta confuso. Se ven muchos ojos, cientos de personas, brazos y caras asomando en la cubierta. “150, 170 personas […] 10 niños, 10 mujeres”, dice la radio. “¡Declarado evento SAR [búsqueda y rescate]!”, notifica el comandante, y una motobarca se aproxima y lanza bolsas con salvavidas. Y enseguida se sube al pesquero el director de máquinas, vestido con neopreno, para organizar el rescate. Grita: “¡Tranquilos! ¡Ahora estáis en Italia!”.
Comienza el trasvase de la patera a la motobarca. En grupos de 20, la llenan y los acercan hasta la fragata, descargan y vuelven a por más. Los inmigrantes trepan por una escalerita a la cubierta del Grecale. El primero en subir es un niño sirio de pelo revuelto. Los militares se lo pasan de mano en mano y el bebé emite un llanto ronco que no parece salir del pecho de un niño, sino de las entrañas de la tierra. “¡Mamá!”, grita el siguiente, y estira las palmas para alcanzarla. Detrás suben a las mujeres. Y mochilas y maletas. Un subsahariano. Un paquistaní. Muchos sin zapatos. Pisan en una bandeja con desinfectante. Caminan hasta la popa. Les colocan una pulsera con un número. Los sientan a los pies del helicóptero.
"Embarcación
azul con raya
horizontal
blanca ..."
Los tapan con mantas térmicas. Toda la tripulación actúa como un reloj de precisión. El rescate prosigue. Nos dejan acercarnos. Un palestino en la proa levanta los dos dedos en señal de victoria. Un subsahariano se santigua cuando lo lanzan a la motobarca. El director de máquinas encuentra un teléfono con conexión vía satélite. Una brújula. La embarcación mide unos 15 metros. Tiene un compartimento interior. Acaban saliendo 219 personas.
En apenas una hora, la popa de la fragata se ha convertido en una alfombra humana. Se ven rostros deshechos. Caras de incomprensión. Uno se ha quedado dormido. Un militar menea la cabeza: “Hacen un contrato para la muerte. ¡En filas de siete, my friend!”. Un recién llegado reza. Otro canta. Ojos inyectados. Ropas mojadas. Callan y miran y piden con ansia ir al baño, un inodoro con un tubo que desemboca en el mar, cerrado por una cortina. Les reparten agua y galletas. El comandante se arrodilla y explica que han de beber despacio porque están deshidratados.
Hacia las 15.00, comienza el trasvase de inmigrantes a otra nave militar, la San Giusto, de mayor capacidad. Se les traslada en una embarcación auxiliar que recuerda a las empleadas durante el desembarco en Normandía. Van todos de pie y se mueven sus cabezas con el vaivén de las olas, y penetran en la panza de la San Giusto por una abertura en la popa, que va a dar a lo que llaman “hangar”. Una especie de garaje profundo. Recuerda a esos lugares irreales, con luz pálida, que se ven en las películas de submarinos. Se ha dividido en estancias con cuerdas y lonas de plástico. Colocan a los recién llegados en fila. Entran de uno en uno por un acceso custodiado por militares armados. Se les pasa por el cuerpo un detector de metales. Se les requisan sus efectos personales. Los sientan sobre unos cartones en el suelo. Delimitados por una cuerda. Luego vuelven a llamarlos y acceden a otro espacio donde se encuentra la policía. Por una ranura se ven mesas donde entrevistan a los recién llegados. Y el fondo para hacer una foto, con un metro al lado para determinar la altura. Un tipo de piel morena posa con el número 48 en el pecho. Luego continúan hasta otra sala donde les toman la huella dactilar, y esta aparece en grande en la pantalla de un ordenador.
Encontramos al palestino que hacía la señal de victoria sobre los cartones. Se llama Elian Salah Shreem. Suda. Pregunta si puede negarse a poner la huella. Sabe que puede causarle complicaciones si luego quiere viajar a otro país de la UE. La normativa establece que debería ser devuelto al lugar por el que entró. Añade que su viaje ha durado nueve años. Tiene 33. Ha conocido muchos muros. “Cuando los construyes, las personas dejan de ser humanas. Las conviertes en fuego. Y no hay agua en el mundo que pueda apagarlo”. Las gotas de sudor se le agolpan en la frente.
Delante de él, en una de las lonas se lee “Mujeres y niños”. Dentro, miembros de ACNUR entrevistan a un grupo de mujeres sirias. A su lado, los niños se entretienen con juguetes. La conversación la guía una joven llamada Hanín. Tiene 20 años, lleva un pañuelo rosa. Dice que pagaron 6.000 dólares (4.300 euros) para embarcar cinco personas desde Zuwara, ciudad libia al oeste de Trípoli, rumbo a Sicilia. No eligieron el tipo de barco. Primero pasaron tiempo retenidos en una casa. Hasta que los llevaron a la playa. Y allí les hicieron meterse en el agua y subir a una lancha de goma con 25 personas. Los llevaron a otro barco. No era de hierro como les habían dicho. Pero ya estaban en el mar y se sentaron y se callaron. Tenían miedo de los africanos. Les dijeron que iban a ir solo con sirios. Los africanos viajaban en el piso de abajo. Salieron a medianoche. No hablaron con nadie. Se mareaban y vomitaban. No rezaron porque no estaban limpios. Llevaban un Corán. Navegaron de noche.
Un bangladesí de 29 años, Mohamed Anamul Haque, añade que cuando vio el barco en el que viajaría, quiso echarse atrás. “Te obligan. Te gritan: ‘¡Sube!’. Son una mafia. Van armados”. Los del piso de abajo gritaban pidiendo estirar las piernas y más oxígeno. Nadie durmió de noche. Nadie fue al baño. Cuchicheaban. Tuvieron miedo de morir. Había un capitán. Nadie confiesa quién de ellos es. “Secreto”, dice un paquistaní. Se durmieron de madrugada. Los despertó un helicóptero.
Según el recuento oficial, en la embarcación viajaban sobre todo hombres (198). Las mujeres y los menores, una veintena, eran sirios. La nacionalidad mayoritaria, paquistaní (100 personas); seguida de 46 sirios (entre ellos, seis familias), 17 marroquíes y 14 nigerianos. Y un dato atípico: cuatro nepalíes.
Todos duermen sobre cartones. Los militares los despiertan. Se los llevan a un nuevo buque, más pequeño y rápido, rumbo a Sicilia. Para trasladarlos, los suben a la embarcación auxiliar, y los inmigrantes salen por la abertura en la popa y dicen adiós con la mano. Y el almirante Guido Rando, al frente de la Operación Mare Nostrum, dice: “Italia hace lo que puede. Pero es un problema europeo. Un asunto demasiado grande que ha de ser resuelto a nivel diplomático. En los países de origen. Nosotros solo evitamos muertes”. Cuando le preguntamos qué es exactamente este barco, añade: “Es una frontera marítima de la Unión Europea”.
En 15 horas, los rescatados avistarán Sicilia. El último trayecto se volverá un interrogatorio constante. Uno confiesa que ha dicho que es sirio, pero en realidad es tunecino. Quiere saber si le traerá problemas. Una siria pregunta si podrá estudiar en Alemania. Otro nos pide que palpemos su ropa. Sigue mojada. Un oficial de la Marina comenta que, desde que comenzó la operación a finales de octubre, han sacado a casi 10.000 personas del agua. Un niño imita a un marine y el infante le saca la lengua. Otros cogen los guantes de látex que los europeos se enfundan para tocarlos y los inflan y juegan con ellos como si fueran globos. Atardece y un aire frío golpea la cubierta. Se cubren con mantas en grupos de dos y tres. Cuando asoman las primeras luces de Sicilia, casi todos duermen. Un marroquí, un tunecino y un sirio, asomados a babor, se preguntan desde qué distancia les sería posible alcanzar la costa nadando.