El carácter de Rivera y el destino de Cs
El ya exdirigente de Ciudadanos, al menos, sabe conjugar un verbo muy poco español: dimitir
La dejadez en el Parlament tras su victoria en las autonómicas en Cataluña. La foto de Colón. El giro desde el flanco socioliberal hacia la derecha patriótica. La inexplicable decisión de dejar gobernar al PP en Madrid, y en otros lugares, cuando una geometría de pactos diferente le hubiera dado algo más de poder, de presencia, de gravitas. La negativa cerrada a gobernar con el PSOE con más de 180 escaños en conjunto.
El discurso duro, impenetrable para con Cataluña. La fijación por la demoscopia para explicar decisiones de estrategia política, que eran más bien tacticismo político a la vista de los magros resultados obtenidos. Sus errores de cálculo y el empeño en dejar pasar la oportunidad de ser bisagra, la especialidad de la mayoría de los partidos liberales en Europa. La obsesión personalista de Albert Rivera con ser líder de la oposición, reflejo especular del Pablo Iglesias de 2015. La feroz crisis interna, que se saldó con la salida del ala socioliberal, con Toni Roldán a la cabeza, y un partido mucho más cesarista —y menos diverso— que en sus inicios.
Ese reguero de tropezones se suma a una cuestión más de fondo: la razón de ser de Ciudadanos pasaba, en teoría, por traer a España el liberalismo a la europea, por construir un centroderecha moderno que permitiera desengrasar la política nacional, por ser lo que los anglosajones llaman kingmaker, el eje que permite facilitar la gobernabilidad a derecha e izquierda. La prueba de que fracasó en esa empresa fueron las duras críticas del presidente francés, Emmanuel Macron, a los acuerdos difusos de Cs con el PP y la ultraderecha. Rivera prefirió jugar otro partido, y es el gran derrotado del 10-N tras perder 47 escaños, más del 80% de su representación parlamentaria. Ciudadanos se queda con apenas 10 diputados.
Los españoles le culpan del bloqueo (junto a Unidas Podemos y el PSOE) y le han castigado con un formidable trasvase de votos hacia el PP y Vox. Y la debacle de Rivera supone, de paso, la voladura del imprescindible espacio de centro, en una política española que se convierte en una cocina que despide un calor insoportable, y que se polariza con el estruendoso ascenso de Vox y el refuerzo de las opciones nacionalistas, regionalistas y periféricas.
Rivera, en fin, se va. Su joven formación se queda sin líder. Y los líderes importan: permiten llegar a un partido adonde este no puede llegar por sí solo, especialmente si acaba de nacer. La batalla sucesoria la encabeza Inés Arrimadas, con Ignacio Aguado y hasta Jordi Cañas en la recámara. Pero más allá de la cabeza de cartel que elijan los militantes de Cs, lo fundamental es la futura estrategia de la formación, que difícilmente puede ser la que ha elegido el Rivera de los últimos meses. Rivera, al menos, sabe conjugar un verbo muy poco español: dimitir. No se recuerda una dimisión de tal calibre desde el socialista Joaquín Almunia. Y esa salida ha dejado una sorpresa adicional: Rivera abandona la política, algo que nadie esperaba.
El ya exlíder de Cs ha afirmado para explicar su adiós que nunca se ha escondido; “siempre he arriesgado”, dijo en su despedida. El carácter es el destino: quizá ese haya sido el problema, el exceso de riesgo. Quizá ese sea el problema general, y no solo de Ciudadanos: hay una diferencia entre la valentía y la temeridad, una fina línea que distingue a los grandes políticos de los políticos buenos, y a los buenos de los mediocres, y a los mediocres de los malos, y hasta a los malos de los pésimos.
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