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La ansiedad rompe la vida de niños y jóvenes

Las urgencias psiquiátricas en menores se han disparado desde el inicio de la pandemia. La depresión y los intentos de suicidio se intensifican entre unos jóvenes cada vez más desarmados frente a la frustración y la incertidumbre

Ansiedad
Félix Barragán y Ana Gonzalo, con su hijo Javier, de 16 años, en su casa de la sierra madrileña.SANTI BURGOS

Javier tiene 16 años, buenos amigos, vive en una familia armónica formada por sus padres, Félix y Ana, y dos hermanos, uno de 20 años y otro de 10. En su bonita casa con jardín, situada en un pueblo de la sierra madrileña, todo transcurre diferente desde que las pasadas Navidades Javier comenzó a darse cuenta de que tenía “sensaciones muy raras”. “No quería seguir”, explica, “no veía más allá y yo iba pensando en quitarme la vida”. No hay drama en su discurso, solo reflexiones profundas, silencios entre frases que parecen dedicados a poner orden en sus pensamientos, y una mirada viva y al mismo tiempo profundamente triste. La ansiedad no le deja vivir ni ver que lo que ahora siente puede no durar eternamente. Sabe que su situación no es única, que les ocurre a muchos otros jóvenes. Demasiados y en continuo aumento desde que la pandemia “hizo explotar todo”, como explican los psiquiatras. Pero no encuentra en las cifras ningún consuelo. Sin estridencias, argumenta: “Nunca tengo la cabeza calmada. Para mí el suicidio es una solución”.

No existen datos globales actualizados sobre el aumento de los problemas en la salud mental de los jóvenes porque, como reconoce una fuente del Ministerio de Sanidad, llevan “año y medio desbordados por la covid-19 y las estadísticas llegan siempre muy a posteriori”. Pero los médicos que asisten en urgencias hablan de “explosión”, de “preocupación”, y de cómo en algunas comunidades autónomas se han tenido que adelantar todos los planes previstos para aumentar las camas hospitalarias de psiquiatría infantil y juvenil con el objetivo de hacer frente a un problema al que tampoco ayuda el silencio, el miedo y la vergüenza que todavía provoca reconocer que se sufre un trastorno relacionado con la salud mental.

Javier Quintero, jefe del servicio de Psiquiatría del Hospital Infanta Leonor de la Comunidad de Madrid, explica que ya había un panorama preocupante pero que “la pandemia lo ha reventado todo”. “En mi hospital podíamos ver dos casos graves de adolescentes a la semana y ahora llegan tres o cuatro cada día. Esa es la escala”, asegura. Una afirmación que corrobora un reciente informe de la Asociación Española de Pediatría, que refleja que las urgencias psiquiátricas en menores desde el inicio de la pandemia se han incrementado un 50%. El Gobierno no es ajeno al problema y la ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra, avanzó el 10 de junio que durante 2021 se elaborará el plan Escuchar y acompañar, que analizará en profundidad cuál es la realidad de la salud mental de los niños y jóvenes españoles. Aunque en el mismo acto en el que habló de este proyecto, reconoció que “se están produciendo situaciones en las que los niños y jóvenes españoles no están recibiendo el apoyo necesario para poder salir adelante ante situaciones difíciles”.

Un informe publicado a principios de junio por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) también advirtió a sus países miembros sobre la urgencia de dedicar más medios económicos y humanos a la salud mental. El estudio recordaba que antes de que el problema se disparara, los costes individuales y sociales causados por estas patologías ascendían a un 4,2% del producto interior bruto (PIB) ―incluyen gastos directos para el tratamiento de las patologías mentales, el impacto por la reducción de la tasa de empleo y la caída de la productividad―, por lo que consideraban una necesidad buscar remedios más eficaces para mejorar la situación.

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Para Javier, estudiante de 2º de bachillerato que va un curso adelantado a su edad por tener un coeficiente intelectual por encima de la media, todo se detuvo cuando comenzaron las crisis de ansiedad. “La siento constantemente, pero me sigue sorprendiendo porque me han dado picos con ataques muy fuertes en los que suelo perder el conocimiento. Durante ellos, por lo que me cuentan mis padres, puedo estar durante dos horas convulsionando, me intento autolesionar, me pego puñetazos, me intento morder… Luego no me acuerdo de nada y solo me duele todo el cuerpo. Ahora también han aparecido las migrañas que me producen ansiedad que a su vez provoca las migrañas, es como un círculo vicioso”. Félix, su padre, cuenta que en enero se lo encontró en el baño con un bote de lejía y que les dijo que había mirado en Internet cómo quitarse la vida: “Creí que era una llamada de atención, una situación delicada, y fuimos a un psiquiatra que nos recomendó que empezara a tomar Orfidal”. Pero las cosas se desarrollaron muy rápido y un sábado, tras decir que iba a dar una vuelta, les llamó desde las vías del tren.

“Empezó con ataques más leves, hiperventilas, se te agarrota el cuerpo”, explica Javier. “Después aparecieron las apneas, más tarde comencé a autolesionarme. Son impulsos. Un buen amigo había pasado por una circunstancia muy mala y, como soy muy empático, no poder ayudarle me generó un malestar muy grande. Llegué a las vías del tren, que están cerca de casa, y sabía que pasaba uno en un minuto. No sé por qué llamé a mi madre. Es todo muy inconsciente. La escuché llorar y me aparté. Recuerdo que el tren me pasó a centímetros. Luego tuve una crisis y me dejaron ingresado en el Hospital Puerta de Hierro. Al principio fue horrible: 24 horas aislado, a las 48 horas te dejan hablar 10 minutos con tus padres..., me desmayé varias veces. Todo está vigilado, las ventanas son de metacrilato, después estás en una habitación con un compañero, te medican, haces terapia, te enseñan… Me vino muy bien. Aprendí a controlar la ansiedad, llegas ahí, no eres nadie y te medio encuentras y encima conocí gente en muchas peores circunstancias que la mía”.

Javier es consciente de que puede considerarse privilegiado, pero considera que analizarlo todo es uno de sus problemas: “Desde muy pequeño me parece que es bastante mejor vivir en la ignorancia. Siempre me he preocupado del futuro, de situaciones que no me corresponden por edad… Es una sensación de impotencia. No me llama la atención lo que está por descubrir porque considero que en la vida hay más cosas malas que buenas y solo te queda contentarte para que todo no sea negativo. Mis padres son cristianos y nos lo han inculcado a mis hermanos y a mí, por eso tengo cierto miedo a que si muero por suicidio puedo ir al infierno, y si voy al cielo puede que vea el sufrimiento que les puedo causar. Es lo que provoca esta enfermedad, que en momentos no piensas de manera correcta y actúas impulsivamente sin tener en cuenta todos los factores”.

Irene Bautista, psicóloga y experta en gestión emocional en Psicología IBH, explica sobre la ansiedad: “Es un mecanismo que nos invita a la lucha y a la huida cuando algo va mal y, cuando no gestionamos bien los conflictos y las emociones, nos desbordamos, y la pandemia ha venido a agravar la situación”. “Los adultos”, continúa, “creemos que las preocupaciones de los niños, adolescentes y jóvenes son banales porque tienen la vida por delante. No sabemos validar lo que sienten”. Quintero añade otra visión: “Pensamos que solo es la adversidad psicosocial lo que condiciona el bienestar mental, pero no es así. Ciertos cuadros aparecen con más frecuencia en situaciones de adversidad pero los ricos también lloran, y no sabes cómo. Además, disponer de dinero añade otro problema porque abre el acceso precoz a conductas como el consumo de alcohol y drogas”.

Psiquiatra y psicóloga están de acuerdo en un aspecto que a su juicio es básico: “Estamos generando generaciones cero resilientes, les hemos enseñado que el no no existe, y es mentira; que la frustración hay que edulcorarla, y lo que hay que hacer es afrontarla; que la cultura del esfuerzo es un rollo… Todo esto hace que el niño sufra menos, pero crea personalidades más débiles a los 15, a los 16 o a los 18”, sentencia Quintero. “Son unos analfabetos emocionales, los adultos también”, añade Irene Bautista. “No estamos conectados, no sabemos lo que sentimos y vamos sobreviviendo a las demandas. Me voy encontrando mal pero no me escucho y no tengo recursos para saber qué me pasa. Los hemos sobreprotegido porque no nos gustan las emociones desagradables, pero al resolverles los problemas mermamos sus capacidades, sienten que no son capaces, comienzan a quedarse en casa, a aislarse, a no hacer nada, llega la depresión, como no tienen ganas no salen a hacer cosas y se refuerza el círculo”, explica esta experta.

Falta de resiliencia, problemas de comunicación, incapacidad para el esfuerzo, falta de autoridad, la poderosa influencia de los modelos idealizados que proliferan en las redes sociales y el poder de las críticas despiadadas, la sobreprotección y la dificultad para tolerar la incertidumbre son argumentos que se repiten. Pero todos los especialistas coinciden en que lo más peligroso es cuando el problema no se verbaliza. “A mí me encanta cuando el chaval pide ayuda porque hay un punto de conciencia, una agarradera para trabajar”, reflexiona Quintero. “La mayoría de las veces eso no ocurre y no siempre resulta fácil que el entorno lo detecte porque frecuentemente el cambio no es extremo. Es como la teoría de cocer una rana: si la metes directamente en agua hirviendo, salta y se escapa, pero si la metes en agua fría y vas calentando el agua despacito, se queda quieta y se cuece sin que nadie haga nada”.

Laura Romero, abogada y creadora de una web de viajes, ha peleado durante tres años contra la ansiedad.
Laura Romero, abogada y creadora de una web de viajes, ha peleado durante tres años contra la ansiedad.SANTI BURGOS

Laura Romero acaba de cumplir 31 años y es abogada en una multinacional que prefiere no citar. A los 28 años comenzó su batalla con la ansiedad y está de acuerdo con los especialistas en que uno de los problemas es ocultarlo. “Tenía mucha presión, notaba que trabajaba demasiado. Siempre he sido muy deportista y no tenía tiempo para el deporte, ni para el ocio. Era vivir en el día de la marmota, todos los días trabajar 12 o 13 horas, dormir, comer y volver a empezar. Un día iba conduciendo para ir al funeral del padre de una de mis mejores amigas y después a la oficina; no llegué ni a un sitio ni a otro. Se me empezó a dormir el brazo izquierdo, comencé a sentir hormigueo en las manos, me quedé helada, sentía el corazón en la cabeza y no podía respirar. Paré el coche para intentar relajarme, pero el nivel subió y no sé cómo llegué a un centro de salud pidiendo ayuda. Entré con la sensación de que me estaba muriendo de verdad”.

Antes de ese momento nunca había sentido algo parecido ni le había asustado la responsabilidad de su trabajo. Tras seis días yendo a hospitales, fue su médico de cabecera quien le dijo: “Tienes ansiedad de libro. Deberías ir a un psiquiatra y tomar unos ansiolíticos”. Laura recuerda que dos días después estaba en la cita con el psiquiatra acompañada por su madre. Quería tenerla a su lado porque sentía que ella no estaba equilibrada. Ahora relata su experiencia acompañándola de una amplia sonrisa y la disecciona como una experta porque los años que ha batallado con la ansiedad han cambiado su vida hasta el punto de que compatibiliza su trabajo con un máster en coaching y crecimiento personal.

Ahora continúa en su trabajo pero se ha puesto límites al horario y a su autoexigencia, y está enfrascada en un proyecto que le ha dado vida y un propósito. “Mi proyecto representa como soy, se llama Orbis Viatorem (viajero del mundo, en latín). Como siempre he sentido pasión por viajar y para mí es una terapia, he lanzado una forma de organizar viajes que mezclan aventura, actividad, risa y toques de desarrollo personal y ayuda. Ya tengo dos en marcha, uno para verano y otro en noviembre. Quiero tender una mano para que la gente no se sienta sola ante este problema porque da mucho miedo pensar que eres el único al que le pasa. Existe mucho estigma sobre la salud mental y todo empieza por emociones que se enquistan. Yo me he visto obligada a ponerle remedio, pero muchos necesitan lo mismo y aún no lo saben. Ahora estoy en el mejor momento de mi vida”.

Javier todavía no ha encontrado la salida a su conflicto, pero su padre, Félix, ha notado algo de cambio en ese proceso que está afectando a toda la familia. “Sientes rabia, dolor inmenso, frustración, impotencia. Nuestro hijo es ahora nuestra prioridad, ha habido días de estar alerta las 24 horas. El colegio ha quedado aparcado y después de dos meses sin tocar temas esenciales por prescripción facultativa, por fin tenemos la oportunidad de hablar con él y tratar de aportar positividad. Solo esperamos que deje de considerar como verdad patente que la vida es una mierda, que deje de huir para que pueda empezar a afrontar el problema”.

Demasiado atentos a lo que pasa fuera y poco a lo que pasa dentro

Los psicólogos y psiquiatras tienen más trabajo que nunca, incluso notan que entre los jóvenes está cambiando la percepción que tenían de su labor y ya no les resulta tan raro comentar con los amigos que necesitan de su ayuda. Aun así, son más féminas las que acuden a sus consultas porque, como explica la psicóloga Irene Bautista, “las mujeres somos más verbales y entendemos mejor la acción de ayuda”. Los chicos lo tienen más difícil porque entre ellos no es tan frecuente hablar de emociones y aún pesa esa idea ancestral de que los hombres no lloran o no deben hacerlo.

Para esquivar la ansiedad hay que evitar especialmente estar más preocupados por lo que pasa fuera que por lo que pasa dentro. Bautista recomienda dejar a un lado todos los tengo y debería: tengo que encontrar un trabajo, debería estar más delgado, tendría que conectar más con la gente…, y centrarse en lo que uno quiere y necesita. Buscar relaciones reales, trabajar en casa con las emociones buenas y malas, educar y no salvar, preguntar de forma abierta para acompañar no para juzgar y, sobre todo, conocernos y escucharnos. “No hay una varita mágica para conseguirlo”, sentencia, “nos tenemos que dedicar tiempo y somos cada uno de nosotros los que tenemos que hacernos cargo de nuestra vida. Escucharnos para saber qué nos gusta y que no y luego pararnos a pensar qué vamos a hacer para conseguirlo”.

Javier Quintero, psiquiatra, hace hincapié en la necesidad de tener una buena comunicación en casa: "Estamos demasiado ocupados y no nos dedicamos tiempo. Nos hemos equivocado cosificando el afecto, hemos creído que dar cosas sustituye a la necesidad de dar abrazos. Educar es un rollo, pero ser padres es un acto de inmensa generosidad. Los padres no son el centro del problema, pero esta sí es la parte que afecta a la familia y su implicación es fundamental".

A su juicio, la pandemia tampoco ha ayudado porque solo se es capaz de aguantar por un tiempo –que varía en cada persona– la sensación de excepcionalidad. "Nos vendieron esta situación como temporal y nunca nos contaron desde el principio que lo que estaba pasando era muy grave", afirma el psiquiatra. A Quintero le preocupan también las consecuencias en el momento actual: "Espero equivocarme pero estamos viendo mucho adolescente que se está rompiendo, con cuadros muy severos, abruptos. Responden al tratamiento, pero queda la duda de cuánto de lo que estamos haciendo es una curación total o un a ver qué pasa mañana".



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Sobre la firma

Maite Nieto
Redactora que cubre información en la sección de Sociedad. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora de información local de Madrid, subjefa en 'El País Semanal' y en la sección de Gente y Estilo donde formó parte del equipo de columnistas. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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