En Colombia nacieron 98.203 bebés de madres menores de 19 años en 2022. Al menos 4.226 de ellas tenían entre 10 y 14 años. Esta es la historia de Karina, una de tantas chicas que empezaron a maternar demasiado pronto
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La antigua habitación de Karina es hoy un trastero. Ese pequeño espacio en el que antes estaban sus libretas, pegatinas y muñecas, está hoy soterrado por kilos de arena y cemento para la construcción, la tarea que ocupa al abuelo de esta menuda y risueña niña de 15 años. Al dejar la escuela, con 13, le dijeron que no necesitaría tanto espacio. Un año después, cuando quedó embarazada, la echaron de casa. La habitación dejó oficialmente de ser suya; regaló los cuadernos, el uniforme y los libros. Ahora comparte sus juguetes con Jazmín Alexandra, su hija de cuatro meses.
“Criar no es fácil”, repite una y otra vez esta joven colombiana. “No tengas hijos”, le dice a su cuñada. Desde que sus abuelos la echaron de la casa, vive con la familia del papá de su hija, su exnovio Jhoiber Javier, de 21 años, en un humilde ranchito en la frontera entre Colombia y Venezuela, a 50 metros del puente que conecta ambos países. “Al menos tuve suerte con mis suegros”, dice. Jhoiber viene y va; apenas se hace cargo del bebé. “Las que cuidamos somos nosotras. Él tiene ya otra”, zanja molesta.
Los embarazos adolescentes son un mal que arrastra Colombia desde hace demasiado tiempo. Si bien el mayor acceso a anticonceptivos y una mejor educación sexual ha reducido las tasas de natalidad un 17% en el último lustro, sólo en 2022 nacieron 98.203 bebés de madres menores de 19 años. 4.226 fueron niñas entre 10 y 14 años.
El ambiente en el barrio es hostil. Además de las tienditas y fruterías, pasear alrededor de la casa es ver chatarrerías, un billar y decenas de trocheros que intentan ganarse la vida pasando mercancía de un país a otro. “Prefiero que se queden en casa”, dice temerosa Ivón, la abuela de Jazmín y matriarca de la familia. “Aquí pasa de todo y siendo ellas hembras… Me da miedo”, reconoce la venezolana. “Para nosotros, los migrantes, todo es más difícil”.
Para Catalina Escobar, presidenta de la Fundación Juanfe, que apoya a madres adolescentes a estudiar, el embarazo adolescente es “el peor generador de pobreza, exclusión y violencia que existe en el mundo”. “En Colombia, las niñas que dejan de estudiar para cuidar tienen el segundo hijo en menos de dos años. Y ahí ya quedó atrapada. Ese es el nefasto círculo de la pobreza”, explica por teléfono.
La vida de Karina le arrebató muy pronto la infancia. Su madre no pudo hacerse cargo de ella y sus diez hermanos y la abandonó en la calle cuando tenía apenas unos meses. Desde entonces, fue criada por sus abuelos y, de vez en cuando, por su padre, maternando desde pequeña a sus primas. Con 14 años empezó a planificar y un mes después quedó embarazada. Aunque no lo buscaba, nunca pensó en abortar. “Mi madre quiso abortarme, yo no iba a hacer lo mismo. Voy a criarla mejor que ella a mí”, cuenta.
Ivón es la mamá de todos en el barrio. Es la que peina a las vecinas, ayuda con las tareas, cocina (aunque lo deteste) y mima. “Hay veces que me provoca salir corriendo”, susurra cuando nadie la escucha. “Es duro porque a mí también me tocó muy joven, llevo toda la vida criando y cuidando”, reconoce, “pero si Karina no nos tuviera a nosotros, no tiene a nadie”. Desde que nació Jazmín, puede contar con los dedos de una mano las veces que ha visto a su familia.
A Eucaris Olaya, profesora asociada de la Universidad Nacional experta en políticas feministas, lo que más le preocupa de estos embarazos es la violencia y el abandono que suele haber detrás. “La gente normaliza la diferencia de edad entre las niñas y sus parejas, y eso no puede ser. Es abuso sexual, así lo recoge la ley”, lamenta. Según la legislación, el consentimiento sexual en menores de 16 años solo existe si la pareja no es tres años mayor. Jhoiber es seis años mayor que Karina.
Aunque la casa de los Valero está llena de niños, el mototaxista de confianza, que lleva a los pequeños al colegio, para por una: Lucía, de 13 años. Es la única que sigue yendo a la escuela. Para cuando llega de clase, Karina ya hizo aseo, preparó la sopa de Jazmín y le dio tres o cuatro veces el pecho. “Más vale que tú te cuides, para que no te pase lo que le pasó a Karina”, dice Ivón.
Karina también sueña con volver a la escuela. Quiere ser farmacéutica o programadora informática, tener su casa, ganar un buen sueldo… “Las niñas como yo tenemos que estar estudiando, no cuidando hijos”, dice entre suspiros, mientras espera que la mascarilla de pelo que le preparó Ivón haga efecto. Una vecina que las acompaña en la sesión de belleza es clara: “Para eso tienes que salir de aquí. Este barrio es como una telaraña que aprieta. Aquí no hay oportunidades”.
Olaya, de la Universidad Nacional, lamenta que “las otras Colombias” estén más azotadas por este abandono estatal. “Lo que más me preocupa son las niñas indígenas, las campesinas y las de la periferia. Porque es donde más atención se necesita y donde más estigma hay para abortar o para hacer uso de la planificación”, señala. “Y no hay que olvidar que planificar es una carga económica que solemos llevar nosotras. En estas zonas, además, suele ser casi en secreto”.
Karina tiene pocas fotos en su celular previas al embarazo. No hay ni huella de cuando iba al colegio ni de sus compañeras de clase, con las que ya no se lleva bien. Borró también casi todas en las que aparece su exnovio. Cuando mira a la de sus primeras ecografías, pareciera que fueran ajenas. Dice que fue un embarazo sin complicaciones, pero que el parto fue horrible. “Me hicieron cesárea. Se complicó porque dejaron líquido dentro y me hospitalizaron una semana completa. Menos mal que estaba mi suegra”.
Escobar critica que los Gobiernos no se ocupen del embarazo adolescente: “Además, sale muchísimo más caro en la salud pública. Los riesgos de que la madre desarrolle enfermedades inherentes al embarazo o que ella o el bebé mueran, son 70% más altos que cuando la madre es mayor de 19 años”. Según un informe del Fondo de Población de las Naciones Unidas, los embarazos de menores de edad generan unos costos en la región de unos 1.242 millones de dólares anuales por país.
Los días de Karina pasan lentos, entre las cuatro paredes de su nueva casa. A veces, sale a comprar alguna cosa en la tiendita o a coger un poco de aire. Sigue viendo vídeos de terror en Youtube y chatea con algún amigo por Facebook mientras la niña duerme. “Es muy aburrido. Tal vez vaya a ver a mi mamá (abuela) pronto”, dice. “Pero volveré para dormir porque mi cama allá está ocupada”.
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