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COLUMNA
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La cibercostilla de Adán

Las máquinas nos imitan cada vez mejor, pero el miedo que les tenemos no es tecnológico, sino de clase. La amenaza es el capitalismo, no la inteligencia artificial

Ponencia sobre el uso de inteligencia artificial en la alta cocina durante el congreso gastronómico Madrid Fusión 2020.
Ponencia sobre el uso de inteligencia artificial en la alta cocina durante el congreso gastronómico Madrid Fusión 2020.
Marta Peirano

Puede componer canciones, escribir ensayos posmodernos, decidir quién se queda el riñón para un trasplante y en sus ratos libres machacarnos al Go. Pero el lugar donde nos jugamos el futuro, la singularidad y el orgullo de clase podría ser otro: ¿puede la inteligencia artificial crear una receta deliciosa?

Priya Krishna, estrella de YouTube y editora de recetas para The New York Times, quería darle un giro al menú de Acción de Gracias sin abandonar la base tradicional de pavo, relleno, arándanos y judías y se fue al laboratorio de OpenAI, donde vive GPT-3. La criatura está basada en redes neuronales que han aprendido a predecir el uso del lenguaje procesando una compleja base de datos con 175.000 millones de parámetros. Se ha hecho famosa por publicar artículos en The New Yorker, sembrando el pánico en las redacciones de todo el mundo. La cuestión es: ¿puede pensar un menú?

La crítica habitual a los sistemas basados en aprendizaje automático es que en verdad no aprenden nada y, por tanto, carecen de inteligencia, empatía y sentido común. “GPT-3 se expresa de manera impresionante, pero no tiene ni idea de lo que dice”, titularon los académicos Gary Marcus y Ernest Davis en un ensayo para la revista del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). “Eso significa que no te puedes fiar de nada de lo que dice”. En otras palabras, son como el típico novio narcisista. Pero si puede pintar como Rembrandt y componer como Bach, ¿cómo no va a poder hacer algo que hacen todas las madres del mundo cuando sólo quedan restos de nevera y no hay tiendas abiertas ni ganas de bajar?

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“Me encantaría que la inteligencia artificial fuese capaz de reinventar Acción de Gracias”, dice Krishna antes de cocinar las cinco recetas generadas por GPT-3. Pero le daría miedo que fuesen “increíbles”. Eso estaría mal.

Cuando llegan cuatro chefs a juzgar los resultados, todos ríen nerviosamente hasta probar el último plato. “No tiene emoción, ni contexto”, dice Yewande Komolafe. “¿No tiene alma?”, ofrece Genevieve Ko. “La buena noticia es que ¡ya no vais a perder el trabajo!”, grita Melissa Clark, autora del blog A Good Appetite y firma estrella del Times. Todos ríen limpiamente. ¡Menos mal!

Me recordó a La mujer del año, un clásico de 1942, dirigido por George Stevens, en el que Spencer Tracy es un columnista de deportes casado con una corresponsal de asuntos internacionales, interpretada por Katharine Hepburn. El drama central es que ella le pasa por encima en todo: es tan lista y tan ambiciosa que tiene más prestigio y gana más dinero que él. Cuando la nombran “mujer del año”, estallan las hostilidades.

La productora creyó que todos los hombres despreciarían a Tracy y todas las mujeres odiarían a Kate, y decidieron añadir una última escena tranquilizadora, donde Hepburn trata de preparar un simple desayuno para su hombre y lo quema todo. Las máquinas nos imitan cada vez mejor, pero el miedo que les tenemos no es tecnológico, sino de clase. La amenaza es el capitalismo, no la inteligencia artificial.

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