Màxim Huerta, el ministro afrancesado

Era inevitable que aquel niño que jugaba con las palabras estudiara periodismo. Y que, como todos los plumillas de aquellos años, compaginara los apuntes de la facultad con sus primeros trabajos. De la radio pasó a la prensa y de allí a la televisión. Los espectadores de Canal 9 le recordarán micrófono en mano y en el plató de informativos. No tardaron el ficharle en Telecinco y terminó en Madrid. Noche tras noche, Màxim Huerta (Utiel, Valencia, 1971) aparecía en pantalla con su dicción impecable y su aplomo para dar el parte de guerra, la de Irak.

En 2005 cambió las madrugadas por los madrugones y se fue con Ana Rosa Quintana. En aquel plató puso su mordacidad y su respuesta siempre rápida ante políticos, celebrities, deportistas y quien tocara. Muchos, que ni siquiera le vieron, nunca se lo perdonaron. De las noticias al entretenimiento. Pecado. Aunque nos contó en directo la muerte de un papa, la boda de un príncipe, los atentados que nos sacudían cada mañana.

Un día, decidió dedicarse de pleno a lo suyo: la escritura. Y dejó la tele. Tenía ya cinco libros publicados y un Premio Primavera de novela. Y la bendición de Ana María Matute, la escritora a la que siempre había admirado.

Siempre ha dicho lo que pensaba. Que odia el deporte. Hacerlo. Y la tiranía de los cuerpos perfectos. Que no le gusta el Toro de la Vega. Ni los políticos mentirosos. Ni las fronteras innecesarias. Será porque es afrancesado, sin acento delator. Hay Ministros de Cultura a los que se ve por primera vez en un cine o en un teatro, en una librería o en una exposición cuando les nombran. No es el caso del ministro que fue lector antes que nada.

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