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EL PAÍS se queda en casa
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un drama sentimental burgués

Se me han ido de las manos los errores, pero ni yo misma puedo culparme: la culpa siempre es de las circunstancias

Una mujer pasea a su perro en la Puerta del Sol el 5 de abril
Una mujer pasea a su perro en la Puerta del Sol el 5 de abrilJUAN MEDINA (Reuters)

El virus nos avisa, como burlándose, de que algo así como la clase siempre ha estado presente. Miro algunos mapas que han salido estas últimas semanas sobre las incidencias de la covid-19 por barrios: parece evidente que esta, como todas, también es primero una enfermedad de pobres a la que los ricos tienen miedo, igual que se lo tienen a los pobres. Me viene a la cabeza otra conclusión menos inmediata: supongo que otra de esas jerarquías es la del andamiaje de las historias y ficciones que nos contamos los unos a los otros, aunque también a nosotros mismos; la diferencia entre el drama sentimental burgués y la miseria social, la diferencia entre Madame Bovary y Germinal.

Sí, ambos son exponentes, cada uno a su manera, de cierto realismo, de acuerdo, y nadie en su sano juicio piensa que Madame Bovary sea una apología del discreto encanto de la burguesía. Pero hay quienes siguen trabajando sin medidas de seguridad, hay gente exponiéndose sin tener refugio en torres de marfil; hay quienes mueren sin que podamos despedirlos: por pura estadística, suelen ser más pobres que ricos. Luego estamos los privilegiados, lo que queda de la clase media: yo puedo estar «tranquila» en mi piso de Madrid, hacer Skype, descubrir lo que es Zoom, jugar al Animal Crossing y llorar cada vez que cuelgo en una videollamada con mi pareja.

Mi primera novela sale a la venta dos días antes del confinamiento. Consecuencia: yo quedo atrapada en Madrid. Establecemos rutinas. Cada noche yo leo en voz baja hasta que se queda dormida; cuando lo noto en su respiración, le doy las buenas noches y cierro la pestaña. Escribo y leo, tengo insomnio, me duermo a las cinco o a las seis. Repetimos al día siguiente.

Se me han ido de las manos los errores, pero ni yo misma puedo culparme: la culpa siempre es de las circunstancias. Si pudiera volver atrás sería una irresponsable; elegiría mil veces serlo ante la realidad, fruto de la obediencia, que me toca ahora: volvería con el confinamiento declarado a París antes de que ambos países, a un lado y al otro de la frontera, se pusieran de acuerdo en que la vida iba en serio; saldría de mi casa dando la razón a los epidemiólogos, pensando en sus instrucciones y en la necesidad de limitar al mínimo posible todo desplazamiento; cogería un avión, en definitiva, y me quedaría en un país que no es el mío (y que ahora, por culpa de alguien, quizá lo sea tanto más que en el que estoy) lo que durase todo esto.

Así, mientras una catástrofe se enlaza con otra, la tasa de paro se convierte en la primera relación entre dos magnitudes en viajar a la luna, y nuestra civilización bordea temerariamente el fantasma de su predecible colapso, yo gasto estas últimas líneas en repetirte, apenas un mes después de la última vez en que durmiéramos juntas, que te echo de menos, que tengo tantas ganas de volver a casa, que empiezo a darme cuenta de lo difícil y extraña que es la luz si el sueño no filtra bien los posos de la cabeza. ¿Acaso algo es capaz de ser subjetivamente más importante, durante cualquier tragedia, que un drama sentimental?

Elizabeth Duval es escritora. Su primera novela es Reina (Caballo de Troya, 2020).

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