Marino Rendón, jornalero en la Costa de Hermosillo.
Familia Rendón Nepomuceno.
La casa de Marino y su familia
Manos de don Marino.
Marino Rendon trabajando la tierra de su humilde vivienda.
Marino recorre el campo en busca de basura para recolectar.
Marino en los cultivos que tiene en su vivienda.
El hijo de Marino y sus nietos.
Pies don Marino.
Vivienda de la familia Rendon / foto: Christian Palma
Marino trabaja los cultivos que tiene en su casa.
Jornaleros laborando / Christian Palma
Sonora Parte 1
Unos árboles añosos tapizan el frente de la casa de la familia Rendón. Adentro, en el patio, Marino Carlos desempolva cientos de recibos de nómina que guardó durante años en bolsas de plástico y que no le sirvieron ni para asegurarse una liquidación. Él trabajó durante 21 años en el campo El Pañuelito en la Costa de Hermosillo (norte de México) y hace tres años lo despidieron porque era demasiado viejo para seguir laborando como jornalero. En las hojas amarillentas se puede observar que su patrón nunca le descontó las cuotas correspondientes al seguro social, lo que le negó el derecho a una pensión garantizada por el Estado.
El hombre de manos surcadas por las arrugas cuenta que los paquetes con las constancias salariales las llevó al sindicato local para demostrar su relación laboral, pero ahí le dijeron que no lo podían ayudar, pese a que cada semana le descontaban un porcentaje de su sueldo por concepto de “cuotas sindicales”. Desde entonces se resignó a buscar otro empleo.
Don Marino logró comprar a pagos módicos una humilde vivienda en el Poblado Miguel Alemán (40.000 habitantes), una comunidad de la costa ubicada a una hora de Hermosillo, la capital de Sonora. Ahí, en espera de una vida mejor, sobrevive con su esposa, sus dos hijos y sus cinco nietos.
Su vivienda, donde siembra chiles, tomates y plátanos, está sobre una calle sin pavimentar, de la que serpentean cables por donde los vecinos jalan electricidad de manera clandestina. Está a las orillas del pueblo y a unos metros de ahí hay una laguna de aguas negras. No tienen agua entubada ni drenaje. Pese a todas las carencias, dice que su condición mejoró desde que renunció a su anterior trabajo.
Actualmente labora en otro campo agrícola recogiendo basura, una labor que no es totalmente de su agrado, pero por su edad, es de las pocas opciones que le deja el campo para trabajar.
"Nunca tuve seguro social, ni liquidación, pensión ni nada", dice el hombre de huesos largos. Frente a él, sentado en el piso de tierra, lo observa uno de sus nietos, un pequeño de rostro triste y pelos tiesos.
La nuera y los nietos de Marino.
El hombre de 71 años pasó dos décadas de su vida haciendo productivas unas tierras que no eran de él, donde llegó a tener un sueldo de 180 pesos (unos 10 dólares) diarios.
“Era pesado, no podías descansar, para comer te daban de descanso 30 minutos y vámonos a trabajar”, cuenta pausadamente en el patio de su casa. Afuera la tarde se consume en tonalidades cobrizas.
En esta localidad, envuelta eternamente en una nube de polvo, las temperaturas en verano alcanzan los 45 grados, y el trabajo en el campo se vuelve uno de los más complicados y extenuantes.
"La gente se desamaya por el calor y nos tienen que dar sueritos para que aguantemos", dice con ese pesar de los años sobre los hombros.
Marino y su familia son originarios de Guerrero (sur del país) y llegaron a trabajar a la costa de Hermosillo, una de las zonas agrícolas más importantes de Sonora, donde decidieron quedarse a vivir. A esta región llegan cada año unos 35.000 jornaleros de otros estados del país a trabajar en unos 200 terrenos agrícolas de la zona.
Una parte de ellos se recluye en los campos en galeras divididas en pequeños cuartos construidos de láminas de cartón, lonas o bloques de cemento. Ahí suelen vivir hasta diez personas en un pequeño espacio, sin sanitarios, regaderas, lavaderos ni comedores. Esta zona, una de las regiones más pobres de Sonora, actualmente aloja a familias completas que han decidido migrar desde Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Puebla o Veracruz.
El Pañuelito, donde trabajaba don Marino, es uno de tantos campos que posee la familia Ortiz Ciscomani, una de las más ricas y poderosas de Sonora que controlan al menos trece empresas agropecuarias, según las escrituras consultadas en el Registro Público del Comercio. El campo ubicado en la Costa de Hermosillo había sido denunciado por la Secretaría del Trabajo y Prevención Social (STPS) desde el 2006 por las malas condiciones laborales.
Uno de sus dueños es Héctor Ortiz Ciscomani, quien fungió como secretario de agricultura y ganadería en Sonora de 2009 a 2015. Actualmente es investigado por la Fiscalía Anticorrupción del Estado y por las autoridades federales por haberse aprovechado de su cargo público para beneficiar a sus empresas y las de su familia con unos 30 millones de pesos (1,6 millones de dólares) provenientes de recursos públicos y que eran parte de los programas que subsidian la compra de maquinaria, insumos e infraestructura agrícola. En agosto de 2016 fue detenido en el aeropuerto de la Ciudad de México.
Carlos Navarro López, exdiputado local (2012-2015), cuenta que en una comparecencia del entonces secretario ante la legisladora se le cuestionó un faltante por comprobar de 60 millones de pesos en la dependencia que dirigía. “Uno de los gastos fue para trasladar unos caballos. Yo le cuestioné cómo en un Estado con grandes carencias usas el dinero para trasladar caballos que van a usar los ricos en sus cabalgatas”, dice en entrevista con este medio.
Ortiz Ciscomani no tenía experiencia en los cargos públicos, toda su vida había sido empresario agropecuario, dice el político del PRD (izquierda). “Pudieron enriquecerse porque había complicidad con quien gobernaba (Guillermo Padrés, actualmente preso por corrupción) y actuaron impunemente durante seis años”, manifiesta.
Los campos de los Ciscomani fueron de los primeros en establecerse en la Costa de Hermosillo y sus empresas son de las más importantes en la zona. Las denuncias sobre las malas condiciones laborales que les dan a sus trabajadores no son nuevas.
“En El Pañuelito meten a los niños porque aguantan más el calor, tienen más fuerza, se cansan menos y son más rápidos que los adultos”,asegura Cirilo Bautista, líder de los indígenas triquis en esa zona.
El dirigente menciona que las quejas más fuertes se deben a que reclutan a menores de edad para trabajar en la pizca. "Nosotros fuimos a hablar con los dueños del campo y nos lo negaron, pero en el recorrido preguntamos y encontramos a menores de 12, 14, y16 años”, cuenta.
A los patrones además les conviene que sean jornaleros eventuales porque así no los inscriben en el seguro social. “Ellos llegan y los explotan, hay guardias privados y no los dejan salir. La verdad que la gente está secuestrada ahí”, afirma.
Los propietarios de los campos se aprovechan de que las personas tienen necesidad económica y por eso permiten que sus hijos trabajen, dice.
A los patrones además les conviene que sean jornaleros eventuales porque así no los inscriben en el seguro social. “Ellos llegan y los explotan, hay guardias privados y no los dejan salir. La verdad que la gente está secuestrada ahí”, afirma.