Los que mueven la comida
Compran, venden, cultivan, producen o distribuyen. El responsable de la panadería más antigua, una transformadora de pescado, el dueño de un supermercado, un ama de casa, una vendedora de cacahuetes y hasta una docena más de vecinos de esta localidad africana media relatan su relación con los alimentos y cómo los hacen circular. Estos son sus retratos y testimonios
Fotos: Alfredo Cáliz Texto: Ángeles Lucas, Lola Hierro
Ver el contenidoCuenta sonriente que lo primero que aprendió a cocinar era arroz con leche, “apenas tenía ocho años”, dice simpática la saintlouissene Rokhane Ngiage, (1967). Habla frente a los fuegos de gas de la cocina del restaurante La Galette, donde los clientes demandan sobre todo el tradicional plato de arroz con pescado Cëebujen, el pollo con la salsa yassa de cebolla y el mafe, una elaboración con cacahuete. “Pero lo que más me gusta hacer es la paella. Me enseñó mi antigua jefa, que era senegalesa. Ya murió y ahora puedo mantener su memoria con este plato”, señala la cocinera, que se queja de que apenas cobra 50.000 CFA al mes y trabaja cada día de 9.00 a 17.00. “No es mucho dinero, tengo dos hijos”, matiza.
El profesor Ismael Thiam (1959) explica con precisión en una hora las claves de los sistemas alimentarios mundiales y sus vínculos con la salud y el cambio climático. Habla de la importancia de reducir el consumo de azúcares, grasas, sal y aceite y de cómo esto supone impactos en los hábitos de las personas, en las políticas públicas o en el sector. Una tarea difícil. “La comida es medicación”, señala el jefe del departamento de Alimentación y Nutrición en la Universidad Gaston Berger de Saint Louis tras celebrar un taller que ha organizado por iniciativa propia con asociaciones, ONG, y estudiantes, y al que ha convocado a la prensa con la idea de que su mensaje se difunda por doquier. “Sin sensibilización, incluso en el vendedor, esto no se modifica”, dice a los asistentes.
El gran letrero de grafías rosas en el que se lee Depot de boisson indica la actividad que realiza el senegalés Nabil Yactina (1950) desde 1984 tras su mesa de madera. Cajas de zumos, refrescos y alcoholes se amontonan por centenares en el almacén y los clientes de restaurantes, bares o particulares van llegando con sus listas de comandas para pedir el género. “Antes se servían todos los productos en vidrio, pero ahora hay en plástico y en lata y los consumidores dicen que el sabor no es el mismo”, apunta el empresario de origen libanés que reconoce que habla mejor el wolof que el francés o el árabe. Detalla que las bebidas que más despacha son los refrescos de cola, las gaseosas y las cervezas senegalesas y que en total puede llegar a vender hasta 70 cajas al día.
Cada mañana ocupa una banqueta frente al portón de su panadería, la más grande y antigua de Saint Louis, para vigilar la buena marcha del negocio. A su espalda, un inmenso horno de aluminio con seis puertas calienta a 150 grados. Cuenta orgulloso Mathurin Ndiaye (1974) que su padre fundó esta empresa en 1974. Ahora, 45 años después, sus hermanos y él la gestionan y venden unas 2.000 barras diarias a particulares, hoteles, restaurantes y turistas las 24 horas del día. Una de las claves de su éxito es haber apostado por una fórmula sencilla, pero que funciona: solo hacen un tipo de pan, la baguette, que venden en dos tamaños distintos: la normal, por 150 francos CFA o 22 céntimos de euros, y la grande, a 175 o 26 céntimos. La otra, apostar por la calidad: “El secreto quizá sea el horno, que es alemán, y que solo usamos ingredientes naturales: agua, harina, levadura y sal”, enumera.
En casa de Ndeye Diop (1993) son cinco: ella, su madre, su marido y dos hijos. Ella ha de compaginar su trabajo con las tareas domésticas, como tantas otras mujeres. Así, por las mañanas trabaja como limpiadora en el hotel Siki de Saint Louis, en pleno casco histórico. Mientras pasa la fregona por las baldosas del comedor del alojamiento, Diop explica que ella es quien se hace cargo de ir al mercado cada día a las seis de la tarde y elegir qué productos comprar. A diario caen en su cesta patatas, cebollas, repollo y tres barras de pan. De fruta no falta el mango, “que es lo más barato”, manzanas, naranjas y plátanos. “La carne cuesta 2.400 francos CFA (3,5 euros) el kilo, la compro a veces”, indica.
Es una de las caras más conocidas de Saint Louis porque pasa muchas horas en su taller de la avenida Blaise Diagne, llena de color gracias a su exposición de cuadros. Amadoy Boye, Zeus, (1975) es artista de la denuncia, como indican sus pinturas de emigrantes en cayucos o los lienzos que pintan los niños talibé en la clase que les regala cada miércoles. Pero también es padre soltero de dos niños de siete y cuatro años y amo de casa, por extensión. Apuesta por una dieta sana a base de desayunos de pan con mantequilla, huevos y leche; y almuerzos y cenas ricos en arroz, carne, pescado y verduras. La compra le cuesta unos 20.000 francos CFA semanales (30 euros). No da dulces a sus hijos: “son malos para la salud y los dientes”, pero reconoce sus debilidades: las pastillas de caldo para dar sabor y el kinkelibá, un té a base de un arbusto local.
Fatou Sila (1993) ocupa un puesto muy concreto en la cadena de la trazabilidad alimentaria de Saint Louis. Ella es intermediaria de una empresa llamada Sodida que se dedica a importar productos de Dakar y distribuirlos entre los comerciantes minoristas de la ciudad. “Me encargo de realizar pedidos y hacerlos llegar a sus destinatarios”, cuenta. Por eso es habitual verla en el mercado de Sor entre palés de botellas de aceite o de latas de refresco, o rodeada de carretilleros a quienes entrega la mercancía para que la lleven a las tiendas correspondientes. Sila, que estudió Marketing en una academia de Saint Louis, trabaja de lunes a sábado de nueve y media de la mañana a ocho y media de la tarde. Si hay pedidos, los domingos también debe estar disponible. Pero le gusta su trabajo, asegura.
Si hay alguien que puede dispensar cacao en polvo, bombones o zumos de grandes empresas extranjeras es Ousmane Diop (1978), dueño del Mini Marché Xeneul, una tienda en la Rue Bisson repleta de productos importados de Dakar que abrió su padre en 1961. “Todos los turistas blancos vienen por aquí, pero la mayoría de mis clientes son senegaleses”, asevera mientras cobra a una persona mayor que se lleva bizcochos y papel de cocina, a un adolescente que compra leche en polvo y queso, a una turista burkinabesa que elige aceite de oliva y café, también en polvo... Corre el rumor de que una gran superficie va a abrir en Saint Louis, pero Diop no teme: “no funcionaría porque es una inversión muy cara en personal, productos, cámaras frigoríficas… Para que luego la gente sea la misma, no habrá más consumo. Ha visto dos o tres intentos y no duraron más de un año”, explica.
Con un francés precario, no deja de insistir en su procedencia: “bambara, bambara”. Nació en Saint Louis, pero lleva con orgullo su origen maliense. Mami Sangaré tiene 75 años y la edad no le ha quitado arrestos para desplegar cada día, de 10 de la mañana a siete de la tarde, un puesto junto al puente Faidherbe. Apenas una banqueta para sentarse y un cubo vuelto del revés sobre el que posa sus productos: nueces garrapiñadas, bolsas de agua, palillos de dientes y cacahuetes que obtiene en el mercado de Sor, donde compra sacos por 15.000 CFA (23 euros). Luego, prepara paquetitos que vende a 100 CFA (15 céntimos de euro). Mami es viuda y cuida de seis nietos que dejó su hija al fallecer. Ante la pregunta de cómo se las arregla, ella tan solo sonríe y responde: “Alá provee”.
Las temporadas del año, los compases del tiempo, son los que marcan los ritmos de trabajo de Fatoumata Fall (1963). De julio a septiembre escasea la pesca con sus productos frescos y hay más demanda del género transformado, lo que ha ella le genera más empleo. Seca el pescado junto a otras mujeres sobretodo con tres métodos tradicionales: El Guedie, que consiste en meterlos en ollas grandes de piedra con agua calentada con madera, carbón y sal; el Tchiethakn que se realiza solo con las sardinas que se caldean en recipientes de hierro, se secan, se les quita la piel y se tienden al sol; y el Salí, que se elabora con trozos de cortados de hasta 40 centímetros. “Necesitamos neveras, cámaras frigoríficas, mesas, ollas, furgonetas...”, reclama Fall, que aprendió el oficio de su madre.
“Desde que estaba atado en la espalda de mi madre soy carnicero”, dice entre risas pero sin perder de vista el afilado cuchillo Ibrahima Thiam (1979). Tiene su puesto fijo en el mercado de Sor y sobre una añeja balanza de hierro dispone kilos y kilos de carne. Cuenta que siempre la vende certificada por los veterinarios y un sello de tinta azul en una de las piezas lo demuestra. “Estoy más tranquilo, nunca he tenido ningún problema. Además vienen los servicios de vigilancia, pero los clientes no preguntan si tiene esta garantía”, asegura. Cada mes alquila un camión y compra 40 vacas al por mayor, las lleva vivas a un establecimiento y cada dos días sacrifica un par de ellas, por lo que su producto se vende más fresco y casi sin congelar.
Habla con precisión y claridad, y pasea entre los puestos de comida con parsimonia y confianza. Boubacar Diop (1957) es el secretario del Comité de Empresas del Mercado de Saint Louis y en su despacho organiza los pagos que cada comerciante ingresa al mes; una media de 1.500 CFA (2,30 euros) que servirán para gastos de fallecimiento, seguros de salud, o cuestiones jurídicas. “Todos los comerciantes forman parte del comité, pero solo 200 pagan la cuota”, señala Diop apesadumbrado, quien calcula que habrá 600 establecimientos en el mercado de Sor y que unos 250 serán de cuestiones alimenticias. “Reclamamos mayor limpieza y un nuevo edificio, regulación de la venta ambulante y mejor accesibilidad para evitar accidentes de carreteros”, sugiere entre otras demandas como la necesidad de una lonja y de cámaras de frío.
La piel de Seynabou Gaye (1973) reluce entre el brillo que reflejan las frutas multicolor de su puesto en el mercado de Sor. Las peras y las manzanas le llegan desde Sudáfrica, y los plátanos y las naranjas desde Costa de Marfil. “Y también tenemos muy buenos productos de Senegal, como la sandía, el melón, y los mangos. Y la guanábana es de Saint Louis”, dice señalando esta fruta verde con pinchos de sabor dulce. Cuenta que pasó unos años trabajando de cocinera en Líbano, pero hace seis volvió a Saint Louis, donde ahora dispone las piezas en expositores en alto y alejadas del suelo, mientras otros vendedores colocan sus productos en telas sobre la calle. “Que trabajen así no es justo. Ocupan el espacio público y no pagan impuestos”.
En un cuaderno, el comercial Serigne Ngom (1989), va apuntando los pedidos de bolsas de ganchitos con sabor a queso que los comerciantes de la ciudad de Saint Louis encargan a centenares. Antes ha escrito los de los municipios por los que ha parado en el trayecto desde Dakar, y después anotará los que prosiguen en su periplo por la carretera. Del camión en el que viaja con el conductor y con el porteador salen casi volando paquetes livianos de color celeste que los niños reclaman para comer. “Cada año ha aumentado la venta. Hoy dejamos 300 paquetes de los más grandes, que cuestan 100 CFA (15 céntimos de euro) cada uno”, señala el joven, que cuenta que estudió un curso para ser comerciante y aprendió el oficio de su hermano mayor.
Con los primerísimos rayos de sol, delante de la puerta de su establecimiento, una algarabía de personas distribuyen los productos que traen desde los pueblos en una furgoneta para venderlos en el mercado de Sor. Paciente, Cheikh Diop (1979) espera a que se disuelva el trajín y coloca en la entrada decenas de cacharros de cocina. “Las ollas senegalesas que son elaboradas en talleres son 100% de aluminio, y también las espumaderas y otros utensilios”, detalla el vendedor, que explica que las que tienen capacidad para tres kilos cuestan 4.600 CFA (siete euros) y las que son de importación, con la misma carga salen a 6.600 (10 euros). “También se manufacturan en Senegal los morteros y los baldes de plástico. Todo lo demás de la tienda viene de fuera”, indica.
Serigrafiado en la espalda de su camiseta azul se lee en unas letras en blanco: “Pagar impuestos, una acción ciudadana”. Y a recaudarlos se dedica Mohammed Mbaye (1973) desde que despunta el sol. Recorre las aceras y calzadas del mercado de Sor para cobrar 100 CFA (15 céntimos de euro) a las personas que extienden lonas, telas y sacos en el suelo para colocar productos encima. “La venta callejera no puede hacerse en cualquier lugar, si hay algún puesto enfrente o dificulta el tránsito no se pueden instalar”, señala Mbaye, que detalla que por un establecimiento fijo de unos cinco metros cuadrados se paga aproximadamente unos 5.000 CFA al mes. “Todo el mundo entiende que lo tiene que pagar, es normal. No suele haber problema”, asegura.
En su despacho tiene sobre una mesa muestras de productos alimenticios sobre los que considera relevante estudiar su calidad y propiedades, como los suplementos de yodo que se requieren en la sal para evitar problemas de tiroides. Papa Insa Fall (1982) es adjunto al jefe de Servicio Regional del Ministerio de Comercio en Saint Louis y se mueve con soltura entre el papel de las normativas del sector y los carniceros del mercado. “Controlamos las ventas para que los precios se mantengan estables”, señala como una de las principales tareas que desempeña, además de garantizar la inocuidad y la trazabilidad de los productos y procurar que los senegaleses se vendan con prioridad frente a los importados. “Primero es lo nuestro”, señala en la línea de las políticas estatales que promueven la soberanía alimentaria.
Trajina de un sitio a otro regando, quitando malas hierbas, y contando a la vez cómo el retraso de las lluvias perjudica el cultivo de sus dos hectáreas de tomates, cebollas, berenjenas, calabacín, pimiento, hibisco, limón, mango, palmeras para aceite… Cuenta que la mayoría de su producción se vende en Saint Louis, “pero las cebollas van el 100% a Dakar, y el tomate, el 80%”, detalla. La agricultora Maimouna Diop (Sanar, 1963) es la presidenta de la Asociación de mujeres productoras de Sanar y está convencida de la necesidad de inculcar en los jóvenes y las mujeres su pasión. “Si cultivamos tenemos ingresos y participamos en temas de infancia, de salud, de alimentación, de electricidad… Luchamos así por nuestra autonomía, contra la pobreza, contra la migración...”, dice casi de retahíla.
Fatou Gueye (1994) ha estudiado contabilidad y ahora es la secretaria del presidente regional de la Unión Nacional de Comerciantes e Industriales de Senegal (Unacois) y empresario de la compañía Dabayo Sarl, donde se cultivan 32 hectáreas de cacahuete. “Yo me encargo de hacer las facturas de alquileres y de los servicios de transporte”, indica Gueye, que trabaja en la planta alta de una oficina desde donde se otea el trasiego del mercado de Sor. “Saint-Louis tiene una tierra muy cultivable, y de ahí viene el interés de practicar la agricultura”, señala la joven, que traduce al dirigente de la organización, del wolof al francés, las demandas de la plataforma al Ayuntamiento. “Se necesita más limpieza en el mercado, sistemas de refrigeración, organización en el transporte, e inversiones para el campo”.