Autopista al sí
Las dos preguntas que ha consensuado Artur Mas con las formaciones que respaldan su proceso soberanista, pretendiendo ser rotundas, resultan, en realidad, ambiguas y equívocas
Desde el punto de vista exclusivamente técnico, las dos preguntas que ha consensuado Artur Mas con las formaciones que respaldan su proceso soberanista son malas: pretendiendo ser rotundas y precisas, resultan, en realidad, ambiguas y equívocas. Y, por lo tanto, si finalmente se usaran, no permitirían saber con indiscutible claridad lo que quienes las respondan habrían querido decir. Por ejemplo, en su actual formulación, estas preguntas no serían de recibo en un estudio demoscópico que aspirase a ser razonablemente honesto y veraz.
En la primera pregunta (“¿Quiere usted que Cataluña sea un Estado?”), la opción de ser un Estado se contrapone a la opción de ser... algo que no se dice y que se da por sobrentendido o que se deja a la imaginación de cada cual. La pregunta resulta así desequilibrada y, por tanto, sesgada: propone una opción entre algo que sí se explicita y algo que, en cambio, no se menciona y que queda en nebulosa. Es decir, incurre precisamente en lo que los manuales sobre el arte de preguntar advierten que no debe hacerse nunca —salvo que lo que se pretenda sea un mero ejercicio de ventriloquía—: que a los preguntados no se les presenten, en estricta igualdad de condiciones, las opciones que se contraponen.
Pretendiendo ser rotundas y precisas, las preguntas son ambiguas y equívocas
La segunda pregunta (para la que la primera actúa de filtro) incurre exactamente en el mismo defecto (potenciado por la redundancia en el mismo, como con frecuencia ocurre cuando se secuencian errores). Aquellos que en la primera pregunta hubieran optado por que Cataluña sea un Estado en vez de no-se-sabe-muy-bien-qué, se encontrarían con una segunda disyuntiva asimismo incompleta y, por tanto, igualmente pseudodisyuntiva: “¿Quiere que sea un Estado independiente?”. Lo que connota la opción afirmativa a esta nueva pregunta queda razonablemente claro; pero ¿a qué es a lo que exactamente se estaría contraponiendo esta opción? ¿En qué cabría entender que estarían pensando quienes decidiesen responder “no”? Una vez más, la claridad frente a la nebulosa, una oferta concreta frente a otra innominada.
Por otra parte, los manuales (y sobre todo, la experiencia demoscópica, que es tan amplia como rotunda) enseñan que las preguntas con respuesta tipo si/no deben ser redactadas con sumo tacto y cuidado, pues resulta menos oneroso, psicológicamente, para el ciudadano medio conceder que negar, aceptar que rechazar, admitir que condenar, afirmar que negar. Quizá sea por azar, pero no deja de ser llamativo que las dos respuestas que van en el sentido que los sectores soberanistas desearían ver apoyado sean, ambas, un sí.
Resulta menos oneroso para el ciudadano medio aceptar que rechazar, afirmar que negar
Sin por ello prejuzgar una intención consciente en los redactores de estas preguntas, sí cabe al menos pensar que les ha traicionado su subconsciente: no parecen haber sabido controlar sus sentimientos del modo en que, profesionalmente, deben tratar de hacerlo quienes pretendan averiguar, honestamente y de buena fe, lo que piensan los demás, y no solo inducirles a contestar lo que se desea oírles decir. Así, el resultado es que las dos preguntas constituyen una autopista para quienes, desde ya, tienen clara su opción independentista, pero suponen un dificultoso y desmotivador camino de cabras para quienes dudan o tienen otras preferencias.
Dicho esto, conviene recordar que el actual malestar de gran parte de la ciudadanía catalana no parece algo pasajero: refleja un sentimiento real y profundo cuya gestión requiere con creciente urgencia, allí y en el resto de España, liderazgos serenos y conciliadores. Tensar la cuerda puede acabar rompiéndola, pero ello no supondrá el final del problema, sino un paso más en su envenenamiento. Por otro lado, serenidad y espíritu conciliador no son sinónimos de entreguismo o de dejación de los propios ideales. Reconocer la singularidad de Cataluña no equivale a agraviar al resto de España, como algunos vociferan desde Madrid con trasnochado patrioterismo. Aceptar que una parte sustancial de su ciudadanía sueña con la independencia, aunque dos de cada tres catalanes piensen que en la práctica es imposible, resulta ineludible: hay que entenderlo, aunque no se comparta. Pero al mismo tiempo, presentar a España como la fuente irrefutablemente única de todos los males de Cataluña desde hace siglos no puede sino producir sonrojo intelectual a quien no acepte unas anteojeras ideológicas que rozan lo pueril.
En el momento actual, la sociedad catalana —según todos los datos disponibles— solo coincide en el deseo de un encaje político en España distinto del actual; pero, a la vez, dista mucho de coincidir en cómo habría de articularse ese nuevo esquema. Tratar unos de llevar la situación a un límite extremo (en la desesperada creencia de que cuanto peor, mejor) y optar otros por el inmovilismo o el legalismo ramplón, nos condena a todos a una situación que, sinceramente, no nos merecemos y, además, en modo alguno es necesaria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.