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tribuna
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Libertad ¿para qué?

La batalla pasa hoy por devolver al mercado a su papel primigenio y arrebatarle la función de conceder o negar derechos como si fueran bienes de consumo

Decenas de personas en la calle Gran Vía de Madrid.
Decenas de personas en la calle Gran Vía de Madrid.Olmo Calvo
Joan Coscubiela

Como todas las preguntas importantes, esta acompaña a la humanidad desde sus orígenes. Y hoy es más oportuna que nunca. La respuesta, parafraseando a Fernando de los Ríos en su encuentro con Lenin, podría ser: “Libertad para ser personas libres en comunidad”.

Stuart Mil y Harriet Taylor, referentes del liberalismo político, construyeron su “principio del daño”, apoyándose en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. “La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás. Los límites solo pueden ser determinados por la ley”.

La aparente solidez de esta definición presenta puntos débiles. Por aquellas fechas, la ley permitía la esclavitud, solo tenían derecho de voto los hombres —no las mujeres— y no todos, solo los propietarios. En la igualitaria Suecia el valor del voto era proporcional al patrimonio del que votaba.

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Años antes, Adam Smith había teorizado la bondad intrínseca del beneficio individual como motor del bienestar colectivo y adjudicado al mercado beatíficos poderes. También habló de la empatía con los semejantes y de la cooperación por el bien común, pero sus seguidores se olvidaron pronto de ello.

La manipulación del ideal de libertad queda muy bien reflejada en la consigna grabada en el frontispicio del capitalismo financiarizado: “maximizar el valor para el accionista” como bien supremo de nuestra sociedad. La capacidad destructiva —ambiental, social y democrática— demostrada por el neoliberalismo no soporta el “principio del daño” del liberalismo político. Aunque la idea de libertad restringida a la libertad del más fuerte, de los poderosos, viene de lejos.

La peste negra del siglo XIV dejó los campos de Europa sin campesinos y los que sobrevivieron exigían un mayor salario. En Inglaterra, una ordenanza de 1349 obligaba a todo hombre o mujer —libre o no— a trabajar por debajo de los precios del mercado. Y prohibió exigir salarios superiores bajo pena de multa.

En plena euforia ilustrada por los derechos universales de la Revolución Francesa se prohibió el asociacionismo obrero. En España el Código Penal de 1848, bajo la rúbrica de delitos contra la libertad de la competencia y la propiedad, penaba con cárcel a “los que se coaligaren con el fin de encarecer o abaratar abusivamente el precio del trabajo o regular sus condiciones”.

Más tarde, los economistas de la Escuela austriaca dejaron bien claro, por boca de Hayek, que el neoliberalismo no pretende la “no intervención del Estado”, sino que este, las leyes e instituciones se limiten a promover la plena libertad del mercado.

Fue un gran error demonizarlos con el calificativo de ultraliberales, cuando son ultraintervencionistas de clase. Como ahora es un error menospreciar la frívola concepción de libertad de las derechas extremas que sintoniza con nuestro gen individualista. Urge dar la batalla ideológica por el significado pleno del ideal de libertad, haciendo nuestro el liberalismo político frente al mal llamado liberalismo económico.

Los liberales a tiempo parcial consideran libertad el derecho de los triunfócratas a segregar educativamente a los perdedores, a educar a sus hijos en valores desigualitarios y adoctrinarlos contra los diferentes, a actuar contra la comunidad, eso sí, usando los recursos de la comunidad.

Para esos falsos liberales existe la libertad de no vacunarse, aunque se ponga en riesgo la vida de sus conciudadanos. Convencidos de que, en caso de necesidad, no deberán someterse a las listas de espera de la sanidad pública, porque su capacidad económica les ofrece la libertad de saltárselas.

La batalla por la libertad se libra cada día, cuando se defiende el derecho de las mujeres a la interrupción voluntaria del embarazo o el derecho a una muerte digna. O la libertad de vivir con la dignidad de tener garantizados derechos humanos básicos, sin tener que arriesgar la vida ni vender o alquilar tu cuerpo para sobrevivir.

Este reencuentro entre los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, en el que liberalismo signifique también la intervención de la sociedad para garantizar la igualdad real, requiere de un Pacto Global de Ciudadanía que refuerce y renueve los valores de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.

La batalla por la libertad para “ser personas libres e iguales, aunque diversas, en la comunidad”, pasa hoy por devolver al mercado a su papel primigenio y arrebatarle la función de conceder o negar derechos como si fueran bienes de consumo. El “principio del daño” comporta oponerse a las estrategias de externalización de riesgos a terceros o a la comunidad, significa recuperar el valor de la austeridad. Comporta tratar los datos como un bien común que permite el acceso al conocimiento como un derecho fundamental. Significa dotar a la economía de un nuevo sentido moral para que el beneficio privado deje de ser nuestro único y gran dios.

Es un reto que debemos afrontar conscientes de que nos jugamos mucho, aunque con la esperanza de saber que, a pesar de los retrocesos sufridos, la libertad en comunidad se ha abierto paso a lo largo de la historia.

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