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EDITORIAL
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Diez años sin ETA

Una década después, la prioridad ha de ser eludir la crónica sectaria del pasado y proteger a las víctimas

Imagen capturada del diario Gara de la lectura del comunicado del fin de la violencia, el 20 de octubre de 2011.
Imagen capturada del diario Gara de la lectura del comunicado del fin de la violencia, el 20 de octubre de 2011.Javier Etxezarreta ((EPA) EFE)
El País

El 20 de octubre de 2011, a las siete de la tarde, la edición digital del diario Gara publicó un vídeo en el que tres encapuchados anunciaron el “cese definitivo de la actividad armada” de la banda terrorista ETA. Envolvieron su discurso con referencias al “conflicto”, al “diálogo”, a la “lucha”, y terminaron con el puño en alto dando vivas a la independencia de Euskadi, rodeados de una estética siniestramente familiar para varias generaciones de españoles. Con esta patética representación de dos minutos y 37 segundos, lo que quedaba de ETA puso fin a 43 años de extorsión y muerte, tras haber sido derrotada con los múltiples instrumentos de que dispone una sociedad democrática, incluida antes que nada la propia sociedad vasca. Esta es una fecha para el recuerdo y homenaje de 854 víctimas mortales, más de 7.000 heridos y 86 víctimas de secuestros.

Es también una fecha para recordar que ETA llegó a aquel mes de octubre de 2011 asediada, exhausta y consciente de su derrota por la acción de todos los poderes del Estado (incluidas aberraciones que un Estado de derecho debió extirpar sin contemplaciones). En el frente legislativo, PP y PSOE se pusieron de acuerdo en ilegalizar al brazo político de la banda y extinguir cualquier cobertura política de la barbarie terrorista. El frente judicial logró ir cerrando todos los espacios de ambigüedad penal para perseguir al entorno civil que sostenía a los criminales. Y sobre todo, la acción contundente durante años de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, bajo la dirección de los gobiernos de la democracia, logró descabezar una y otra vez la organización hasta anular su capacidad operativa, con un inimaginable sacrificio personal.

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Diez años después, las esperanzas sobre el futuro que se abrieron aquel día son una realidad. Entre 2017 y 2018, ETA entregó sus arsenales y anunció su disolución definitiva sin haber logrado ni uno solo de sus objetivos. Su legado trágico han sido miles de vidas destruidas por medio de atentados o por las prácticas mafiosas que asfixiaron la convivencia en el País Vasco. Sin pistolas, la retórica revolucionaria descubre por sí misma su naturaleza inoperante y estéril. Hoy, los rescoldos nostálgicos del terror se mueven en la irrelevancia y en Euskadi es posible la vida en paz que durante años pareció una quimera, mientras decenas de presos han pedido perdón por sus crímenes.

Derrotada la banda terrorista y desactivado el minoritario predicamento social del que disfrutó, queda solo pendiente la gestión de la memoria. Pronto tendrá edad para votar la primera generación de españoles que carece de experiencia directa del terrorismo. Son ellos quienes tendrán que saber que la alianza entre una ideología ultranacionalista y el redentorismo político de estirpe revolucionaria, más unas gotas de milenarismo católico, sometió a su sociedad a una extorsión que durante décadas asfixió las condiciones mínimas de una vida en democracia. La libertad de elección, expresión y opinión vivió bajo la coacción de los atentados y los asesinatos mientras una minoría social imponía la intimidación y el chantaje como clima moral. La aclimatación a las nuevas condiciones es seguramente el mejor antídoto para impedir la crónica sectaria del pasado y favorecer la protección de quienes hoy la merecen tanto o más que ayer: las víctimas del terror.

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