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Estar sin Estar
Columna
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Hemingway, de acera a acera

El documental de Ken Burns retrata como nunca a ese hombre llamado Ernest Hemingway que nos queda siempre como una imagen borrosa de lejos y nítida de cerca

Dibujo Ernst Hemingway

Gabriel García Márquez tenía 28 años cuando vio caminando por la acera de enfrente a Ernest Hemingway. Debería colocarse una placa de oro en ambas laderas del Boulevard Saint Michel, sitio exacto donde el hijo del telegrafista de Aracataca y Luisa Santiaga de Macondo alcanzó a gritar la palabra “¡Maestro!” al viejo sin mar, ya de barba blanca y lentes de aros dorados que le contestó a voz en cuello “¡Adioooós, Amigo!”, sin imaginar ambos que se saludaban de acera a acera dos Premios Nobel en un tiempo sin tiempo y que el encuentro queda como metáfora de un puente entre idiomas y entre eso que llaman periodismo narrativo y la literatura pura y dura del imaginante capaz de volverse aumentador de una mínima anécdota hasta convertirla en leyenda.

Hemingway, documental de Ken Burns producido por PBS (Public Broadcasting System) y emitido a través de la plataforma FILMin es un mural en tres partes, biombo de tres hojas poliédricas que retrata como nunca a ese hombre llamado Ernest Hemingway que nos queda siempre como una imagen borrosa de lejos y nítida de cerca. Con entrevistas notables y citas magnéticas, la prosa del fortachón y barbón se va desdibujando sobre la pantalla, con erratas y de su propia mano: manuscritos inconclusos y párrafos perfectos, páginas inolvidables y pasajes desconocidos. Si usted no lo ha leído, tiene toda la vida para intentarlo y si uno cree ya conocerlo de cuerpo entero, se lleva la sorpresa casi inabarcable de intentar abrazar desde el otro lado del boulevard al joven cadete de la Primera Guerra Mundial que va al volante de una ambulancia de guerra en Italia, el solitario bardo que cuaja los ruidos de su máquina de escribir en una buhardilla de un París en blanco y negro o el enloquecido aficionado que va corriendo por la calle de la Estafeta en Pamplona, al filo de dos toros castaños, cornivueltos y astifinos. Es el pescador del silencio de las truchas y el viejo asido al mástil de un inmenso pez veloz, es el cazador en los bosques y el soldado herido en lucha caliente contra el fascismo y también el acomodaticio y convenenciero divo de las letras capaz de enemistarse con uno de sus mejores amigos en medio de la Guerra Civil Española por no quedar mal con los generales soviéticos que le regalan vodka.

Es el hijo que odia a su madre hasta el final de sus días y que reniega de la supuesta cobardía del padre suicida, sin prefigurar que él mismo terminará quitándose la vida con una escopeta y es el padre que reniega del hijo trans sin reconocer que él mismo juega a las pelucas en las camas que compartió con cuatro esposas y quién sabe cuántas mujeres y es el aparente misógino macho que en calladas frases como versos es capaz de clonar telegráficamente los verdaderos sentires de una mujer ultrajada y es el que anda boxeando en callejones de La Habana y el paciente de electrochoques cerebrales que apenas puede agradecer el máximo premio que le llegó de Suecia.

Hemingway de bigote sin canas y una cara perfecta en medio de un rostro ajado por las heridas de las muchas guerras; el novelista de no una sino varias novelas perfectas y más de dos fallidas, el de todos los cuentos en tinta y un sinfín de cuentos que se inventó para convertirse él mismo en ícono de sí mismo. Hemingway al lado de Fidel Castro en el enrevesado triunfo de una revolución más que será traición y trampantojo, o sentado en la sala de la Casa Blanca narrando a Roosevelt las heridas de un Madrid herido por las bombas del odio y el que anduvo en las cuevas de Oriente, los bosques de Idaho y la memoria de sus Saint Louis Blues con libretas y más libretas de prosa en rama, ya de ficción ligada a su biografía o de crónicas consensuadas con las voces de todos los demás. Ahí va del brazo de una de muchas mujeres o al hilo de los toros bravos, al lado de perros fieles y a la sombra de sus propias barbas, Hemingway el desconocido que casi desembarcó en Normandía y el que casi se pierde en un bosque alemán rodeado de tiburones y el polémico polemista que se adelantaba y retrasaba a su tiempo en las nieves del Kilimanjaro, mientras los leones rugen a lo lejos la sinfonía de todas sus impotencias y quebrantos.

Ernest Hemingway a la deriva en un canal de Venecia y a la persecución de un submarino alemán en un frágil barquito pesquero; Hemingway en el silencio de quienes aún no lo leen y en el auditorio polifónico donde todos sus lectores entremezclan admiración inmensa con desconocimiento fidedigno… todo en la pantalla de un documental magistral, como los que acostumbra hilar Ken Burns –biógrafo de la Guerra Civil de los Estados Unidos, del Jazz y del Béisbol, entre otros murales—que deja a todos los lectores-veedores de su documental con una sabrosa saliva de asombro y quietud, como si se parara el mundo en medio de un instante inasible y se nos aparece Hemingway, de acera a acera… congelado ya para siempre en las páginas que mejor lo narran.

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