Coreografía de YaeGee Park, de vuelta a las zapatillas de puntas tras su grave lesión, con el balón oficial de LaLiga.
Capítulo 1
La medida de una bailarina suele dictarla el escenario. Los padres de YaeGee Park tuvieron pronta noción de que su hija sería jugadora de partidos grandes. Con nueve años la aceptaron en la academia del Korean National Ballet. Sólo ingresaron cinco chicas de su edad de todo el país. Durante los dos primeros cursos parecía ir a la cola. Entonces llegó la primera competición. No un ensayo, una actuación sobre las tablas, con los focos apuntándola. Park, contra el pronóstico de todos, ganó, los dejó boquiabiertos. Margarita Kulik, estrella del Mariinski de San Petersburgo, le había impartido clases. Los profesores concordaron: aquella niña iba a ser bailarina.
A la audición en España, Park, que se permitía un máximo de cinco días de descanso al año, llegó con el dinero justo para tomar dos clases de ballet al mes. No podía pagarse una preparación más adecuada, tendría que afrontar la prueba decisiva lejos de su mejor forma. Era 2012. En la semifinal, toda una bailarina clásica como ella, de zapatillas de punta y fouettés, tuvo que interpretar piezas contemporáneas del sueco Johan Inger y del estadounidense William Forsythe. “En ese momento, de veras no tenía ni idea de quiénes eran. En Corea el clásico y el contemporáneo son dos ámbitos dancísticos separados, que no se tocan. En parte por eso quería bailar fuera. Por eso y porque quería ver mundo”, recuerda Park. Dio igual. Al moverse, sus brazos poseen esa magia que no se enseña, un arte innato. La plaza fue suya. En apenas un año obtuvo el rango de solista y estaba bailando el papel con el que soñó desde niña, Kitri, la protagonista del ballet Don Quijote, junto a la gran figura de nuestra danza —y hoy su jefe— Joaquín de Luz.
Vinieron años felices que, como suele ocurrir, tuvieron un final abrupto. Se lesionó un pie. Se operó en Corea y, como esa primera cirugía parecía no haber reparado su dolencia, tuvo que someterse en Madrid a una segunda operación. La rehabilitación la había mantenido fuera dos temporadas, su carrera estaba en juego y, en esas, tuvo que volver a enfrentarse a una audición. Si no la pasaba, perdería su contrato. “No podía ponerme las zapatillas de punta. Era demasiado doloroso. Así que tomé una decisión: bailé el solo masculino de Enemy in the Figure, de Forsythe”. Ellos, los bailarines, calzan unas zapatillas de media punta más suaves, sin la caja reforzada para bailar sostenidos sobre el pulgar, como ellas. Park, lidiando con su propio sufrimiento, fue audaz —rara vez ocurre que una mujer interprete un rol masculino—. El vídeo de su prueba corrió como la pólvora por las redes sociales y le llegó al propio coreógrafo, que ya había puesto su ojo en ella y le había dirigido alabanzas, cuando la vio bailando otra obra suya. “Cuando me vio interpretando el solo Tony [así se llama] me escribió y me dijo: ‘tienes que trabajar conmigo’. Era un milagro”. Park, obviamente, pasó el duro test. Y este 2022 logró volver a los escenarios.
Una curiosidad: en Corea, en el mismo instante en que nacen cuentan con un año. Y cada 1 de enero a toda la población se le suma otro. Aun así, celebran su cumpleaños. ”Tengo 32 en España y 33 en Corea”.
Capítulo 2
YaeGee Park opina que hay semejanza entre la energía que recibe una bailarina en el escenario y un futbolista en el campo.
“El idioma fue un problema. Poco a poco voy mejor”, sonríe contrariada Park, que de veras va saltando del castellano al inglés, entre sorbo y sorbo a su refresco. Imaginen aterrizar con una maleta definitiva a más de 15 horas de vuelo de tu casa, imaginen buscar piso y firmar un contrato de alquiler en Madrid hablando tan solo coreano. El suyo fue un choque cultural de aúpa. Pero lo que encontró, más allá de la danza, la convenció pronto de lo acertado de su decisión. El clima, la comida, la gente. Se enamoró de España. “Les ocurrió igual a mis padres, aunque en estos 11 años sólo hayan podido visitarme un par de veces. Volverán, dicen, cuando acaben las obras de la Sagrada Familia de Barcelona. Espero que se den prisa”, dice divertida Park. Otro ingrediente resultó clave en su adaptación. De pronto, un amigo, abonado del Real Madrid, la invitó al campo de Concha Espina. Park recuerda cómo su país estalló de júbilo cuando acogió el Mundial de 2002, pero para ella es una sensación vaga, incompleta, porque, entonces, no pudo ver ni un partido. Algunas jugadas en la tele. Nada más. Tenía demasiado trabajo: clases en la barra, ensayos en el estudio, exámenes en el aula…
“De pronto, aquella primera vez en el Santiago Bernabéu, recuerdo que miraba alrededor y me sentía como en un gran teatro. ¡Qué energía! Me dije: yo quiero bailar en un sitio así”. A esa vez le sucedieron cientos más. Cayó presa del embrujo de un deporte que, al principio, observaba “como si fuera movimiento puro. No sabía las reglas pero me bastaba con eso para disfrutarlo”. Aprendió con celeridad y el Bernabéu se convirtió en parada obligada cada vez que venía a verla desde Ámsterdam su mejor amigo Young Gyu Choi, compañero de infancia en la escuela SunHwa Art School y hoy bailarín principal del Dutch National Ballet. Aunque lo cierto es que no necesita excusa: en muchas ocasiones va incluso sola al fútbol. Al Camp Nou, a Mestalla, al campo del Rayo Vallecano, al antiguo Vicente Calderón y al nuevo Cívitas Metropolitano; si juega su Real Madrid, si tiene oportunidad de ver sobre el césped a su compatriota KangIn Lee o si se disputa cualquier gran partido y ella no está de gira o bailando, allá va YaeGee Park.
Dice de ella su compañero Álvaro Madrigal, bailarín también de la CND —él posó, por cierto, para presentar la casaca amarilla del Villarreal CF de la temporada 2019-2020—, que YaeGee Park debería contar ya como medio sevillana, por su salero bailando vestida de flamenca. “He ido tres años a la Feria de Abril. Hasta en esto veo un vínculo entre España y Corea: nuestra danza tradicional y el flamenco tienen en común ese poder del alma que hace que te brote algo vivo del cuerpo”.
“Al principio, lo que veía en el césped lo interpretaba en términos de movimiento. No sabía las reglas y con eso ya me fascinaba.”
"Me encantan los partidos en los que un equipo ataca constantemente y el rival se defiende como puede y, a la primera que tiene, marca y gana."
"También las remontadas a partir del minuto 80, cuando el público ya se está marchando y entonces empieza a caer un gol tras otro. Es emocionante y divertido."
Capítulo 3
Podría haber sido taekwondista —a lo que se opusieron sus padres— o patinadora o pintora o gimnasta rítmica o pianista. La infancia se entiende de forma distinta, en su país. Es la antesala del adulto en que serás capaz de convertirte y, si un crio muestra un talento, los progenitores tienen el deber de espolearlo y tratar de conducirlo al éxito. El padre de YaeGee Park es arquitecto. Con tres años ya la había apuntado a una cantidad inimaginable de actividades (las de la lista de arriba y alguna más). Y a ballet. Porque podía practicar en un aula aneja al lugar donde él mismo impartía clases de dibujo. La profesora de piano, que de joven había sido bailarina, advirtió al padre: su hija debería bailar. Es buena.
Saltó la liebre y, con nueve años, comenzó una carrera exigente que incluía noches de dolor, con su madre ayudándola a estirar y adquirir la elasticidad que necesitaría, tirada en la cama. Sin ella, sin su madre, confiesa YaeGee Park, no habría adquirido la fortaleza mental que propició todo lo que vino después. El premio con 11 años (“me daba igual ganar o perder”, dice YaeGee, “como fuere, lo único que tenía en mente era seguir trabajando y explorando hasta dónde podría llegar, dónde estaban mis límites”), ingresar en la universidad más prestigiosa de artes de Corea con 15, siendo tres años más joven que sus compañeros, saltándose el bachillerato; estudiar las asignaturas teóricas para estar al nivel del resto y sobresalir bailando, porque era consciente del enorme esfuerzo económico que estaban haciendo sus padres y que ella debía corresponder. Sin esa mentalidad, cuenta, tampoco habría sido capaz de sobreponerse a los fracasos: a que las compañías profesionales coreanas le dijeran que su constitución no era la de una bailarina clásica; a que en EE. UU la rechazaran en varias compañías contemporáneas por su falta de formación en esos lenguajes (“Recuerdo que iba a las pruebas con mis leotardos y mis maillots, con todo el mundo en camiseta de algodón y calcetines… ¡Qué sabía yo entonces!”).
Capítulo 4
“Echo de menos a mi familia. Sé que les gustaría tenerme cerca, aunque no se atreven a decirme tal cosa porque, a la vez, desean lo mejor para mí y saben que eso, ahora mismo, no está allí. La gente de mi edad en Corea está casada, formando familias. Mi felicidad reside en otra parte. Ni siquiera en lo peor de mi lesión o durante la pandemia me planteé un futuro sin danza. He aprendido a distanciarme cuando es necesario, a cuidarme, pero resulta que es lo que más me llena. Cuando bailé Forsythe sin saber ni qué bailaba fue un chute de energía. Ahí me di cuenta de lo que me hacía feliz: aprender. ¡Quiero aprender todos los movimientos y lenguajes! Acabo de bailar Sad Case, coreografía de Sol León y Paul Lightfood. Algo completamente novedoso para mí. ¡Y he vuelto a ser feliz! Eso imagino para mi futuro: cuando ya no sea yo la que se suba al escenario, coreografiar. Moverme en otro sentido: ir visitando y montando coreografías por el mundo”.
El humo se dispersa poco a poco por el escenario. Una oscuridad densa que rompen los cinco cuerpos untados de pintura blanca y manchas como de tizón en la piel y el rostro, de pronto bajo los focos. Suena una sucesión de ritmos de mambo, suena, inesperadamente, el fragmento de una telenovela. El movimiento es feroz, como si los músculos actuaran por mecanismos reflejos, ajenos a los propios bailarines; como si se tratara de espasmos sincronizados: un continuo quebrarse y recomponerse. El público conecta, se ríe, se deja llevar por lo que ve. Es de una dificultad técnica enorme. “Nadie comprende lo que sufro yo”, dice una voz entonces. Suena Perfidia, de Los Panchos. Comienza un solo de YaeGee Park en el que, con su metro sesenta, desborda el proscenio. Sus ojos, la expresividad de su gesto, de sus manos, hasta sus labios rojos, único punto de color en la imagen, lo inundan todo. El público, al levantarse el telón y comenzar los saludos —“esta danza pasa como un suspiro”, dice ella, “aunque es una pieza agotadora”— le dedica el mayor de los aplausos. El Teatro Real celebra su vuelta.
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