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España, en terapia
Tribuna
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La vida no debería doler tanto a tantos

España tenía un grave problema de salud mental y la pandemia lo ha agudizado

Una mujer muestra una pancarta donde se lee "La salud mental debería ser un derecho no un privilegio", en una manifestación por la salud mental, el pasado 10 de octubre.
Una mujer muestra una pancarta donde se lee "La salud mental debería ser un derecho no un privilegio", en una manifestación por la salud mental, el pasado 10 de octubre.Europa Press News (Europa Press via Getty Images)

Vivimos una época de malestar difuso y generalizado, de incertidumbre y ausencia de horizonte. Nunca como hasta ahora hemos tenido a nuestra disposición tantas series y películas y sin embargo es imposible encontrar en ninguna de las contemporáneas alguna en la que el futuro sea representado como mejor que el presente: más justo, más armónico, más tranquilo, más verde, más feliz. En todas el futuro es una radicalización de los rasgos más brutales del presente: autoritarismo, destrucción del planeta, desigualdad, desasosiego. Esto no siempre ha sido así, pero las películas que veíamos de ciencia ficción cuando éramos pequeños hoy nos parecen ingenuas, como si la esperanza se hubiese convertido en un sentimiento naive. Que hoy seamos incapaces de imaginar futuros mejores, de creérnoslos, es sin duda uno de los rasgos que mejor definen nuestro tiempo. Es imposible pensar que algo así no tenga consecuencias profundas sobre cómo estamos.

Este bloqueo del futuro contrasta con una feroz y dominante ideología individualista que promete a cada individuo que puede conseguir lo que se proponga y después le culpa por no conseguirlo. Un discurso de la insatisfacción permanente, de la carrera contra uno mismo y contra los demás. Un discurso que ensalza como libertad la ruptura de todos los lazos comunitarios, la soledad extrema, la fragmentación de las relaciones sociales, la desconfianza generalizada y la quiebra de cualquier sentido de pertenencia y trascendencia. Y cuanto más aislados, más indefensos vamos estando, más precarias, inseguras y angustiosas se van haciendo las vidas cotidianas, hasta el punto de que la vida hoy duele para millones de conciudadanos.

España ya tenía un grave problema de salud mental antes del covid, pero la pandemia lo ha multiplicado y agudizado. En el extremo, casi once personas se quitan la vida cada día en España porque no pueden más. Se estima que pueden ser hasta diez veces más quienes lo intentan. Estamos ante un verdadero drama social que revela que algo va profundamente mal en un modelo que produce tanto sufrimiento.

La política oficial ha vuelto a escindirse de la vida cotidiana, ha regresado a sus ejes y gesticulaciones tradicionales, para calma de unos y otros, al precio de abandonar como menores los dolores y deseos de la gente corriente. La discusión entre políticos y periodistas es cada vez más endogámica y se deja cada vez más vida fuera. Solo así se explica que hayamos tardado tanto en abrir una conversación sobre la salud mental, en un país donde hemos normalizado la necesidad generalizada de psicofármacos como engrasante para que no nos rompamos y la rueda gire cada día.

Desde que nosotros abrimos brecha con aquella intervención en el Congreso que se hizo célebre por aquel “vete al médico” con el que un diputado del PP quiso ridiculizarme, el debate de la salud mental se ha puesto de moda. Se han sumado actores políticos, medios de comunicación, famosos explicando sus experiencias y cientos de miles de ciudadanos proclamando que a ellos también les pasa. Con eso hemos roto un primer tabú: el de la estigmatización que condenaba a sufrir en silencio como problemas individuales, lo que es en realidad un problema ya estructural de dimensiones masivas. Ese paso es sin duda muy importante, para que a nadie más intenten avergonzarle, para que nadie más sienta que es su culpa.

No obstante, nos queda aún lo más importante. Ese dolor masivo y cotidiano es como una ola que vemos crecer en el horizonte, frente a la cual tenemos que tomar medidas inmediatas y otras de más largo recorrido. Las inmediatas son de sobra conocidas: hace falta incluir la salud mental en la cartera de servicios de la sanidad pública, para que acudir a terapia cuando no puedas más o necesitas una ayuda no sea un lujo solo para la minoría que puede pagar 80 euros cada semana. Para ello hay que multiplicar las plazas PIR para psicólogos en la pública. Multiplicar al menos por tres para llegar a la media europea de 18 por cada 100.000 habitantes. Y hay que reforzar la presencia en colegios e institutos de orientadores, educadores y psicólogos.

Hemos de poner el énfasis en particular en los sectores sociales más empobrecidos o más precarizados, para quienes la vida es más insegura y fuente de angustia, porque son al mismo tiempo los que más posibilidades tienen de sufrir dolencias de salud mental y los que menos recursos, tiempo y posibilidades tienen de recibir ayuda especializada. Está bien que personas conocidas se hayan sumado a visibilizar los problemas de salud mental pero es fundamental recordar que el sufrimiento se concentra en la base de la pirámide. La salud mental también va por barrios.

Con todo, todas estas medidas son como una primera barrera defensiva que por sí sola no puede hacer frente a una crisis profunda y estructural. Una verdadera crisis de época. Que tanta gente se quiebre, que tanta gente no pueda el domingo comenzar la semana, que tanta gente se rompa, que a tanta gente le atenace la ansiedad o le sepulte la depresión, que tanta gente tenga trastornos alimenticios o piense en quitarse la vida para ponerle fin a su sufrimiento no es normal. No es un conjunto de casualidades. Es una de las manifestaciones más crudas de un modelo que además de socialmente injusto y ecológicamente insostenible ahora ya reconocemos que es humanamente insoportable, aunque todos tengamos que hacer como que no pasa nada.

Quizás haya que recuperar una política ingenua que se atreva a decir que la vida no debería doler tanto y a tantos, que no tenemos un objetivo más importante que hacer más fácil que la vida sea feliz. Habrá quien objete que este es en todo caso un objetivo individual pero parece evidente que si tanta gente sufre de lo mismo eso significa que hay causas compartidas y modificables. Los ritmos de trabajo y la disponibilidad de tiempo libre para el descanso, los cuidados y el disfrute, el diseño de nuestras ciudades para la renaturalización y el fomento de relaciones sociales más densas y más lentas, o la lucha contra la precarización de la existencia deberían ser algunos objetos prioritarios de atención para una transformación general del modelo que le haga frente a la pandemia de la salud mental. Para una política que se atreva a ser ingenua y a imaginar que la vida, en el futuro, puede ser mejor.

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