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Vivir con un trastorno alimentario: “Me di cuenta cuando me miré al espejo y vi la muerte”

La anorexia, la bulimia y los trastornos por atracón se dispararon tras la pandemia. Las pacientes reclaman más recursos asistenciales y romper con el estereotipo: ni todas son jóvenes ni sufren delgadez extrema

Trastornos alimentarios
Un grupo de pacientes del hospital de día de la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria del Sant Pau de Barcelona.Albert Garcia
Jessica Mouzo

Parapetados tras una densa bruma de estigma y confusión, los trastornos de la conducta alimentaria proliferan en la calle a paso de gigante. Dejar de comer, comer y vomitar, o los atracones compulsivos, son solo la punta del iceberg, lo que se ve —si es que se deja ver—. Pero hay más. Mucho más. Marta, Raquel, Inés, Yolanda, Laila, Ingrid, Teresa y Esperanza, todas pacientes del hospital de día de la unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) del hospital Sant Pau de Barcelona, lo definen así:

—Una mala gestión de las emociones.

—Un castigo.

—Dejas de quererte y de cuidarte.

—Es una autolesión.

—Cuando dejas de controlar tu vida, hay una cosa que sí puedes controlar: el peso y la comida.

—Es mucho sufrimiento.

Detrás de un trastorno de la conducta alimentaria se esconde todo eso. Y más. No hay dos casos iguales. Por expreso deseo de las pacientes, en este reportaje no habrá cifras de tallas ni pesos: la enfermedad, insisten, no es eso; o no solo.

La mochila de la anorexia, la bulimia y los trastornos por atracón —los TCA más comunes—, es tan inmensa y heterogénea como pacientes hay: la prevalencia ronda el 4% de la población (la mayoría, mujeres) de entre 12 y 21 años, pero estas enfermedades tan complejas se arrastran, en muchas ocasiones, hasta la edad adulta. No solo afecta a niñas ni se curan solas con el paso de los años; tampoco es imprescindible tener una extrema delgadez para sufrir un TCA ni todos los enfermos encajan en un patrón determinado. La escala de grises es más amplia que los estereotipos incrustados en el imaginario colectivo, lamentan las pacientes, y no se puede banalizar ninguna alerta. Menos en un momento en el que los TCA están disparados tras la pandemia de la covid y el goteo de nuevos diagnósticos en las consultas de psiquiatría no cesa: un estudio en Estados Unidos alertó de un aumento de casos de más del 15% en 2020 respecto a años anteriores; en España, otra investigación del Instituto Universitario de Investigación en Atención Primaria Jordi Gol, con datos de Cataluña, concluyó que los diagnósticos de TCA se duplicaron en adolescentes tras la crisis sanitaria.

La relación con la comida es solo “un síntoma” de mucho más, dice Inés, de 47 años. Ella lleva desde los 18 luchando contra esa “doble vida” a la que la aboca la anorexia: “Me costó mucho tomar conciencia del trastorno, hasta que un día me miré al espejo y vi como la muerte de lo delgada que estaba. Es una doble vida porque no es normal comer y vomitar o no comer. Cuando hay una reunión de familiares, una boda o un evento, a mí se me hace muy difícil asistir y comportarme con normalidad. O si voy a un restaurante, antes de ir, miro la carta por internet cinco veces pensando qué me voy a poder pedir porque no hay nada de lo que hay ahí que me vaya bien”, explica.

Al hospital de día del Sant Pau llegan pacientes ya diagnosticadas —en femenino, porque son la inmensa mayoría— desde la atención primaria o los centros de salud mental de adultos o infantojuveniles. Aterrizan ahí “por la gravedad o por falta de respuesta a las primeras medidas que se toman”, explica José Soriano, psiquiatra y coordinador de la unidad de TCA: “Si la enfermedad ha arraigado en la mente de la persona, no hará caso de esas primeras indicaciones, continuará con esas conductas y se pondrá en riesgo. La atención se hace mayoritariamente en régimen de hospitalización parcial (medio día o el día entero), y si la cosa se agrava más, planteamos el ingreso completo. Pero pensamos que el hospital de día es el sitio ideal porque trabajamos tanto la parte nutricional y dietética, que se alimenten y no vomiten, como el aspecto psicológico y emocional”.

Entre las cuatro paredes de un viejo pabellón del recinto modernista del Sant Pau, van pasando las horas. Haciendo manualidades, terapia en grupo e individual, con un psiquiatra siempre a mano y asegurando varias comidas al día para garantizar su recuperación nutricional: desayuno, tentempié, comida, merienda y cena se hacen allí, bajo la supervisión de una enfermera y con menús individualizados y diseñados por nutricionistas y endocrinos. “Lo que vemos son chicas que vienen con problemas de anorexia o bulimia, aunque también se han incrementado mucho los atracones, los problemas de ingesta compulsiva sin conductas compensatorias, que te pueden llevar a problemas de sobrepeso u obesidad”, relata Soriano.

Riesgo de muerte

Todas sus pacientes son conscientes de la enfermedad, asegura el psiquiatra del Sant Pau, pero son incapaces de interrumpir estas conductas. “Lo que se están haciendo es casi una forma de suicidarse lentamente: si tú dejas de comer, al final tu cuerpo va empeorando”, advierte el médico. La anorexia es el único problema de salud mental cuyos síntomas pueden conducir a la muerte, apunta: “Puede haber casos de suicidio, pero también, esa delgadez extrema, después de unos años de mantenerse, puede producir el fallecimiento de la persona porque haga una hipoglucemia extrema o una complicación cardiaca”. Entre el 2% y el 3% de las pacientes con anorexia nerviosa, calcula el médico, fallecen.

En corrillo, sentadas en mesas de a dos, ellas, las pacientes, ponen cara a la enfermedad: a la anorexia, la bulimia, los atracones o todo a la vez. No hay compartimentos estancos, insiste Marta, de 22 años: “Hay muchos tipos de TCA. De hecho, el más típico es el no especificado, que es todo lo que no entra dentro de los criterios del manual de psiquiatría. Se visibiliza mucho la gente que está en infrapeso y nos olvidamos de que una persona que ha bajado desde los 100 a los 60, está en un peso saludable, pero a lo mejor no está saludable”, protesta. Ella empezó a los 11, “pero como no estaba en infrapeso”, pensaba que “no pasaba nada”, relata. “Hasta que me pasó lo típico: bajada de peso, la gente se alarma… y yo pensaba: llevo seis años mal y nadie me ha dicho nada y ahora que estoy en infrapeso, ¿es cuando la gente se preocupa? Me da mucha rabia”.

Yolanda, de 55 años, pinta en un libro en el hospital de día de la Unidad de TCA del Sant Pau.
Yolanda, de 55 años, pinta en un libro en el hospital de día de la Unidad de TCA del Sant Pau.Albert Garcia

Estas dolencias son multifactoriales, diferentes circunstancias que confluyen a la vez. Ser mujer, adolescentes, tener baja autoestima o recibir críticas en relación al peso son factores de riesgo, valora Sara Bujalance, directora de la Asociación contra la Anorexia y la Bulimia (ACAB). Un desencadenante claro, agrega, es “empezar una dieta para bajar peso sin control profesional”, sobre todo, si eres adolescente. También pasar por un sufrimiento importante, como una pérdida, o haber experimentado críticas y humillaciones en entornos sociales o familiares. Todo suma.

La pandemia, de hecho, fue “la tormenta perfecta”, apunta Bujalance, porque conjugó las factores de riesgo (como la incertidumbre o situaciones de pérdida) con la falta de factores protectores (ocio al aire libre, contactos sociales de calidad, parón de proyectos personales...). Dolores Picouto, psiquiatra de la unidad de TCA del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, ve los casos más graves en niños y adolescentes, los que requieren ingreso: “Es muy llamativo. Tras la pandemia se ha duplicado la demanda. Hay más casos y nuestra impresión es que son más graves y más jóvenes, con más incidencia al principio de la adolescencia. Llegan en una situación con peso más bajo y con otros problemas de salud mental, como ansiedad, depresión e ideación suicida”. La crisis sanitaria agudizó el aislamiento, la pérdida de relaciones sociales y rutinas sanas de vida y propició un mayor contacto con el mundo a través de las redes sociales, “que presentan unos ideales inalcanzables que generan frustración”, agrega Picouto.

Ser mujer, adolescentes, tener baja autoestima o recibir críticas en relación al peso son factores de riesgo

El detonante de un TCA, en cualquier caso, es variable. Puede ser una muerte o un simple coqueteo con prácticas como “el realfooding o el crossfit”, conviene Marta. Para ella, todas esas conductas disruptivas con la comida le acababan dando “tranquilidad”. “A mí me daba tranquilidad el hecho de planear, de estructurar… Yo era muy organizada e igual que me planeo los estudios, me planeaba las recaídas y eso a mí me daba tranquilidad. Creo que es una forma de sentir cosas que quieres sentir y que no puedes sentir de otra forma”, explica ahora.

Raquel, de 42 años, empezó, en el contexto de una depresión, cuando estaba practicando la dieta keto: comenzó a contar carbohidratos y calorías hasta comer solo una vez al día. Tiene anorexia, bulimia y compulsión por atracones: todo lo que “se pasa” de lo que ella se permite comer, le genera tal sentimiento de culpa, que lo compensa con laxantes. No es solo por adelgazar, admite. Hay más: “Lo de los laxantes es como que una vez voy al baño, lo libero todo: toda la tensión, la frustración y la rabia; las libero y ya está. Y yo eso lo sigo necesitando, coma mucho o coma poco”.

El precipitador de Teresa, de 63 años, también fue una depresión: dejó de comer, hasta el punto de no aguantarse de pie: “No podía salir a la calle sola, tenía que ir acompañada y cogida del brazo de mi marido. Un par de veces que fui a comprar, me caí porque mi cuerpo no tiraba y mi cabeza aún menos”.

Un círculo vicioso

No es fácil romper con esas conductas de riesgo. La propia enfermedad es un círculo vicioso, admite Soriano. “Una vez que caes en el pozo, ya no puedes salir porque el mismo proceso anoréxico o bulímico, se autoperpetúa. Cuando alguien ya dejó de comer y ha adelgazado mucho, a nivel fisiológico, el estómago también se reduce de tamaño y si quieres volver a comer normal, te va a doler, no vas a poder. Cuesta volver a realimentarse”. Y en la bulimia se dibuja otro callejón sin salida, explica: “La ansiedad lleva al atracón, el comer en exceso lleva a la culpa, la culpa lleva a vomitar, el vomitar luego lleva a dejar de comer por si no se ha vomitado todo y eso lleva a la ansiedad otra vez”.

Las redes sociales tampoco ayudan. Alientan un estereotipo inalcanzable, apunta Laila, de 22 años. Ella se tuvo que desinstalar el Instagram varias veces porque era “demasiado dañino”. “Hay un canon de belleza que juega en contra. Y, al final, ves una cosa que, aunque tú te esfuerces al máximo para estar como ellos, igual no puedes llegar nunca a ese ideal que te venden por las redes”. Para Marta, de la misma edad, estas plataformas juegan un papel “mantenedor del TCA”, con “minimundillos”, dice, donde se frivoliza con estos temas.

José Soriano, coordinador de la Unidad de TCA del Sant Pau.
José Soriano, coordinador de la Unidad de TCA del Sant Pau.Albert Garcia

El proceso terapéutico es largo, de varios años. Y no siempre se sale: alrededor del 60%, apunta Soriano, se curan; un 20% mejora, aunque siguen teniendo problemas con la comida o conductas de riesgo de forma puntual; y otro 20%, se cronifica. Como suelen comenzar en edades muy tempranas, en el grupo de pacientes en el que la enfermedad se enquista, el impacto en la calidad de vida es inmenso y muy prolongado en el tiempo.

Ingrid, de 47 años, lleva desde los 13 con anorexia. Luego se sumó la bulimia. En silencio, sin contárselo a nadie nunca, se purgaba tanto, que llegó a vomitar sangre, admite. Su hijo, dice, le abrió los ojos: el temor a que se quedase solo si a ella le pasaba algo le hizo pedir ayuda. Lleva una semana en el hospital de día. “También tengo lupus y por la medicación que tomo, engordo. Tengo que convivir con ello. No sé cómo hacerlo. Supongo que aquí me van a ayudar”, resuelve con media sonrisa.

Más recursos

Las pacientes reclaman, por encima de todo, recursos y atención. No basta, avisan, con controlar talla y peso cada tanto en el centro de salud mental o tener una visita por mes con el psicólogo. Yolanda, de 55 años, tardó dos años en conseguir una plaza: “Yo estaba a punto de morir. No me servía ir al centro de salud mental, media hora cada tres meses: cada vez te tocaba una enfermera diferente o el psiquiatra estaba de baja y venía otro y le tenías que volver a explicar todo. Yo estaba en peligro de muerte, necesitaba ayuda urgente”, relata.

En el Sant Pau, coinciden todas, sienten “apoyo” y comprensión. Y aprenden pautas de alimentación. Y toman conciencia de la enfermedad. “Te tratan como una persona”, apunta Esperanza, de 65 años, que lleva desde los 15 con trastornos alimentarios. Pero las plazas (20) son limitadas. Bujalance alerta de que ya hace tiempo que faltan espacios y recursos asistenciales para atender estas dolencias y ahora, tras la pandemia, aún más. Marta se revuelve: “No puede ser que una enfermedad como un TCA, que se agrava en nada, tenga una lista de espera de meses”.

No es fácil salir del “pozo”, admiten médicos y pacientes. Estas dolencias, concreta Picouto, suponen “un sufrimiento continuo”: “Invaden toda tu vida e implican una tiranía sobre la persona porque suponen una pérdida de la habilidad para comer de forma saludable, que es una función básica”. La psiquiatra lanza varias señales de alerta hacia la población: para empezar, “no es normal comer y sentirte culpable ni tener alimentos prohibidos”; y cuidado si un adolescente empieza a comparar mucho su cuerpo con otros, si cambia de apariencia física o de peso, si modifica sus patrones alimentarios, si evita situaciones sociales que impliquen exponer el cuerpo o salir a comer, si va al baño después de la comida. Todo eso pueden ser señales de alarma.

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Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.

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