La cara detrás del dato

Relatos visuales sobre las personas que hay tras las cifras.
El 40% de las familias que acuden a Cáritas Madrid lo hacen por primera vez.

“Nunca habíamos pedido ayuda y ahora no vemos salida”

  • Texto: Nacho Carretero
  • Fotografía: Álvaro García
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Las peticiones de ayuda básica (alimentos, gastos de vivienda y medicinas) se han triplicado desde que comenzó el confinamiento. Lo avisa Cáritas en Madrid. El 40% de las familias que acuden a ellos lo hacen por primera vez. Esta es la historia de una de esas familias. La de Edwin, Rosmery y sus hijos.

Rosmery Areste y Edwin Tarasana, peruanos, se instalaron hace unos meses en Navalagamella, un pueblo de 2.000 habitantes a 55 kilómetros de Madrid con mucha población migrante. Con ellos, sus cuatro hijos: Diego, de 12 años, Carolina, de seis, Lucía, de cinco y Tiago, que acaba de cumplir dos. Cristina, hija de una relación anterior de Edwin, también vive con ellos junto a su pequeño Allen, de dos años, que padece síndrome de West. Se reparten en tres habitaciones para dormir.

Una gran televisión siempre encendida es el núcleo de la casa. Más todavía cuando se sale poco y la convivencia de ocho personas es impuesta e inevitable. Mientras se preparan comidas, se hace limpieza o se recoge la ropa, la pantalla mantiene relajados a los pequeños durante la mañana.

El colegio de Diego y Carolina les ha dado una tablet, pero es difícil hacer los deberes con ella y cada semana el centro les envía las tareas impresas. “Si tuviéramos ordenador sería más sencillo”, dice Rosmery. “Espero que esto no les perjudique cuando regresen a las clases. No quiero que se queden atrás”.

Rosmery conoció a Edwin en 2010. Su relación fue una batalla por abrirse camino. Hace unos meses se trasladaron a esta casa. Él consiguió trabajo de camarero en una estación de servicio y ella como limpiadora en el Ayuntamiento. En casa entraban 1.500 euros al mes. Había meses que hasta 1.700. Tras años de lucha, habían logrado estabilidad.“Después llegó esto, y se nos ha vuelto a caer todo”, explica Edwin.

“Al principio pensé que iba a ser leve”, dice Edwin sobre la pandemia. Acaban de aprobar un ERTE en su empresa y todavía no ha cobrado nada. Rosmery fue despedida el primer día de confinamiento. En abril se encontraron con un problema: no entraba un solo euro en casa. Con ocho bocas que alimentar, tuvieron, por primera vez en su vida, que pedir ayuda. A mediodía se prepara con una mascarilla para ir a recoger la comida.

“Tuve también que llamar a la casera para pedirle que nos retrase el pago del alquiler”, cuenta Rosmery. “Me dijo que no me preocupara. Me dio mucha vergüenza”. Relata su historia mientras recoge las bolsas con los menús de Cáritas. Se los entregan voluntarios de Protección Civil. Uno de los chicos se aparta la mascarilla y explica: “Es una avalancha. Tremendo. Solo en este pueblo atendemos a 30 personas”.

“En 2008 lo vimos llegar, pero esto ha sido un tsunami que nos está revolcando a todos”, explica Javier Hernando, secretario general de Cáritas Madrid. Rescata un informe de octubre en el que se advertía de que el 16% de la población en España tenía un nivel de vida básico, es decir, que el más mínimo imprevisto les dejaba sin nada. “Ha ocurrido”.

Los datos de Cruz Roja abundan en el pesimismo: desde que comenzó el confinamiento han solicitado ayuda un 45% más de personas que en el mismo período de 2019.

El menú que Rosmery ha recogido en el centro de Protección Civil es el que se reparte en los aviones: pequeños envases de aluminio con una empanadilla y pasta. Son las dos de la tarde.

Una de las habitaciones de la casa vive un drama paralelo que nada tiene que ver con la covid-19. Cristina, la hija de 23 años de Edwin, pasa las 24 horas del día con su hijo Allen desde que nació. El pequeño, de dos años, sufre una enfermedad rara que afecta al desarrollo cerebral. Es ciego y convulsiona o se atraganta con frecuencia. A la hora de la comida, Cristina sale a por su ración de comida y vuelve otra vez a la habitación. Después le da el biberón a Allen. “No sale jamás de ahí. Ni antes del confinamiento”, susurra Rosmery.

Edwin no duerme. De dónde vamos a sacar dinero es la pregunta que no sale de su cabeza. Gira y gira en interminables noches en vela. “Yo me duermo cuando amanece. Por puro agotamiento”, dice. “Estamos agobiados”, añade Rosmery mientras se sienta en la mesa a comer. Edwin padece del corazón y la tensión de estos días ha instalado un dolor en su pecho que no logra disipar.

Mientras la casa guarda silencio después de la comida, con los niños relajados viendo la televisión o el móvil, Rosmery piensa en voz alta: “Una cosa de esto es que no dejas de pensar. Y te duele la cabeza. Tengo que dejar de pensar porque necesito estar bien. Tengo que cuidar de mis hijos”.

Los niños pasaron semanas sin salir de casa desde que comenzó el estado de alarma. Los pequeños juegan y enseñan sus juguetes. “Afuera está el coronavirus y te manchas”, dice Lucía, de cinco años.

“Yo no me imaginaba esto”, dice Rosmery. “Siempre me las arreglé. Hemos pasado algunas dificultades, pero siempre teníamos soluciones. Nunca pedimos ayuda. Ahora no vemos salida. Jamás pensé que podía acabar en esta situación”. Cuando el sol cae, la familia se reúne frente a la televisión. En un programa cuentan, divertidos, que un popular modelo se ha quejado en redes sociales porque una tortilla que encargó a domicilio tardó más de la cuenta. Si uno se fija en los ojos de Rosmery ve que no está mirando la pantalla. Sigue pensando.

La cara detrás del dato

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