Escucha la ‘fervenza’
(cascada) das Brañas
Durante todo el recorrido gallego del Camino Francés, el agua orienta y acompaña a través de sus ríos, regueros y fuentes. Uno de esos ejemplos sensoriales está cerca de Toques, en la provincia de A Coruña, a 60 kilómetros de Santiago, cuando el caminante se encuentra con la fervenza (cascada) das Brañas: 40 metros de caída que retumban sobre la pared de roca, adensan el aire con el olor a tierra mojada y atemperan el ambiente en el curso del río Furelos. Desde allí se puede ascender a la Serra do Careón, una senda de 10 kilómetros, para divisar el palpitante comienzo del salto y el valle que forma el cauce.
A ocho kilómetros de Palas de Rei (Lugo) es posible mudar de piel. En el balneario Río Pambre, aguas termales, sulfuradas y bicarbonatadas acarician, destensan y envuelven desde el borboteo surgido de las profundidades subterráneas. Después de probarlas, afirma Noelia Freire, responsable del balneario, la piel del peregrino experimenta una desacostumbrada suavidad. Tras horas de Camino, nota, palmo a palmo, cómo se le renueva: el agua fría y el calor de la sauna activan la circulación, y el cuerpo gana una sensación de ligereza. Por delante, 62 kilómetros hasta Santiago con una piel nueva.
¿Siente lo mismo el peregrino de hoy que el de hace nueve siglos? Las iglesias del Camino Francés gallego se ven de dos maneras: con la distancia fría del tiempo o con la empatía cálida hacia los primeros caminantes que entraron en ellas.
Esa comprensión nace de la observación del detalle: pórticos, esculturas y policromías que narraban historias para educar, pero también para estremecer en su contemplación. También a los visitantes actuales que, en medio de su viaje, experimentan el recogimiento en estos espacios íntimos, considerados antes el preludio del Cielo y, hoy, un fastuoso cuento visual que, plano a plano, bocetan el destino.
En la iglesia de San Antolín, que pertenece al monasterio de Toques, a nueve kilómetros de Melide, el cuento visual es doble. Por un lado, el del edificio, del siglo XI, cuando los templos suponían auténticas maravillas para unos campesinos que vivían en construcciones modestas. Por otro, las pinturas del siglo XV de los muros que recrean minuciosamente, en ocres y rojos, personajes y escenas bíblicas que los religiosos del monasterio descifraban para asombro de los feligreses y los peregrinos. En ellas figuran, además de santos y apóstoles, personajes como el rey David, que simboliza el poder y la tradición.
En el extremo oeste de la villa medieval de Melide (A Coruña), el peregrino encontrará la iglesia de Santa María, nave del siglo XII, de origen templario.
Dentro, la visión del caminante se amplía hasta la panorámica del origen del mundo. El ábside representa una bóveda celeste en policromía desde la que Dios observa al peregrino. A su alrededor, aparecen los símbolos de los evangelistas: el león de san Marcos, el ángel de san Mateo, el toro de san Lucas y el águila de san Juan.
Como si fuera la tercera parte de una saga, el peregrino descubre algo diferente cuando pisa la iglesia románica de San Salvador de Vilar de Donas, en el monasterio del mismo nombre en Palas de Rei (Lugo). Allí las policromías acompañan a los sepulcros de los caballeros de la orden de Santiago.
Hace casi un milenio funcionó como cementerio para los miembros de esta orden, fundada en el siglo XII. Y allí siguen los pétreos e imponentes féretros medievales, sustentados por leones, símbolo de poder y justicia en la iconografía románica, en un plano fijo que evoca en el visitante su pasado fúnebre.
Del detalle y del recogimiento de las iglesias románicas a la grandiosidad de Samos, en Lugo. “Ante la visión de la abadía desde el alto de Viladetrés o desde las Casas de Outeiro, los peregrinos se quedan boquiabiertos”, asegura el padre Gerardo, su prior. Por algo es el monasterio más antiguo de España (del siglo VI, previo al Camino) y uno de los más grandes. Unas vistas que convierten los planos detalle del recorrido en una superproducción.
En el interior de la abadía hay un aroma diferente, que el padre Gerardo califica como “algo especial que flota en el ambiente y conmueve a los que pasan por su albergue y su hospedería”. Haberlo, haylo: no en vano, la abadía acoge a peregrinos desde hace casi mil años.
También el sonido es distinto: la soledad y el aislamiento de sus 12 monjes se intuyen en su amplio y estilizado claustro. Lo que el viajero sí oirá es el vibrante tañer de las campanas, el sobrenatural canto gregoriano o el murmullo del río Sarria al lamer la fachada.
Samos se palpa. El arte se toca en sus fachadas góticas, renacentistas y barrocas, pero, sobre todo, se siente centenario en la rugosidad de los ejemplares de su biblioteca donde descansan 12 incunables y varios manuscritos, como un pergamino del rey Fernando III el Santo, del siglo XIII.
La palabra tiene la virtud de evocar todos los sentidos. Y la literatura es su herramienta más vigorosa. El Camino también atraviesa parte de las letras gallegas. Dos de sus autores más ilustres sitúan sus obras en el entorno de la ruta jacobea francesa. El pontevedrés Ramón María del Valle-Inclán convirtió el pazo de Brandeso, a 35 kilómetros de Santiago, que alberga un hotel, en el escenario de los amores del marqués de Bradomín en Sonata de otoño. Y la coruñesa Emilia Pardo Bazán describe, sobre un crujiente alfombrado de hojarasca, su novela naturalista Los pazos de Ulloa.
“El palacio de Brandeso, aunque del siglo décimo octavo, es casi todo de estilo plateresco. Un Palacio a la italiana, con miradores, fuentes y jardines, mandado a edificar por el Obispo de Corinto Don Pedro de Bendaña, Confesor de la Reina. Creo que un abuelo de Concha y mi abuelo el Mariscal Bendaña sostuvieron pleito por la herencia del Palacio. No estoy seguro, porque mi abuelo sostuvo pleitos hasta con la Corona.”
‘Sonata de otoño’, Ramón María del Valle-Inclán (1902)
“... su mirada buscaba a lo lejos los Pazos de Ulloa, que debían ser aquel gran edificio cuadrilongo, con torres, allá en el fondo del valle. Poco duró la contemplación, y a punto estuvo el clérigo de besar la tierra, merced a la huida que pegó el rocín, con las orejas enhiestas, loco de terror. El caso no era para menos: a cortísima distancia habían retumbado dos tiros.”
‘Los Pazos de Ulloa’, Emilia Pardo Bazán (1886)
Cada parada del Camino supone un respiro. El Francés en Galicia cuenta con 23 albergues públicos y muchos más privados que, versátiles, dan sentido a las necesidades del siglo XXI: los hay estándares, pero también con sabores veganos o sin gluten, con actividades como el yoga y la meditación o los ecológicos. El Beso, en Triacastela (Lugo), es un ejemplo. Lo regentan Maribel Anguita y Carlos Serra, que se conocieron y se enamoraron en él siendo peregrinos hace siete años. Su máxima: el interior alberga, pero el exterior acoge. El siguiente vídeo es un ejemplo.
Maribel Anguita, gerente del albergue El Beso, en Triacastela (Lugo).
Tomar aire para avivar la llama. José Elito Carrasco, lucense de 45 años, aúna estos dos elementos en el fuelle, una herramienta milenaria, en su taller de Paradela, a nueve kilómetros de Portomarín (Lugo), en la mitad del Camino. Carrasco ha conseguido mantener un oficio casi desaparecido y modernizarlo: sus sofisticados diseños avivan las lumbres de factorías y muchas cocinas dentro de España y fuera. Los más llamativos: los de cuero de oveja leonesa, latón y madera de pino local, secada durante al menos 10 días, y tallada con motivos vegetales, la vieira jacobea o estampas de guerreros.
Hace un año, y después de cuatro décadas, la familia detrás de Fuelles Miragaya traspasó su taller a Carrasco, que se formó con ellos y tomó el relevo junto a su mujer, Rosa Méndez.
En Galicia hay casi tantos quesos diferentes como pasos da el peregrino: blandos, compactos, arcillosos... Dos con denominación de origen protegida (DOP) se producen al principio y casi al final del Camino Francés: en O Cebreiro y en el área de Arzúa-Ulloa, entre Lugo y A Coruña.
Celsa Fernández y su nuera Chelo López mantienen viva la receta del queso Agarimo, que en gallego significa cariño. Lo elaboran desde hace 60 años, en la ganadería familiar Quintián, en O Páramo, en Lugo, cerca del Miño y el Camino. Como muchos productores a lo largo y a ancho de los prados y bosques gallegos, se afanan en la conservación de quesos con sabor local. Este bocado de la tierra, elástico y blando, huele y sabe a leche fresca, pero también a algo más que López describe de tal manera que casi se paladea. ¡Dentro vídeo!
Chelo López y Celsa Fernández, productoras del queso Agarimo, en Lugo.
Shirley MacLaine narró su paso por la ruta jacobea como una experiencia transformadora en El Camino: un viaje espiritual. Su testimonio atrajo un aluvión de peregrinos deseosos de vivir un recorrido que solo habían visualizado a través de la aventura sensorial de la actriz estadounidense.
La fama del libro llega hasta hoy: es el más vendido en la Peregrinoteca, una tienda situada en Sarria (Lugo), a 110 kilómetros de la meta, regentada por José María Díaz desde hace 18 años y donde el caminante encuentra el material que necesita.
Como el libro, cada objeto de sus estantes recuerda que el Camino se siente por todos más allá de su origen: 80 nacionalidades lo recorrieron en 2021. “Por aquí pasa gente muy curiosa de muy lejos y me encanta escucharles”, apostilla. Muchos se llevan un pedazo en forma de recuerdo para, tras su viaje, seguir conectados al Camino.
José María Díaz, dueño de la Peregrinoteca, con ‘La aventura del camino de Santiago’ de Barret y Gurgand, obra que considera una biblia del Camino, y el bordón de peregrino, uno de los productos más vendidos.
Galicia sabe más a mar cuanto más se viaja por su interior. Lo que parece una paradoja, no lo es. En Melide (Lugo), el pulpo es el manjar estrella, donde tiene su propia feira. En sus calles prevalece el aroma ahumado y el dulzor del pimentón que sale de célebres restaurantes como A Garnacha y Ezequiel.
Tampoco es paradójico que el agua sea fuego. Como señala José Pérez, del restaurante Pérez, de Portomarín, el aguardiente de uvas de este municipio lucense, produce una sensación suave en la boca y un calor intenso conforme se adentra en el cuerpo. Sinestesias gastronómicas.
Hay atardeceres en el cielo que resaltan el destino en la tierra. A escasos cinco kilómetros de Santiago, desde el monte do Gozo, la vista de la catedral al caer el sol invita a observar, escuchar, oler, degustar y casi rozar una ciudad que alumbra al peregrino y a comprobar que el Camino se hace al andar, pero también al parar para sentirlo.