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Cultura

Posmodernos antes que modernos

Al tiempo que España recuperaba la democracia, su cultura descubría el mercado

De izquierda a derecha: Raimundo Amador, Martirio y Kiko Veneno.
De izquierda a derecha: Raimundo Amador, Martirio y Kiko Veneno.Pablo Juliá
Javier Rodríguez Marcos
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La cultura española de la etapa constituyente también tuvo sus hitos. Dos de ellos llevan fecha de 1977. Ese año Vicente Aleixandre ganó el premio Nobel de literatura y Veneno publicó su primer disco: una consagración y una revolución. En la figura del autor de Espadas como labios –un exiliado interior– la Academia Sueca premiaba a la Generación del 27 y, de paso, a la España que llegaba a la democracia. La posibilidad, barajada en Estocolmo, de que compartiera el galardón con Rafael Alberti –un desterrado canónico– se esfumó para no herir susceptibilidades beatificando a un comunista demasiado pronto. Por el lado de la cultura popular, el álbum firmado por José María López Sanfeliu (Kiko Veneno) y los ingobernables hermanos Amador pasaba por la túrmix a los Montoya y a Jimmy Hendrix, a Camarón y a Bob Dylan, la antipsiquiatría de Ronald D. Laing, el anarquismo zamorano de García Calvo y la poesía catalana de Martí i Pol. Si la portada era el nombre del grupo grabado en una piedra de hachís, los créditos del disco –un estupendo fracaso comercial– son la piedra Rosetta que explica mucho de lo que vino después.

Dos años antes, con Franco agonizando, un joven traductor de la ONU llamado Eduardo Mendoza se estrenaba con una novela que la censura describió en un primer informe como “novelón estúpido y confuso, escrito sin pies ni cabeza” y en un segundo, como “trama detectivesca” aderezada con “humor e ironía” al límite de la “tragicomedia clásica”. Sin pretenderlo, los censores se adelantaban a los historiadores catalogando La verdad sobre el caso Savolta como una novela posmoderna.

El feminismo ha llegado a Moncloa, la contracultura es objeto de tesis doctorales

La idea del cineasta Joaquín Jordá de que él y su generación se encomendaron a Mallarmé –la vía experimental– porque no les dejaron encomendarse a Victor Hugo –la vía social– abonó durante la posguerra la leyenda de que los creadores tenían el cajón lleno de obras revolucionarias imposibles de publicar bajo una dictadura. No era así. Si de algo estaban llenos esos cajones era de novelas y guiones con planteamiento, nudo y desenlace: el antídoto drástico a una década de hermetismo estructuralista y a dos de compromiso marxista. Ni Mallarmé ni Victor Hugo: Balzac unas veces, Dumas otras, tal vez Dashiell Hammett. Los lectores de narrativa española –lista para convertirse en “nueva”– crecieron tanto que al final se convirtieron en público. Juan Marsé, paradigma de novelista obrero en los tiempos de la gauche divine, ganó el premio Planeta dos meses antes de que se votara la Constitución. Su predecesor había sido Jorge Semprún; su sucesor sería Manuel Vázquez Montalbán, dos históricos militantes del PCE que en los noventa terminarían discutiendo en la tele sobre la participación española en la primera guerra del Golfo. “Estado de Derecho”, decía el primero, por entonces ministro (de Cultura) de Felipe González. “De derechas”, corregía el segundo.

En 1979, un filósofo francés rebotado de Socialismo o barbarie, Jean-François Lyotard, puso nombre a la levedad del ser y a aquella sensación de que por fin la vanguardia era el mercado y la verdad, un juego de lenguaje con fecha de caducidad. La llamó condición posmoderna. Si la modernización capitalista se había separado de la modernidad ilustrada, la cultura se separó de la educación: los españoles llegaron a los supermercados –que empezaban a vender libros– mucho antes que a las bibliotecas. Mientras la URSS empezaba a suicidarse en Afganistán y en el cielo del Atlántico Norte se alineaban tres estrellas llamadas Thatcher, Reagan y Wojtyla, la España cultural se volvía figurativa. Llegaban tiempos de transvanguardia pictórica, de tebeos y poemas de línea clara y de una arquitectura que dejaba de mirar a la austera Bauhaus para cambiar de inspiración: Roma en su versión más clásica (Rafael Moneo), Las Vegas en la más pop, monumental, tecnológica y hasta neoclásica (Ricardo Bofill).

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Juan de Borbón felicita a Vicente Alexandre (centro) por el Nobel de Literatura.
Juan de Borbón felicita a Vicente Alexandre (centro) por el Nobel de Literatura.EFE

Al less is more (menos es más) de modernos como Mies van der Rohe respondieron posmodernos como Robert Venturi con less is a bore (menos es aburrido): de prohibido prohibir a prohibido aburrir. Se acabó la paciencia, empezaba la fiesta: “¿diseñas o trabajas?” En un famoso artículo publicado en este periódico, Rafael Sánchez Ferlosio ironizó con la manía de que la cultura –“ese invento del Gobierno”– tuviera que ser “refrescante” por obra y gracia de la gestión, la promoción y la actomanía. El Estado autonómico se llenó de museos de arte contemporáneo y el mayor de todos recibió el nombre de la reina Sofía: una vela a la Segunda República (¡volvió el Guernica!) y otra a la monarquía. Consenso era la palabra clave y Montserrat Caballé empezó a calentar la voz para cantar un día junto a Freddie Mercury con escenografía de La Fura dels Baus. Los animales domésticos de hoy un día fueron salvajes.

En 2018, a la vez que los cuarenta años de la Magna Carta, los españoles conmemoran los diez de la crisis que los devolvió al realismo sucio y a la certeza de que la historia no había llegado a su fin. Ahora Pedro Almodóvar, el rey de la Movida –a veces acusada de promover la amnesia–, produce un documental sobre las víctimas de Franco (El silencio de los otros) al tiempo que arrasa en las librerías una novela sobre las víctimas de ETA (Patria). El hilo musical lo pone una catalana de 25 años que remezcla el flamenco con todo lo que tiene en el disco duro (Rosalía). El feminismo ha llegado a Moncloa, la contracultura es objeto de tesis doctorales y el Ministerio del ramo otorga anualmente un premio nacional de músicas actuales. Kiko Veneno lo ganó en 2012. Como él mismo había dicho hace cuatro décadas en una entrevista con la revista Vibraciones: “No es tan fácil estar loco como muchos quisieran”.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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