La cara detrás del dato

Solo en Castilla-La Mancha 303 sanitarios vacunan contra la covid a jornada completa.
Míriam Ureña es enfermera en Toledo y hoy pinchará a 260 personas. Así es su día a día.

“No se puede desperdiciar ni una”

  • Texto: Juan Diego Quesada
  • Fotografía: Olmo Calvo
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Cuando todavía es de noche en Esquivias, Toledo, Míriam Ureña enciende la luz de la cocina. En la encimera prepara un sándwich para sus hijos. Los deja temprano en el aula matinal, abierta una hora y media antes de que empiecen las clases. Esta madre joven y con tres tatuajes, enfermera de profesión, tiene un largo día por delante: va a vacunar contra la covid-19 a 260 personas.

Fue la primera enfermera que puso la vacuna en la provincia de Toledo. Su cara salió en la primera plana de los periódicos regionales. Desde entonces, no ha parado de recorrer en coche residencias y ambulatorios. Una tropa de sanitarios ha administrado ya en España casi 1,5 millones de dosis (a viernes 29 de enero). Solo en Castilla-La Mancha hay 303 médicos y enfermeras vacunando gente siete horas al día, cinco días a la semana.

El primer día Míriam vio que en cada vial sobraba algo del fármaco de Pfizer. La orden era utilizar cinco dosis de cada vial, pero la enfermera, por deducción propia, vio que era posible extraer seis. Le dolía tirar a la basura un frasco sin acabar, con la escasez que hay en todo el mundo. Después la Agencia Europea del Medicamento recomendó aprovechar esa sexta dosis. Ureña, de 34 años, había sido pionera.

Un ultracongelador mantiene las vacunas a 80 grados bajo cero en el hospital Virgen de la Salud, en Toledo. Las enfermeras recogen aquí los viales que la noche anterior se descongelaron. El lugar sirve como base de operaciones.

Las vacunas viajan en el maletero. Ureña hace equipo con Laura Moreno, médica de 33 años. Comenzaron a trabajar juntas en marzo. Vivieron las muertes, la soledad, el silencio en la calle cuando iban a un aviso. Ahora son inseparables. El coche es el escenario de su amistad. Ureña al volante como conductora atenta, Moreno de copiloto despistada. La radio de fondo.

La policía escolta el coche donde van las vacunas hasta que sale de los límites de la ciudad. A partir de ahí vuelan solas. Si una banda de atracadores les cortara el paso, pistola en mano, no se resistirían, pero antes les darían una clase rápida de cómo ponerse la vacuna. “No se puede desperdiciar ni una”.

La enfermera tarda más en preparar la vacuna que en ponerla. 1,8 mililitros de suero y 0,3 de vacuna. Listo. El pinchazo es solo un gesto en el que se demora apenas uno, dos segundos. “No es nada”, consuela a la gente asustada. Pero ella misma le teme a la aguja. Para recibir la dosis de Pfizer se tumbó y se tapó los ojos.

Ureña vacuna a los sanitarios del centro de salud de La Puebla de Montalbán (Toledo). Antes de pinchar a Luisa María Jane aguarda unos segundos porque a la médica se le han empañado las gafas. Llora al recordar a los 31 vecinos que ha visto morir en el pueblo donde ejerce. Se acuerda de todos, con nombres y apellidos. Lamenta que ellos no llegaran a vivir esto.

Al acabar repasan las estadísticas en un programa informático, Turriano, donde aparece el historial médico de todos los ciudadanos de Castilla-La Mancha. Les han sobrado un par de viales y bromean en alto, dirigiéndose a la sala vacía: “¡Alcaldes, vengan con sus familias a vacunarse!”.

En la residencia Quijote y Sancho esperan a las sanitarias con expectación. Aquí murieron muchos residentes y este puede ser el final de ese triste episodio, porque los ancianos y los trabajadores van a recibir la segunda dosis. Entran por la puerta con el arrojo de Batman y Robin.

Un hombre de 98 años que estuvo grave en la UVI, una señora a la que le encanta Manolo Escobar, un anciano con una gorra de Carrefour, un fanático de Chiquetete y un matrimonio que comparte habitación. Ellos reciben la segunda dosis. Hay algo hipnótico en verlos vacunarse, en ser testigo de un momento íntimo de sus vidas.

Ureña maneja en todo momento el escenario. En centros de salud como este de Torrijos, los sanitarios se agolpan en la puerta y arman escándalo. La enfermera se sube a una mesa para pedirles que hagan caso a los carteles de silencio que inundan el ambulatorio. Después del rapapolvo no se oye una mosca.

La de Ureña es una vocación tardía. A los 26 años, sin empleo y sin el bachiller acabado, se quedó embarazada de su segundo hijo. El médico le diagnosticó un embarazo de riesgo. En las visitas al hospital descubrió de cerca el trabajo de las enfermeras. En los siguientes años se sacó el graduado para mayores y obtuvo el segundo mejor expediente de su promoción. “Moriré enfermera”.

El reencuentro con los hijos en casa. Oficialmente su horario de trabajo es de ocho a tres, pero no acaba hasta que ha puesto la última de las vacunas programadas ese día. 100, 200, 300. El sentido del deber.

Míriam almuerza a las cinco de la tarde. Un momento de paz. Cuando soñó ser enfermera nunca se imaginó peleando en primera línea contra una pandemia mundial que ha matado a más de dos millones de personas en el mundo. Ella carga el remedio en la parte trasera del coche. Al acabar deja el plato en el fregadero. Le espera una clase virtual de pilates.

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