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‘IN MEMORIAM’ LUIS DEL CASTILLO

La gran vocación de un penalista liberal

En 1970, dio un vuelco a su vida y se dedicó a abogado penalista, donde alcanzó las máximas cotas de prestigio profesional

Francesc de Carreras
Del Castillo, en 2015 cuando recibió en Barcelona la Gran Cruz al Mérito al Servicio de la Abogacía.
Del Castillo, en 2015 cuando recibió en Barcelona la Gran Cruz al Mérito al Servicio de la Abogacía. ALBERT MUÑOZ ((COLEGIO DE ABOGADOS DE BARCELONA))

El pasado domingo, murió de repente el abogado Luis del Castillo mientras, como era su costumbre, pasaba el verano en Llançà, un pueblo de mar al norte de Cataluña. En los últimos años tuvo algunos achaques de salud, pero se conservaba bien, trabajando como abogado penalista, la gran vocación de su vida. Pero antes de ser abogado, tras licenciarse en Derecho, fue profesor de Derecho Político en la cátedra de Manuel Jiménez de Parga y editor. Desde entonces mantuvimos una intensa relación.

Sus alumnos le recordamos por ciertas características singulares: alto, flaco, con un natural sentido de la elegancia, pulcro en el vestir, timbre de voz inconfundible en un castellano sonoro, discurso bien hilado, pero con meandros divagatorios en los que demostraba su amplia cultura y un espíritu escéptico y burlón. Sus clases eran lecciones abiertas al debate, reflexiones para hacerte pensar: no era el colegio, era la universidad.

Paseaba por la tarima con aire decidido y seguro, pero en realidad se le veía necesitado de afecto. Inspiraba ternura en las alumnas y cercanía en los alumnos. Tenía algo de existencialista de la Rive Gauche, al modo de un Albert Camus en la posguerra.

Luis del Castillo había nacido en Madrid en 1934, donde estudió. Al finalizar Derecho se trasladó a Barcelona por razones laborales y allí transcurrió el resto de su vida. Su padre, un antiguo azañista, matriculó a sus hijos en el Liceo Francés, todo un síntoma. Este ambiente familiar le marcó profundamente: toda su vida fue afrancesado, liberal y con alma de izquierdas. Además, moderado y pragmático.

En 1970, dio un vuelco a su vida y se dedicó a abogado penalista, donde ha alcanzado las máximas cotas de prestigio profesional. Castillo estaba dotado de una enorme facilidad de palabra. Construía sus defensas con sólidas bases jurídicas, pero, sobre todo, con una insuperable capacidad argumentativa y un verbo apasionado. Verle en acción ante un tribunal era todo un espectáculo: impresionaba a los magistrados, al fiscal, a su defendido y al público asistente. ¡Vaya tablas! Un fenómeno que creó escuela. Muchos de los más reputados penalistas barceloneses pasaron por su despacho y se han considerado sus discípulos.

En su profesión de abogado no pudo prescindir de sus inquietudes sociales. Tuvo una intensa vida colegial, preocupándose primero de las cuestiones deontológicas; después fue vicedecano y decano del Colegio de Abogados de Barcelona y hasta hace poco desempeñó el cargo de presidente del Colegio de Abogados del Tribunal Penal Internacional. Así pues, una vida plena, también en lo personal, con la ayuda constante de su esposa, Laura Vericat, y de sus cuatro hijos.

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Fui su amigo y nos queda, como es natural, una conversación pendiente. Pero si la hubiéramos tenido, aún nos quedaría otra.

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