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El río Navia, uno de los más caudalosos de la vertiente cantábrica, antes de desembocar en la ría que forma entre los cabos de San Agustín y Penafurada, supera tres saltos de agua: Salime, Doiras y Arbón. La primera parada de este curso es Riodeporcos, pueblo arropado por la naturaleza en un meandro del Navia al que solo puede accederse a través de un puente colgante.
En 1984 José María Naveiras, más conocido como Pepe el Ferreiro, fundó un museo etnológico que ahora alberga alrededor de 20.000 piezas, una institución dedicada a preservar las tradiciones y formas de vida que son historia de la comarca y de Asturias.
Los arquitectos asturianos Joaquín Vaquero Palacios y Joaquín Vaquero Turcios (padre e hijo) convirtieron la imponente construcción de una central hidroeléctrica y una presa en una obra de arte total, llenando sus muros de grabados y murales, a mediados del siglo XX. Uno de los mejores exponentes del patrimonio industrial del Principado y todavía visitable.
La comarca se emplaza dentro del Parque Histórico del Navia, un lugar de naturaleza virgen, casi intacta. Aquí, el embalse de Doiras fue una construcción pionera, que data de los años 30 del siglo XX. A seis kilómetros de la capital de Illano se encuentra la aldea de San Esteban de los Buitres, construcciones levantadas directamente sobre la roca que conducen a un farallón desde el cual las vistas del Navia (y de los pueblos casi colgados del valle) son espectaculares.
Esta aldea de remota belleza fue declarada Conjunto histórico-artístico y Paraje pintoresco en 1971.
Hablar de Boal es hablar de apicultura, de miel. En la zona, de tradición ganadera, se produce desde tiempos inmemoriales miel de brezo, pero más intensamente desde los años ochenta: tanto que ahora le dedican un museo y una feria con más de 30 ediciones. Esta zona, además, ofrece un amplio abanico de opciones de turismo de aventura accesible para todos.
La quiastolita es un mineral que, cuando cristaliza, forma una cruz. Los celtas consideraban que tenía propiedades mágicas, y los peregrinos del Camino de Santiago la utilizaban para ahuyentar a los malos espíritus. Anno Albert Brendebach vino hace más de dos décadas y se enamoró de ella y del occidente astur. Desde entonces se asentó ahí y se dedica a trabajarla.
Construido en 1962 sobre el cauce del Navia, cuenta con 36,2 kilómetros de costa ideales para la práctica de deportes náuticos como el remo o la vela, o para la pesca.
En un breve paseo a pie entre prados desde el pueblo aparece la primera de las tres cascadas de Oneta, que ha excavado un canal en la roca. Estas caídas de agua se hallan en medio de un frondoso bosque.
Los castros, yacimientos de culturas que se remontan a las edades del Hierro o el Bronce, son parte de la cultura asturiana y, de entre todos los que se concentran por las cuencas del Navia y el Eo, el de Castelón de Coaña fue el primero en ser declarado Bien de Interés Cultural (BIC) en el Principado.
Desde los años 50 del siglo XX se celebra en Navia el Descenso a Nado de la Ría, una de las pruebas de natación de larga distancia más conocida y valorada del continente europeo, competición que desde hace tiempo lleva aparejados festejos: desde gaitas a bollos preñaos.
Elio Fernández Peláez aprendió a cocinar en la parrilla de sus padres, ahí hacía los deberes, allí descubrió la vida. Tras curtirse en los fogones de media España, regresó para tomarles el relevo, convirtiendo Ferpel en uno de los proyectos gastronómicos más relevantes de Asturias: cocina de tradición convertida en vanguardia, en una aldea de 600 habitantes, un proyecto en el que le asistió su madre hasta que se jubiló hace tres años: “El momento clave fue cuando quitamos las croquetas de la carta y la gente fue más audaz y probó cosas más elaboradas”.
Ruta que une por la costa desde la reserva de Barayo hasta Navia, pasando por Puerto de Vega y Frexulfe.
El río Navia, uno de los más importantes y caudalosos de la vertiente cantábrica, se adentra en territorio asturiano desde su nacimiento en Lugo, para, tras más de 150 kilómetros y tres saltos de altura (Salime, Doiras y Arbón), desembocar en la ría que se forma en Navia entre los cabos de San Agustín y Penafurada. Recorre el occidente asturiano, una zona de naturaleza casi virgen que, justo por eso, ha cobrado mayor conciencia del valor de conservar ese patrimonio paisajístico como arma de futuro; una cuenca fluvial salpicada de yacimientos que se remontan a la edad del Bronce, que cuida de su pasado y tradiciones (como con el museo etnográfico de las Grandas de Salime) o capaz de convertir una presa y su hidroeléctrica en arte inmortal. Con unos habitantes convencidos de que la sostenibilidad será la llave para afianzar su propio mañana.
Murales de Joaquín Vaquero de la central hidroeléctrica.
Su padre era operario en una hidroeléctrica en el desfiladero de la Hermida, en el límite con los Picos de Europa, en Cantabria, y se mudó a Asturias para trabajar en la central de Grandas de Salime, recién terminada de construir. Se asentó en un poblado que levantaron cerca del embalse, Vistalegre, junto con unas cuarenta familias, una improvisada colonia que sin embargo llegó a disponer de escuela y cine. Allí nació Ricardo, que hoy tiene que echar cuentas para contestar: lleva, él también, 35 años trabajando para la central hidroeléctrica, sostenida ahora, gracias a la automatización, por apenas siete pares de manos. “En la central me siento en mi entorno”, dice cuando habla de esa presa de 134 metros que es casi su hogar, su vida. Una obra civil en la que dejaron a mediados del siglo pasado su impronta los arquitectos –también padre e hijo– Joaquín Vaquero Palacios y Joaquín Vaquero Turcios. Grabaron los muros con relieves, los cubrieron con pinturas, hicieron de aquel esqueleto de hormigón la pieza más relevante del patrimonio industrial asturiano. “Ante el mural de 60 metros de Vaquero Turcios uno se queda sin palabras. Dicen que tenía intención de pintar algo abstracto, pero, cuando contempló la superficie, decidió contar con su obra la propia construcción de la presa: la montaña, el Navia, todo, hasta la distribución de la electricidad”, cuenta Ricardo. Aunque el pueblecito donde nació ahora quedó despoblado, sigue viviendo en la zona, en las viviendas que la empresa erigió para sus trabajadores en Grandas de Salime. De hecho, sus vástagos continúan la saga: siguiendo la estela de la madre, técnico de rayos, la hija de Ricardo es médico, y su hijo trabaja en un parque eólico de la zona.
Además de la central, hay por aquí otra parada obligatoria antes de seguir el curso del Navia (“Grandas de Salime se conoce por la central y por el museo”, afirma Ricardo). Sí, un museo etnográfico que conserva unas 20.000 piezas que testimonian la cultura y tradiciones de la comarca: telares, lareira, carpintería y tornería, aperos de labranza…
Siguiendo la orilla en dirección hacia su desembocadura en el mar, antes de llegar al concejo de Boal todavía el viajero puede toparse con pueblos como Argul, declarado Bien de Interés Cultural (BIC), o como Pesoz; o las idílicas vistas del valle y del Navia a la altura del embalse del Doiras que ofrece el mirador de Santesteban en Eilao (Illano).
Juan Carlos, más conocido como Kaly, rechaza cualquier halago y, preguntado sobre el porqué de la fama de sus dotes de supervivencia, responde tan solo que “en travesías en canoa uno no puede bajarse y pedir una cerilla para hacer fuego; hay que ser capaz de arreglárselas solo, conociendo el entorno”. Solía remar en competiciones de piragua por toda Europa y, gracias a lo que aprendió, a todo lo que vio (sobre todo en Francia y Dinamarca), hoy esa embarcación le sirve para llevar 33 años ofreciendo un innovador formato de turismo sostenible: cambió los premios de esas regatas por los de Fitur, que ya le ha galardonado en cinco ocasiones por su modelo de viajes. “Valores, cultura, tradición, guiar a quien nos visite para que conozca no solo la zona si no a los que la pueblan, destaparles la forma de vida de este paraíso por descubrir que es el occidente astur”, cuenta. Los paseos en canoa dan pie a rutas de senderismo, ciclista, barranquismo, a visitas a productores de la zona. Él los llama “viajes al optimismo”, cree que eso es justo lo que define, tras admirar un paisaje bello, acudir a conocer a los únicos seis vecinos de un pueblo que sin embargo son capaces de producir embutidos tan preciados que son su sustento económico. “Por aquí se hace un requesón y una miel espectaculares, de hecho, juntos, conforman el postre típico de la comarca”, recomienda Kaly, que es capaz de enumerar listas enormes de los tesoros que esconde la zona y, con el mismo entusiasmo, explicar los embrollos en los que todavía anda metido, en aras de progresar siempre en su idea seminal: “Una asociación de particulares de la que formo parte logró recuperar la ruta circular de los miradores del Navia; nosotros nos encargamos de la señalización y la limpieza, hubo quienes incluso donaron un molino para su interpretación”. Su siguiente deseo pasa por promover la recuperación también de la gran senda del Navia, en la que confluyen los tres caminos de Santiago a su paso por territorio asturiano.
Descenso por un barranco en una de las actividades organizadas por Kaly.
Julio Fernández junto a algunas de sus 800 colmenas de Boal.
Su padre, casi como mero hobby, como complemento a su salario, fue apicultor. Tenía 100 colmenas. Julio Fernández tomó el relevo en 2006 y tuvo claro que su futuro y el de su familia pasarían por convertir pasión en profesión. Así alcanzaron las 800 colmenas de hoy, y terminó también su hermana involucrada. La miel de Boal, que a lo largo de 2021 esperan que obtenga la Indicación Geográfica Protegida (IGP), procede en su mayoría del brezo y el castaño, y tiene unas características diferenciadoras que Fernández explica con diligencia: “En un radio muy corto, por la propia orografía del terreno, tenemos colmenas a una altitud de pocos metros sobre el nivel del mar y otras en picos de más de mil metros. De la conjunción de ambas surge la esencia de nuestra miel”, cuenta Fernández.
Dice que los problemas sanitarios y los parásitos no se lo ponen fácil pero que, sin duda, lo más arduo fue hallar el modo ideal de comercializar un producto tan importante para la zona que ahora posee su propio museo o sobre el cuál se celebran ferias especializadas desde hace más de treinta años. Entre cinco productores distintos constituyeron una empresa que distribuye la miel, una miel que consiguen que llegue a las cocinas más prestigiosas, a las tiendas gourmet y a todos aquellos establecimientos que, por encima de cualquier otro aspecto, observan escrupulosamente la calidad del producto. “El sector agroalimentario en estas zonas puede tener gran futuro, pero hay que concienciarse de que es fundamental apostar por formarse para encontrar los canales hasta tu público: no vale meterla en un tarro y tratar de venderla en mercados”.
También en Serandinas (Boal), enfrente del albergue que regenta Kaly, se establecieron hace unos meses Lola Cancio y su pareja Javier Herrera, junto con su hijo de 10 años y su hija de siete. Cancio se dedica a la consultoría de género y Herrera es periodista y se dedica a la comunicación social; habían pasado 25 años en Madrid. “Probamos la sierra o barrios céntricos. Los últimos años estuvimos en Lavapiés, vivíamos a gusto, pero, por ejemplo, en el parque en el que jugaba con mi hijo, pasando el rastrillo por la arena, alguna vez encontré jeringuillas. Había un centro de desintoxicación cerca. Sé que suena casi increíble, oscuro, pero esas cosas acentuaron nuestro convencimiento de regresar a Asturias”, cuenta Cancio.
Hace cuatro años “se liaron la manta a la cabeza” y se mudaron a Gijón, donde tenían familia, “red”, describe Cancio; pero querían ir más allá y, en febrero, cuando se atisbaba la pandemia pero no su magnitud, la que se venía encima, se marcharon a Boal. “No voy a negar que el salto nos dio miedo. Vivimos en una sociedad urbanocentrista, quienes venimos de la ciudad consideramos cultura solo la nuestra, nuestro ocio, sin conceder valor a los saberes rurales. Así que incluso para nosotros, que teníamos ciertas ideas ya interiorizadas, fue necesario un proceso de deconstrucción de esa perspectiva”, explica. Ahora, sus hijos están encantados: echan un cable en el huerto, la ratio de alumnos por profesor es tan baja que reciben las atenciones que requieren de los maestros (“¡la educación pública aquí, con todos sus peros, es magnífica!, y para mí eso es un pilar”) y viven a 15 minutos de la playa y a apenas una hora de Oviedo. “No tardo mucho más en ir al teatro de lo que tardaba residiendo en Madrid y, mi pareja, que hace campañas de vídeo para organismos como Amnistía Internacional, no tiene impedimento para, una semana, viajar para rodar a Barcelona o Bilbao y luego regresar a los días y hacer vida aquí”. Todavía llevan pocos meses pero sí siente arraigo, residen en lo que fue la casa-bar-colmado-cabina telefónica donde vivieron sus padres y, en cierta medida, cree que su ejemplo puede modestamente inspirar a otros. “A Javier, de pronto, se les ocurre a algunos vecinos pedirle vídeos para promocionar sus negocios y yo, que trabajo en perspectiva de género [su hijo la define como ‘profe de feminismo’] impulso, entre otros, proyectos que puedan empoderar a mujeres de la zona”.
La casa y la productora de Lola Cancio llevan el nombre de A Barenta por este lavadero, fuente a la que acudían las mujeres y, también, espacio de confidencias, una designación que revela su trabajo de empoderamiento de la mujer.
Este año la facultad de Geología de la Universidad de Oviedo felicitó las fiestas con una de las quiastolitas que trabaja Anno Albert Brendebach.
Este alemán, más asturiano ya que Don Pelayo, llegó a la cuenca del Navia de vacaciones hace veinte años con Bárbara, su mujer, y decidió quedarse, atrapado por el paisaje –en general– y por un tesoro particular que se hallaba en el mismo, un mineral, la quiastolita, que tiene en Boal uno de los principales yacimientos mundiales. Cuando cristaliza, esta piedra dibuja en su superficie la imagen de una cruz, razón que sirvió para que los celtas le presupusieran propiedades mágicas. Los peregrinos, de hecho, se desviaban si hacía falta del camino que les habría de llevar a la tumba del apóstol Santiago para, en este enclave, hacerse con una de estas piedras, para apartar el mal fario. Cuentan los relatos orales que, como los autóctonos, humildes, por la sagrada ley de la hospitalidad, tenían obligatoriamente que ofrecerle un plato que llevarse a la boca, había mucho pillo que mendigaba fingiendo ser peregrino para sobrevivir. Y abundaban, en respuesta, los males de ojo, fatalidades de las cuales la quiastolita podía librarte.
Brendebach es un artesano que ha revitalizado toda la zona desde su taller de Vegadeo. De hecho, su hijo se ha hecho platero y, juntos, manufacturan hermosas piezas de joyería en plata y quiastolita.
Dejando atrás Boal y cruzando el concejo de Coaña, referente de la cultura castreña, entorno donde se hallan algunos de los más bellos yacimientos arqueológicos de culturas que se remontan hasta las edades del Hierro y el Bronce, se arriba a la villa de Navia, lugar de desembocadura ya del río.
Este pueblo que hoy cuenta con unos 4.000 habitantes en 1958 vivió un hecho anecdótico que, sin embargo, lo cambiaría todo para siempre. Siete estudiantes que pasaban el verano en Navia decidieron echar una carrera a nado. Ese divertimento, al año siguiente devino concurso y fueron ya el doble, 14, los participantes. Así hasta los casi mil que toman parte hoy en una prueba que es santo y seña de la natación de aguas abiertas, que se ha celebrado ininterrumpidamente durante 62 ediciones –hasta que la covid 19 frenó la de 2020, que fue sustituida por un documental televisado por la televisión del Principado sobre una competición declarada fiesta de interés turístico regional–.
“En 1962 concursó Jean Boiteux, nadador francés que fue oro olímpico en Helsinki, y no ganó. Quedó tercero. Por delante de él, un histórico de la natación española, Lolo Ibern, padre de nuestro waterpolo. Boiteux repitió hasta que, por fin, en 1964, consiguió ganar la prueba”, explica Juan Villamil, un muchacho que en aquella época quedó prendado de cómo durante el descenso a nado del Navia su pueblecito se convertía en el centro del mundo, del ambiente festivo que rodeaba a la celebración de la prueba, con gaitas resonando y puestos de bollos preñados. Comenzó ayudando a colocar banderas y señalización y, desde hace casi medio siglo, es uno de los máximos responsables de la organización de un acontecimiento que ha traído a competidores de todas partes. “En la última edición, en 2019, la prueba masculina la ganó el subcampeón del mundo y, la femenina, la nadadora que obtuvo el último oro olímpico en aguas abiertas”, presume Villamil de pedigrí. Dice que es muy significativo que, en una población que cambió su fisonomía con la llegada de la industria (Remy Picot, fábricas de celulosa, astilleros), que prosperó, sesenta años después el descenso a nado siga siendo el orgullo de la zona.
Descenso a nado de la ría de Navia en su edición de 2019.
Elio Fernández remata algunos de sus platos en el restaurante Ferpel (Ortigueira).
Dicen que la patria de cada uno es su infancia y, por ello, la de Elio Fernández son los fogones. Sus padres tenían un restaurante con parrilla y menú del día en el que creció, echando una mano en lo que fue pudiendo desde que tenía siete u ocho años. Allí estudiaba y hacía los deberes, allí transcurría todo, a lo largo de sus días: su casa era el lugar donde dormía. Solo eso. De adolescente, en el instituto, tuvo clara ya su vocación de convertirse en cocinero y se marchó a Foz (Galicia) para formarse, persiguiendo luego su sueño de ser aprendiz en cocinas como las de El Bulli, o junto a Arzak. Eran los albores del boom gastronómico que ahora vivimos y, si bien no llegó eso para Fernández, sí fue tomando las riendas de fogones de media España, curtiéndose ya en paradores de Guadalajara o arrocerías de Alicante o locales de playa en Benidorm. Con todo el bagaje decidió que quería volverse a casa, con 23 años se dijo que quería apostar por invertir en su entorno, en el Ferpel, el restaurante paterno, en una aldea de 600 habitantes (Ortigueira) donde la gente no entra por ir de paso, sino que acude ex profeso para comer.
“Íbamos metiendo platos más elaborados y a medida que tenían aceptación íbamos retirando algunos tradicionales de la carta”, cuenta entre risas Fernández, que dice que contó con un factor que le fue favorable: en los pueblos se conoce todo el mundo y las habladurías se expanden como la pólvora, y la reacción a su llegada a las cocinas del Ferpel fue: “Mirad, el hijo trae ideas nuevas”. Fue avanzando en ellas solo cuando la clientela le acompañaba, guiándoles, con un trato familiar, trabando una sólida relación no solo con ellos sino con los productores locales, que de pronto, tras décadas, comenzaron a servir en la zona productos antes impensables como el foie. “Todavía servimos algunas recetas de aquellos tiempos de probaturas, como los atadillos de calamar con cebolla glaseada o las manitas de cerdo con gamba, que ofrecemos, en vez de como guiso, como si fuera un taco”, cuenta Fernández, que hasta que se jubiló hace tres años ha estado escoltado en las sartenes y los cuchillos por su madre. “El momento de viraje definitivo fue cuando retiramos las croquetas de la carta de entrantes; mi madre se sorprendió, pero funcionó”. Acaban de abrir una tienda gourmet en Navia: todo el producto de calidad de productores de la zona que trabajan en el restaurante en Ortigueira puede encontrarse ahí. Su cabeza, dice, no para de dar vueltas, de querer comenzar aventuras nuevas (experiencias para sus clientes con los productores, eventos…), y de hecho ayuda a colegas con restaurantes en Madrid y otras partes en el diseño de cartas constantemente. “No sé decir que no. Hago esto porque es lo que me gusta. Si lo hiciera por dinero no tendría esta energía”. Esta semana la fibra llega a su pueblo y Elio Fernández dice que ha ganado demasiado en calidad de vida como para moverse: “Seguiré yendo a la capital, pero solo de visita o para Madrid Fusión; en mi pueblo estoy bien, aquí hay futuro”.