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Columna
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Tras el ‘shock’, el fracaso

No es sencillo entender el plan urdido como respuesta tras el atentado terrorista a las Torres Gemelas. Veinte años después comenzamos a colocar cada pieza y el resultado es escalofriante

David Trueba
Un militar frente a un coche destruido por EE UU en Kabul (Afganistán).
Un militar frente a un coche destruido por EE UU en Kabul (Afganistán).STRINGER (EFE)
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Como una nota a pie de página, las necrológicas a la muerte del actor Ed Asner, protagonista de aquella serie llamada Lou Grant, recogían que la producción fue cancelada por motivos ideológicos. No solo el contenido de la serie podía cifrarse como una visión progresista del periodismo en democracia, sino que además el protagonista había osado criticar, desde su posición de representante sindical de los actores, las actividades del Gobierno estadounidense para derribar gobiernos democráticos e imponer dictaduras afines en América Latina. Un pecado que lo convertía en antipatriota. Esas pequeñas cosas en una vida nos invitan a desentumecer un poco el músculo de la memoria. Tendemos a quedarnos con una visión del pasado tan reducida a un cliché, tan contenida en un relato simplón y asequible, que nos perdemos uno de los grandes placeres de la vida, que no es otro que el enfrentarse a la complejidad sin ansias por resolverla, sino por festejarla. Ahora que vivimos un tiempo de hoguera y beatería, la aceptación de esa complejidad reclama memoria y gusto por nutrir las versiones oficiales de esas pequeñas discordancias. Nada fue nunca sencillo ni en el futuro lo será.

La salida de las tropas aliadas de Afganistán quizá merezca una mirada más ambiciosa sobre la política exterior de Estados Unidos y sus aliados. La colosal desbandada y un ataque con dron que mató a una familia inocente pusieron el colofón a una variante equivocada del intervencionismo. Y aunque la misión no ha sido cumplida, al menos muchos afganos han catado durante algún tiempo experiencias únicas como estudiar, expresarse, informarse y adquirir ambiciones vitales en cierta libertad. La dejadez estratégica ha permitido que durante décadas la enseñanza haya quedado en manos de los ultra religiosos. Cuando no se quiere entender que en la formación está la semilla de casi todo, nos topamos con la impotencia. Porque la salida de Kabul ha sido, en suma, un espectáculo de impotencia y frustración. La asociación de este triste final con los atentados del 11-S apuntan a una gestión nefasta del shock emocional. En un documental reciente titulado Coup 53, el exiliado Taghi Amirani analiza junto al montador Walter Murch las intrigas en torno al golpe de Estado que derribó un Gobierno democrático en Irán para despejar el camino a la cleptodictadura del Sha y finalmente a la reacción integrista revolucionaria. Tan lejos como en 1953, los servicios secretos británicos y estadounidenses pergeñaron una penosa intriga para hacer caer al primer ministro Mohammed Mosaddeq, elegido democráticamente pero que había osado emprender la nacionalización del petróleo iraní.

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No es sencillo entender el plan urdido como respuesta tras el atentado terrorista a las Torres Gemelas. Veinte años después comenzamos a colocar cada pieza y el resultado es escalofriante. La cantidad de dinero derivado hacia empresas y particulares roza lo pornográfico. Hay sagas familiares relacionadas con la guerra que vivirán durante generaciones de ese expolio. Una de las razones que explica el avance inmediato de los talibanes antes de la retirada militar estadounidense respondía a la corrupción intrínseca de los gobiernos títere. Una de las derrotas morales más grandes de las democracias implicadas ha sido ese cruce de intereses monetarios y una supuesta geoestrategia oportunista. La historia oficial tendrá que contarse como un fracaso notable.

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