La cantante sudanesa Alex estaba en el visor de la policía de su país por ser mujer trans y cantar. La guerra de Siria precipitó la huida de Hala y su familia. Las fuerzas bolivarianas de Venezuela encañonaron al hijo de Yoly por negarse esta a acatar órdenes en su empresa, intervenida por el régimen, según sus testimonios. Las tres confluyen en Refusión Delivery, un restaurante en el que dejan de ser refugiadas y encuentran estabilidad en el país de acogida. Cocinan platos autóctonos, cuentan historias de su tierra y recuerdan a los familiares que se quedaron atrás.
ALEX
Sudán
YOLY
Venezuela
HALA
Siria
estas son sus historias
Las imágenes de Alex se han pixelado para preservar su anonimato
REFUGIADA
POR MOTIVOS
DE GÉNERO / LGTBI
Un día estaba cantando en una fiesta en Jartum, vino la policía y me detuvo. Me acusaban de ser homosexual y de actuar como las mujeres. En el calabozo me golpearon y me violaron. Conseguí un pasaporte falso por 700 euros y hui a Madrid. En Sudán te matan si perteneces al colectivo LGTBI
E l 10 de mayo tiene examen de español. Uno importante. La sudanesa Alex Madiena ha iniciado los trámites para obtener la nacionalidad. Nacida en Jartum, esta mujer trans de 24 años abandonó Sudán en 2014 porque en su país "está permitido que te maten por ser así, trans”. Ser homosexual es ilegal en 77 Estados, según Acnur. Seis de ellos, entre los que se incluye Sudán, lo castigan con la pena de muerte. Muchos de estos países no distinguen entre homosexuales o transexuales. Mitad ilusionada, mitad fatigada, Alex cita de carrerilla las tasas que tiene que pagar para solicitar el pasaporte español: 135 euros el examen de lengua, 88 el de cultura, 100 la jura de la Constitución, 350 para un abogado privado si quiere que el proceso no se dilate… “Cuando obtenga la nacionalidad me gustaría volver a ver a mi madre y a mi hermana. Y sobre todo me va a permitir vivir más tranquila. Estar más protegida”, cuenta mientras bolea unas kuftas, albóndigas de ternera, en el restaurante madrileño Refusión Delivery, donde comparte cocina con otros cuatro refugiados.
Errante en su formación y en su trabajo, esta cantante apasionada completó un curso de peluquería, otro de maquillaje y un tercero de baile, fue camarera y vendió comida casera de su país por la calle en el barrio madrileño de Chueca. Se apuntó al instituto para sacarse el graduado escolar pero lo dejó. “Sufrí transfobia”, afirma con frases cortas reclinada sobre la barra del restaurante que sirve platos de los países de donde proceden los refugiados. Refusión le ha dado un contrato y cierta estabilidad. Trabaja a tiempo parcial a cambio de 650 euros desde hace medio año en este establecimiento ubicado en Tetuán que solo emplea a refugiados. El 20,12% de los habitantes de este distrito del norte de Madrid son extranjeros, según el padrón municipal. Un porcentaje similar al que se registra en las zonas que más inmigrantes acogen en la capital, Usera, Carabanchel y Villaverde.
“Necesito mucho para estar contenta. No hablo de dinero. Necesito mucho”, afirma con aire pausado y tenue, como si cuidara la voz. Cariñosa, besa a todos al llegar. Su hermana en el restaurante es la siria palestina Hala, a la que conoció en el Centro de Acogida a Refugiados (CAR) de Alcobendas, y con la que se comunica en ocasiones en árabe. Alex se queja de lo complicado que es ser refugiada en España aunque al mismo tiempo no desespera. “He venido aquí a construir mi futuro”, describe. Distraída, se pone a leer un papel que cuelga de un corcho. “Me paro a leer cualquier cosa, me encanta. Me viene muy bien para aprender español”, explica. Pero lo que de verdad le gusta es cantar.
Alex canta una canción que ella misma ha compuesto
“Fui la primera trans en Sudán que salió con ropa de mujer a la calle”, afirma Alex, que dejó el colegio en Jartum cuando era adolescente para dedicarse a cantar. “Los conciertos en mi país no son como aquí, se celebran en la calle. Te contrata alguien y vas con tu grupo y tocas en la puerta de la casa”, rememora. “Venía a verme el barrio entero. Más de 100 personas. Ganaba bastante dinero”, explica mientras mezcla garbanzos con ajo y perejil para elaborar falafel. Cantar, precisamente, le valió la cárcel. Un día se presentó la policía en una fiesta y se la llevó presa. Se la acusaba de ser homosexual. En el calabozo la agredieron y la violaron. “A veces era mi padre el que llamaba a la policía para que me detuvieran. Me odia. Llevo seis años sin saber de él”, cuenta Alex Madiena, apellido que toma prestado de su madre para borrar el rastro de su progenitor. Su padre la pegaba y maltrataba a su mujer, a quien culpaba de que su hijo “hubiera dejado de ser un hombre”. Su madre huyó a casa de su abuela y ella salió del país.
Pagó 700 euros a un conocido por un pasaporte falso, un visado de turista y un vuelo a Madrid. Nada más llegar, en 2014, se trasladó a Países Bajos por carretera y vivió allí durante un año; pero fue devuelta a España. El Convenio de Dublín obliga a los refugiados a tramitar su solicitud de asilo en el primer país en el que registran sus huellas. “No sabía cómo era Europa, nunca me lo imaginé. Solo quería vivir en un lugar en el que estuviera protegida”, afirma. Alex pasó por el CAR de Alcobendas y vivió en Puerta del Ángel con su profesora de español y dos familiares de esta. “Con Hala salimos por Lavapiés o viene a mi casa o voy yo con su familia”, explica. En salas de Lavapiés, precisamente, ha dado conciertos. Ha participado en la exposición interactiva Siestas negras, que se celebró en el centro cultural Matadero hace año y medio, y ha dado clases de baile árabe como voluntaria. En el Orgullo de Madrid siempre actúa.
Alex vive en una nave en vía Carpetana, donde paga 100 euros por una habitación, junto con siete compañeros más del colectivo LGTBI. Una de sus mejores amigas, una mujer trans, ejerce la prostitución.
Alex pone el alma en el restaurante para que el negocio crezca, precise de más empleados y pueda sacar a su amiga de la calle.
REFUGIADA
POR MOTIVOS
POLÍTICOS
Un día las fuerzas bolivarianas [de Venezuela] amenazaron con una pistola a mi hijo porque me negaba a acatar órdenes en el trabajo. El régimen había intervenido la empresa eléctrica en la que trabajaba en el Estado de Carabobo. Pedí unos días de vacaciones, contacté con unas amistades en España y hui a Madrid con él
N o contentaba ni a unos ni a otros. La venezolana Yolanda Medina Yoly se hallaba en la inteligente pero a veces conflictiva equidistancia. Ingeniera de alto rango en una compañía eléctrica de Valencia (Carabobo), compaginaba su activismo pacífico contra el Gobierno de Nicolás Maduro con un comportamiento disciplinado en la empresa intervenida por este mismo régimen militar. “Me gané el odio de la oposición y de los chavistas”, afirma mientras recubre con una masa fina de harina un trozo de queso duro blanco para elaborar un tequeño en el restaurante madrileño Refusión Delivery, donde trabaja a tiempo parcial.
Yoly, de 52 años y carácter alegre, pertenecía al colectivo Amigos Unidos por Tazahal, un grupo de protesta formado a raíz de la muerte de las jóvenes Geraldine y Génesis a manos de la Guardia Nacional Bolivariana en Valencia en 2014. La rabia por la pérdida de sus vecinas se transformaba en marchas festivas, su forma de alzar la voz. A veces recurrían a pelucas o se tapaban para “cuidarse de la policía política” en las caminatas. La disidencia en la calle se convertía en obediencia en el trabajo. Yoly era la mano derecha del militar bolivariano que estaba al cargo de su empresa. Se plegó porque quería mantener el sistema eléctrico para que la gente no se quedara sin luz. “¿A qué incapaces les íbamos a dejar la gestión de algo tan importante?”, justifica esta mujer de 52 años, friolera, siempre ataviada con capas y capas de ropa.
Una baja por enfermedad la apartó de la empresa durante un largo tiempo. “Cuando me reincorporé me negué a firmar contrataciones que consideraba irregulares. Comenzó mi calvario”, relata a la vez que prepara la carne mechada de las empanadas venezolanas, una de las tres nacionalidades presentes en la carta de Refusión. La Guardia Nacional Bolivariana asaltó y encañonó a su hijo. Era el primer aviso. Yoly reunió 700 euros, contactó con los padres de un gran amigo suyo que había conocido en uno de sus viajes a Madrid a principios de los 2000 y a los 15 días estaba en España. “Conté que a mi hijo le había salido una oportunidad de estudiar en la Universidad Complutense”, afirma la cuarta de seis hermanos, criada en una familia humilde de Tocuyito, una ciudad del extrarradio de Valencia, a 167 kilómetros de Caracas.
Gabriel Alejandro, su hijo, estudiaba Publicidad en Carabobo antes de salir del país. Ahora cursa un módulo de FP. “Está encantado aquí”, resume Yoly, una mujer positiva y tranquila. De alguna manera ayuda su fe constante en algo. Bautizada como católica, hizo la transición al budismo a través del yoga. Imparte clases, de hecho, de meditación y acaba de conseguir un empleo a tiempo parcial como teleoperadora en una empresa de colocación, que compagina con la preparación de arepas y patacones. “Siempre menciono a Sumito Estévez como mi referente [un chef televisivo de Venezuela]. Tiene una calidad humana maravillosa”, destaca.
Yoly no descansa. Ducha en ciencias, imparte clases de matemáticas, física y química a niños de Primaria y de la ESO. Un día a la semana acude a Cruz Roja para enseñar ofimática a mayores a cambio de una “colaboración” en forma de comida o ayuda para el abono del metro. Antes, a su llegada, limpió pisos y cuidó a niños. “Se trata de no quedarme en casa y deprimirme”, explica. “El maná no te va a llegar del cielo”. Separada hace casi dos décadas, compartió habitación con su hijo durante los primeros ocho meses. Saltaban de casa en casa. Tras conseguir el permiso de trabajo al año y dos meses de aterrizar -“España no estaba preparada para la llegada de tantos refugiados de Venezuela”, recalca-, alquilaron un piso para ellos solos en Lucero (Carabanchel). Una amiga de su sobrina tuvo que alquilarlo a su nombre y otro amigo les avaló. A 5 de febrero de 2020, el número de refugiados y migrantes de Venezuela en el mundo es 4.810.443, según Acnur.
El barrio en el que vivía en Venezuela, Tazahal, es como Somosaguas en Madrid. Una zona próspera. Yoly tenía una casa de campo, que ahora “me la okuparon”. Y un local comercial, que el Estado le expropió. “No fue nada personal. Hicieron lo mismo con todos los de la zona”, comenta concentrada en utilizar la cantidad justa de masa para la empanadilla. Cercana y exquisita en sus formas, sale de la cocina para saludar a un vecino venezolano que vive cerca del restaurante, en el barrio popular de Tetuán. No conocía el sitio. Ha encargado un cargamento de comida para cenar con su familia.
Se trata de no quedarme en casa y deprimirme
Mientras prospera poco a poco en España, ha contratado los servicios de un abogado en su país para reclamar la pensión que le pertenece. Tenía una vida laboral de 23 años, le faltaban dos para alcanzar la jubilación. “La moneda no vale nada, con lo que me hubieran dado habría comprado un cartón de huevos como mucho. Pero quiero dejar constancia. Soy peleona y guerrera. A lo mejor algún día me reconocen lo que me pertenece”, afirma con mucha calma.
Yoly vuelve a mostrarse optimista: “Alguna vez todo volverá a estar bien”.
REFUGIADA
A CAUSA
DE LA GUERRA
Fui con mis padres y mi hermano pequeño a la boda de mi hermana mayor, que se casaba en Madrid con un español, y nunca más volvimos a Damasco. Regresar no era una opción. Las fuerzas de Al-Assad estaban bombardeando nuestro barrio
H ala es una refugiada nata. Lo ha sido en su país de nacimiento y lo es en el de acogida. “Pronto voy a dejar de ser un número para convertirme en una ciudadana”, afirma esta siria palestina nacida en Damasco y que, como medio millón de palestinos que viven en Siria, no tiene nacionalidad reconocida. Va a realizar los trámites para obtener el pasaporte español pronto. “Lo primero es solicitar un documento en la Oficina de Asilo y Refugio que se demora siete meses. Tarda mazo”, enfatiza esta mujer impetuosa de 29 años.
Hala llegó a España en 2013. Huyó de la guerra como otros 5,6 millones de refugiados, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur). Vivía con su familia en Yarmuk, un barrio del sur de Damasco que, constituido como un campo de refugiados, acogió a emigrantes palestinos y a sus descendientes tras la formación del Estado de Israel, en 1948. Yarmuk es punto de conflicto entre rebeldes y tropas leales al régimen de Al-Assad. Hala, sus padres y su hermano pequeño aprovecharon que la hija mayor se casaba en España y tomaron un vuelo a Madrid. Nunca más regresaron. “Los amigos de mi madre le dijeron que volver no era una buena idea”, cuenta tras terminar el servicio de comidas en el restaurante Refusión Delivery, donde ejerce de jefa de cocina.
Tras los fastos de la boda, llegó la resaca en forma de preocupación. El casamiento facilitaba a su hermana el acceso a la nacionalidad española y propició que el resto de la familia se asilara en España. “Los primeros días en Madrid estábamos muy preocupados, no sabíamos qué hacer. Teníamos miedo”. A la semana volaron a la ejemplar Suecia. El paro en España alcanzaba su pico durante la crisis, un 26%. “España estaba mal. No teníamos nada”, cuenta con ojos despiertos. Pero a los pocos días fueron devueltos a Madrid. El Convenio de Dublín obliga a los refugiados a tramitar su solicitud de asilo en el primer país en el que registran sus huellas. España en el caso de Hala.
“Volvimos tan felices”, recuerda, y hace un apunte sobre el clima. “El tiempo de Madrid es muy parecido al de Damasco. Luego está la gente, la cultura, el idioma. Somos más parecidos a los españoles”, comenta mientras prepara una ensalada foul a base de habas y garbanzos. “Me gusta el acento madrileño. Tengo acento madrileño, de hecho”, presume tras siete años repartidos entre Alcobendas, la localidad al norte de la capital donde se ubicaba el Centro de Acogida a Refugiados (CAR) que les acogió durante un año, y Carabanchel, donde vive junto a su madre y su hermano de 19 años –sus padres se separaron ya en España-. “Esta semana tenemos mazo trabajo”. Refusión abrió hace medio año y prepara comida para llevar a empresas y particulares o para actos de organizaciones no gubernamentales como Cruz Roja.
Tras abandonar el CAR de Alcobendas, los padres de Hala montaron el restaurante de comida siria Damasco en esta localidad a 20 kilómetros de Madrid. Hala ayudaba y aprendía el oficio. Y sacaba tiempo para emprender una lucha que la llevó a convertirse en la primera refugiada de cuya matrícula se hacía cargo la Universidad Complutense. “Soy artista antes que cocinera. No es un hobby, es mi identidad”, afirma delante de unos dibujos suyos que cuelgan de la pared del restaurante. Hala cursó el primer año de Bellas Artes en la Universidad de Damasco y pasó a segundo curso. Abandonó al mismo tiempo que huía de su país. Ya en España recorrió varias universidades públicas para hablar con rectores e impartir ponencias sobre la situación en Siria. Esta mujer con poderío en su discurso y en sus formas no se considera una luchadora de siempre. “Cuando vivía allí tenía energía pero no esperanza de conseguir grandes cambios. En España hay más libertad, no te meten en la cárcel por decir lo que piensas o acudir a la universidad a dar charlas”, afirma sin darse mucha importancia.
Todo lo que gano me lo gasto en tabaco y materiales para pintar
Hala consiguió matricularse en primer curso de Bellas Artes pero al poco tiempo lo dejó. “No tenía dinero para comprar material.
Tuve que volver a trabajar en el restaurante”. La Universidad Complutense de Madrid cuenta con un programa de acogida a refugiados, que facilita
su incorporación a las aulas o incluso les proporciona asistencia psicológica en su Clínica Universitaria de Psicología. Este curso han entrado
30 nuevos estudiantes refugiados, que se suman a los 11 ya existentes de años anteriores. Al personal docente se ha incorporado un profesor
visitante refugiado.
Ya en España sus padres se separaron, su madre enfermó de la espalda y cerraron el restaurante. Hala ha trasladado
su experiencia a Refusión, donde lidera la cocina por rango y por personalidad. Afirma dedicarse a lo que le apasiona. La cocina, desde que
entró en Refusión; las artes, de siempre. “Con la pintura me desahogo de toda la presión de la vida. Algún día me gustaría montar una exposición
con mis cuadros. Todo lo que gano me lo gasto en tabaco y en materiales para pintar”, relata mientras pega en la nevera un nuevo
pedido que acaba de entrar.
Hala está buscando una habitación en el barrio de Tetuán para independizarse y no tener que viajar desde Carabanchel cada día.
Sentadas en la misma mesa
Las diferentes historias de Alex, Yoly y Hala confluyen en el restaurante Refusión Delivery, un proyecto iniciado por cinco voluntarios de la asociación Madrid for Refugees para dar trabajo y estabilidad a refugiados
La intérprete de alemán Elena Suárez fundó junto con otros cuatro socios el restaurante Refusión Delivery. Ubicado en el barrio popular de Tetuán (Madrid), emplea en su cocina solo a refugiados. Esta idea de negocio surge de unas jornadas que organizaba la asociación Madrid for Refugees –a la que pertenecen los propietarios del establecimiento- y que consistían en contratar a refugiados de manera puntual para que cocinaran platos de sus países de origen. “Con Refusión, ya como negocio, formábamos una empresa autosuficiente en la que pudieran trabajar los refugiados de manera estable”, afirma Suárez, que estudió y vivió en Alemania 17 años.
Suárez, que trabaja en el Teatro Real como traductora, compagina la gerencia del restaurante con su marido alemán Thomas, que dedicó toda su vida a la aeronáutica. El trabajo de ellos dos consiste en atender detrás de la barra, en recibir los pedidos y en profesionalizar la operativa. Suárez explica la diferencia entre la idea primigenia de las jornadas esporádicas y el negocio actual, que emplea a tres refugiadas fijas y a dos en prácticas: “A veces es frustrante trabajar solo con voluntarios. Las iniciativas no terminan de arrancar. Por eso creamos una empresa con gente contratada. Existen unos horarios, hay una continuidad…”.
La idea inicial de Refusión consistía en elaborar comida para llevar a las oficinas. Por eso se instalaron cerca de las Cuatro Torres (una zona financiera que alberga muchas oficinas) del norte de la capital. La realidad es que el negocio ha mutado y ahora han abierto al público, además de continuar con el reparto a domicilio. Su clientela se compone de vecinos de Tetuán, uno de los distritos con mayor inmigración de Madrid, que pasan por la puerta y se interesan por el proyecto. Y los nuevos moradores de esta zona al norte y al oeste de la Castellana: diseñadores, publicistas y arquitectos.
Refugee Food Festival,
unas jornadas gastronómicas en las que una decena de restaurantes contratan a refugiados con la colaboración de Acnur, contó el
año pasado con la presencia de Refusión Delivery. Este proyecto, que fue creado por la asociación Food Sweet Food en París en 2016 y está
coorganizado en Madrid por la asociación Chefugee, ayuda a cambiar a través de la cocina la percepción que se tiene de los refugiados.