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La explotación en la industria de los videojuegos, contada desde dentro

Trabajadores que participaron en la elaboración de títulos como ‘Cyberpunk 2077′ o ‘The Last of Us II’ relatan cómo el sector ha normalizado una cultura laboral inhumana y despiadada

Sadie Adler, extrabajadora de Rockstar, en una foto proporcionada por ella misma.
Sadie Adler, extrabajadora de Rockstar, en una foto proporcionada por ella misma.
Enrique Alpañés

Al final uno acaba renunciando a sus sueños por cosas tan tontas como una lumbalgia. Tommy Miller trabajaba en Naughty Dog, la empresa más prestigiosa de su sector, el de los videojuegos. Pero su interminable jornada laboral, que le hacía acumular más de 60 horas semanales de trabajo, le estaba destrozando la espalda. Decidió irse antes de que la cosa empeorara. “Tuve suerte”, relata Miller en conversación telefónica. “Otra gente salió peor. Vi a un compañero marcharse en camilla, con un ataque de ansiedad. A otro, irse de baja por depresión. Uno acabó en tratamiento por estrés postraumático... Hay muchas historias peores que la mía”. El nombre de Tommy Miller es inventado. Las situaciones que describe no.

Las condiciones de trabajo de la industria cultural más próspera del mundo están en el punto de mira. Las principales empresas del sector han normalizado unas prácticas que pasan por exprimir a sus trabajadores en jornadas maratonianas durante meses. Este sistema de explotación es algo tan común que hasta tiene un nombre: crunch. Miller repite mucho esta palabra y sus derivadas: “En Naughty Dog estuvimos cruncheando casi un año”, explica; “crunchear es parte de la cultura de empresa”, abunda. Miller define estas prácticas laborales con dos palabras que cualquiera puede entender: “Inhumanas y despiadadas”.

Miller se niega a dar su nombre real. Prefiere no revelar su ubicación. Solo accede a hablar bajo estrictas condiciones que hagan imposible su identificación. “Si se sabe quién soy estoy acabado en esta industria”, señala.

Este desarrollador no solo denuncia las interminables jornadas de trabajo que, reconoce, en ocasiones se alargaban por decisión de los trabajadores. También habla de la fiscalización de esas horas extras por parte de la empresa y de la presión colectiva sobre quienes no las hacían. “Todos los viernes enviaban un correo, o directamente venía un jefe con una libreta, para preguntar quién se quería quedar a trabajar el fin de semana”, recuerda. “Era una forma de señalar al que no lo hiciera”. La situación que denuncia Miller dista mucho de ser excepcional. Cerca de 50 trabajadores del sector fueron contactados para este reportaje. Solo cinco contaron su historia. Ninguna de las empresas mencionadas quiso hacer comentarios.

Según el informe del International Game Developers Association, una asociación profesional con más de 12.000 miembros y 25 años de experiencia, el 59% de los desarrolladores de videojuegos aseguraba en 2015 que la explotación laboral era parte estructural de su trabajo. En la actualidad, el 42% lo sigue afirmando. Parece que las cosas están cambiando poco a poco. El motivo, coinciden los analistas, es la denuncia de estas prácticas y la mala fama que empiezan a granjear a las empresas.

También ha ayudado la incorporación de una nueva generación de desarrolladores que valoran su calidad de vida por encima de su trabajo. Miller lo confirma hablando de quienes fueron sus compañeros. “El 30% del equipo de ingeniería que trabajó en The Last of Us II [último título de la compañía, estrenado el pasado verano] ya se ha ido. “Y se acabarán yendo más” vaticina. “Después del último Uncharted [anterior juego de la empresa] se fue el 90% del departamento de diseño. Lo llamaban «el juego de los divorcios», por la cantidad de gente que acabó separándose durante el desarrollo”. El problema es que después de estas oleadas de deserciones la gente que se queda y asciende es la que más crunchea. Eso acaba convirtiendo la explotación en parte estructural de la cultura de empresa.

Apuestas más arriesgadas

Andrew Maximov podría encajar en esa descripción. Este californiano de sonrisa amplia y melena larga lleva 12 años en la industria, cuatro de ellos precisamente en Naughty Dog. Allí ascendió al puesto de director técnico de arte. Supervisó a gente como Miller. “He estado en los dos lados”, explica en videoconferencia desde Los Ángeles “durante años me he cruncheado el culo. Después he trabajado para evitar que otros hicieran lo mismo”. Maximov tiene una visión del problema más global y menos crítica. Asegura que parte de su trabajo consistía en pasearse por las mesas mandando a la gente a su casa. Dice que incluso prohibió hacer horas extra por la noche. “No sirvió de nada”, se lamenta. Niega tajantemente que la empresa apuntara en listas los nombres de quienes trabajaban (y quienes no) los fines de semana. Asegura no haber presenciado ninguno de los episodios a los que Miller hace referencia.

Imagen del videojuego 'The Last of Us Parte II'.
Imagen del videojuego 'The Last of Us Parte II'.

Para él, el principal problema es que los juegos de hoy son excesivamente ambiciosos. “Ha habido un cambio exponencial”, denuncia. “En la PlayStation 3 un buen juego, con presupuesto alto, podría rondar los 40 millones de euros. Ahora mismo superaría fácilmente los 120 millones de euros. Y eso sin tener en cuenta las campañas de marketing, que pueden llegar a igualar esa cantidad”. El mercado, sin embargo, no ha cambiado tanto. “Los juegos siguen costando unos 50 euros y la base de jugadores no ha aumentado demasiado en los últimos 10 años, así que hacer un juego es una apuesta cada vez más arriesgada”, razona Maximov. Por eso, explica, la presión de los estudios es enorme y muchas veces tienen que recurrir a prácticas reprobables.

Aunque estas prácticas existen desde los mismos inicios de esta industria, ahora empiezan a denunciarse. Aunque cuesta. Como explica Álvaro Castellano, director de la página 3DJuegos, con amplia experiencia en el sector: “El sector del videojuego es muy hermético, tienes a muchos responsables de prensa alrededor, es complicado conseguir sacar cosas malas de la industria”.

“El Metal Slug [serie de videojuegos Arcade que arrancó en 1996] es un ejemplo perfecto”, señala Castellano. Tiene fama de juego simpático y divertido, pero salió adelante gracias a la explotación laboral. La gente iba a trabajar no solo con su cartera, sino con su saco de dormir”. Castellano hace constante referencia al escenario internacional. Cuando se le pregunta por el mercado español matiza: “En general son estudios pequeños y medianos, por lo que estas prácticas yo creo que son más residuales. Aunque también es cierto que aquí el sector aún es más hermético”. El hermetismo sin embargo se está empezando a romper. Eso persigue Games Workers Unite, un sindicato de trabajadores del sector cuya delegación en España, aún embrionaria, promete canalizar las demandas de los trabajadores nacionales. En uno de sus primeros estudios, realizado junto al investigador Roldán García Párraga, concluyen que el 34% de los empleados españoles ha sufrido explotación en algún momento y que el 28% aún la padecen. “Esta forma de explotación laboral no parece estar tan extendida en España como en la industria a nivel internacional”, explica García Párraga por correo electrónico. “Un dato relevante es que las horas extras, sean en crunch o no, raramente se pagan”.

Hay particularidades nacionales, pero los factores estructurales se repiten. La excesiva dependencia económica de la prensa especializada de las empresas que tendría que fiscalizar. O la indiferencia de un público fanatizado que ignora las malas noticias de ciertas compañías. Como explica Castellano, “hay mucha gente que defiende el crunch si lo ha puesto en práctica un estudio que le gusta”. Y prosigue: “Eso es un problema. Siempre ha habido una idea como de Real Madrid-Barça. Eres de Sony, eres de Nintendo... Al final, el público desarrolla filias y fobias por empresas. Y son multinacionales que ganan mucho dinero, que tienen juntas de accionistas en base a las cuales toman decisiones… Este comportamiento no tiene sentido, pero se sigue dando”.

Se sigue dando pero menos. En los últimos años, cuando estas historias han trascendido a la prensa, se ha empezado a apreciar cierto movimiento de boicot en las redes sociales (que no se ha trasladado a las ventas). Estas prácticas, toleradas hace años, empiezan a dañar la reputación de las empresas. Aunque hay pocas opciones para evitar la explotación. Una sería posponer el lanzamiento del juego a pesar de las presiones de las plataformas, el público y los departamentos de marketing. La otra, subcontratar trabajo.

“Un contratista”, apunta Shinobi Sekijo (nombre supuesto), al teléfono desde Suecia. “Nos llamamos contratistas”. Con este nombre se designa al desarrollador al que las empresas llaman cuando los plazos empiezan a no cumplirse. Sekijo era uno de ellos. Actualmente trabaja como fijo en Ubisoft, una de las compañías más grandes del mundo, con delegaciones en cuatro continentes, más de 10.000 trabajadores en plantilla y sagas como Assassin ‘s Creed o Far Cry a sus espaldas. Es un buen lugar donde trabajar.

Lo bueno de un contratista es que no sufre tanta explotación. “Te lo tienen que pagar muy, muy bien”, explica Sekijo. Lo malo, es que mucha gente a tu alrededor sí la padece. “En la anterior empresa donde estuve, From Software [productora japonesa creadora de Dark Souls y Bloodborne], todo el mundo la sufría”, denuncia. Aunque la mayoría ni siquiera lo sabía. “Es que el mismo concepto no existe en Japón. Su mentalidad es distinta y echar horas de más es casi una forma de dar las gracias a tu empleador”. Sekijo no se muestra tajantemente en contra de esta práctica porque entiende que hay veces en las que nace de los propios trabajadores. “Pero hay casos y casos”, matiza, “los que trabajamos en este mundo sabemos dónde ir y dónde no. Todos sabemos cómo se trabaja en algunas empresas. Pregúntale a alguien que haya trabajado en Cyberpunk 2077”, anima.

Imagen de 'Cyberpunk 2077'.
Imagen de 'Cyberpunk 2077'.

Los salvadores de ‘The Witcher’ condenaron a ‘Cyberpunk 2077’

Pregunto a Adrian Jakubiak. No tiene muchas cosas buenas que decir. “A ver, que había gente maravillosa”, señala en conversación telefónica desde Varsovia, “pero la cultura de empresa, el sueldo, el crunch… No compensaba”. Jakubiak fue durante tres años desarrollador y técnico de sonido en la empresa CD Projekt, desarrolladora de The Witcher y de Cyberpunk 2077. Trabajó en las expansiones del primero y en los inicios del segundo, hasta 2018. Podía echar 13 horas al día, cinco o seis días a la semana. Ganaba 700 euros al mes como programador junior, 1.100 cuando renunció. “Eso, en Polonia, me daba para alquilar una habitación en un piso compartido y para invitar a cenar a mi novia de vez en cuando”, dice. “Para poco más”. Sin embargo, cuando se le pregunta por qué abandonó la empresa no menciona el sueldo ni la jornada: “Lo hice por los jefes”, dice.

“En la empresa los llamaban «los salvadores de The Witcher»”, confiesa. El nombre hacía referencia al anterior título de la compañía. The Witcher 3 era un juego de presupuesto modesto que se convirtió en referente mundial gracias, en parte, al esfuerzo titánico que hizo un pequeño equipo. Según Jakubiak el pedigrí que daba haber estado en ese selecto grupo concedía carta blanca a ciertos trabajadores para imponer su ley y su criterio. Su jefe era uno de ellos. Y eso, lejos de salvarle, le acabó condenando. “Solucionaba cualquier problema diciendo que ya lo crunchearíamos más adelante y a la le daba por pensar que era un buen jefe por ello”, rememora el exempleado. “Pero que él cruncheara significaba que al final yo también lo tenía que hacer”, resume.

El desarrollo de Cyberpunk 2077 pasará a la historia como uno de los más accidentados que se recuerdan. Ejemplifica muy bien los males que aquejan a la industria. Los jefes de CD Projekt empezaron diciendo que el trabajo a destajo no sería obligatorio en este proyecto, en una declaración que trascendió a la prensa y generó aplausos generalizados. La realidad dentro de la empresa, explica Jakubiak, era bien distinta. Era 2016 y el prototipo del juego se hacía y deshacía de cero, dando tumbos sin un rumbo (ni un horario) fijo. Dos años después presentaron un impresionante tráiler en la feria más importante del sector. Las imágenes no se correspondían con el estado real del juego y se habían hecho ex profeso para la ocasión. Eran un engaño. A esas alturas, las presiones para echar horas de más eran constantes y podían venir del jefe, del equipo o de un compañero. La táctica era similar a la que describe Jakubiak, asumir que si tú no lo haces, tu superior lo haría por ti. Fue más o menos en esa época cuando él se marchó. “Para entonces ya era evidente que había muchas cosas que no iban bien. Ni siquiera teníamos una herramienta para cortar y pegar”, se queja el informático.

Sin embargo, las expectativas del juego seguían por las nubes. Incluso dentro de la empresa había cierta confianza en que las cosas, al final, saldrían bien. Los salvadores de The Witcher salvarían también Cyberpunk 2077, aunque fuera a base de exprimir a los trabajadores. No fue así. A medida que la empresa fue consciente de que no llegaba a la fecha marcada las jornadas se fueron alargando. En este punto Jakubiak aclara que la explotación en CD Projekt no era algo puntual. “La gente tiende a pensar que es una cosa de un par de meses en la fase final del desarrollo, pero cuando hablamos de juegos grandes es algo que puede extenderse durante años”, comenta. Aun así los últimos meses suelen ser lo peor y Cyberpunk 2077 no iba a ser una excepción. Cuando la fecha de lanzamiento estaba cerca, los directivos se dieron cuenta de que no llegaban. Postergaron el lanzamiento de la primavera al otoño de 2020 y después al invierno. Durante este tiempo intentaron solucionar los múltiples fallos del juego en jornadas que, según denunciaba un minucioso artículo de Bloomberg, llegaron hasta las 100 horas semanales. Los trabajadores remendaban los errores a contrarreloj pero había demasiados, era como apuntalar un edificio en ruinas con tiritas. Al final, el juego salió al mercado roto, con fallos que hacían casi imposible jugar en las consolas de vieja generación. Playstation lo retiró de su tienda online y se ofreció a devolver el dinero a los usuarios descontentos. El prestigio que una compañía se había ganado con años de trabajo se fue al garete en cuestión de días. Su valor en Bolsa se desplomó un 50% en una semana. “Se veía venir”, sentencia Jakubiak. “Se veía venir desde el principio”.

Los desertores sin nombre de ‘Red Dead Redemption’

Sadie Adler (nombre figurado) nunca aspiró a ese puesto en Rockstar. “Yo hacía mis horas, si acaso alguna de más, pero nada comparado con algunos compañeros, que podrían dedicarle 80 horas a la semana”, explica en conversación telefónica desde algún lugar de EE UU (“mejor no concretar”). Ella hacía su trabajo en el tiempo estipulado pero le acabaron llamando la atención. No miraban los resultados, miraban las horas. “Parece una empresa moderna, que hace cosas chulas. Pero al final, a nivel mentalidad, es muy casposa”, confiesa esta extrabajadora.

Corrobora Adler también la idea de una élite de jefes que, por su experiencia pasada, imponen una forma de trabajar basada en echar horas. “Es que quien asciende no es quien más talento tiene, sino quien más horas echa”, resume lacónica. Al final, este sistema acaba expulsando talento en busca de condiciones mejores, algo que suele suceder en tromba al final de cada proyecto. El motivo, señala Adler, es evidente: “Las horas extras no son remuneradas. Estas solo se pagan en forma de bonus cuando el juego sale al mercado”.

Estos bonus pueden suponer la mitad del salario anual de un trabajador, haciendo muy difícil para este abandonar un proyecto en mitad de su desarrollo. Es la zanahoria al final de una carrera que Adler describe “como un esprín, tras otro y tras otro. Hasta que al final se convierte en una maratón”. Una maratón que se extendió durante dos años. Este no es el único mecanismo para garantizar que los empleados no abandonen un juego a mitad del desarrollo. Hay uno menos efectivo, pero más doloroso: borrarte del juego.

Red Dead Redemption 2 es un juego enorme que presta atención a lo más pequeño. Dos detalles: su mapeado tiene el equivalente a 75 kilómetros cuadrados; los testículos de los caballos, al entrar en contacto con el agua de un río helado, se encogen. Conseguir este nivel de perfección conlleva el trabajo de muchas personas. Pero no todas aparecen en los títulos de crédito. Sadie Adler (con su nombre auténtico) sí aparece. El de otros compañeros que se marcharon antes que ella, no. “Si no terminas de cerrar un proyecto no te acreditan. Puedes haber trabajado cuatro años en un juego, pero si te vas dos meses antes del final no sales”, asegura. En Red Dead Redemption 2, al menos, tuvieron el detalle de meter a todos estos desertores en la sección de agradecimientos.

Adler sabe que no todas las grandes compañías son así. Por eso se acabó marchando de Rockstar a otro gran estudio. Guarda mucho cariño al juego que hizo allí, una obra maestra cuya calidad no se difumina a la luz de sus revelaciones. Algo parecido cuenta Tommie Miller, que se confiesa muy orgulloso de haber participado en un hito en el mundillo como fue The Last of Us II. Dice que no quiere con su testimonio hacer daño a la empresa. Solo empujar a que las cosas cambien. Adrian Jakubiak no cree que vayan a cambiar. Por eso da su nombre y apellidos, porque no piensa volver a primera división. Actualmente trabaja en una pequeña compañía de juegos para móviles y es feliz. Andrew Maximov también ha dejado los grandes estudios. Ha fundado Promethean AI, una inteligencia artificial que crea mundos virtuales de forma automática para aligerar el trabajo de los desarrolladores. Shinobi Sekijo es el único que sigue trabajando en su empresa, Ubisoft. Lo hace desde Suecia. Asegura que las condiciones laborales son las que uno se puede imaginar en ese país. Todos ellos son categóricos al afirmar que nunca más van a volver a hacer crunch. Cerca de la mitad de los trabajadores del sector de los videojuegos no puede decir lo mismo.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar

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