Una controvertida decisión

El Derecho excepcional debe acomodarse a la nueva realidad con la necesaria flexibilidad, y la situación creada tras el fallo del Constitucional debería aprovecharse para completar las leyes sanitarias y subsanar omisiones

EULOGIA MERLE

El Tribunal Constitucional ha publicado su sentencia por la que estima parcialmente, por seis votos a cinco, el recurso de inconstitucionalidad, presentado por más de 50 diputados de Vox, contra la primera declaración del estado de alarma y sus prórrogas. Una sentencia controvertida. La discuten no sólo numerosos expertos independientes, ...

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El Tribunal Constitucional ha publicado su sentencia por la que estima parcialmente, por seis votos a cinco, el recurso de inconstitucionalidad, presentado por más de 50 diputados de Vox, contra la primera declaración del estado de alarma y sus prórrogas. Una sentencia controvertida. La discuten no sólo numerosos expertos independientes, sino cinco votos disidentes, suscritos por magistrados muy heterogéneos en sus sensibilidades, incluido el propio presidente. Recordemos que el TC lleva más de dos años prorrogado indebidamente, sin ser renovado, y que tampoco se ha sustituido a un magistrado que presentó su renuncia. No es la mejor situación para afrontar un asunto que se ha hecho polémico. Suele decirse en EE UU que la Corte Suprema no es final, porque sea infalible, pero es infalible porque es final. Si bien la racionalidad inherente a todo Derecho hace difícil compartir la argumentación de la mayoría. No obstante, los votos disidentes salvan la autoridad del intérprete supremo de la Constitución. En la justicia constitucional, lo importante es la construcción de principios y no las votaciones según nos enseñó Zagrebelsky. Me parece que toda esta pesadilla de tensas discusiones puede quedarse en una tormenta en la cáscara de una nuez. En Derecho, lo importante es la cosa y no el nombre de la cosa, alarma o excepción, lo importante son los efectos.

Sin embargo, no es bueno el confuso mensaje que se ha mandado a la opinión pública ante la quinta ola de coronavirus. Resulta difícil de entender desde la lógica de una decisión jurídica responsable y la dimensión integradora de las sentencias constitucionales. ¿Qué pretende obtenerse? Porque los controles, parlamentarios y jurisdiccionales, no se ven ampliados realmente por esta decisión. Tampoco hay un incremento de las garantías de los derechos como consecuencia del fallo. La mayoría se enreda en las palabras de un debate formalista.

Estamos ante una larga sentencia, la argumentación principal que lleva a la inconstitucionalidad se centra en la libertad de circulación que —se afirma— se ve constreñida por la declaración de alarma, “una limitación especialmente intensa” hasta el punto de “vaciar de hecho” o suprimir esta libertad. Una restricción así debe equiparse a la suspensión del derecho que la Constitución únicamente permite dictar bajo el estado de excepción (artículo 55.1 CE) y no declarando la alarma como se hizo: “A menos que quiera despojarse de su significado sustantivo el término suspensión”. Las limitaciones adoptadas exceden del alcance constitucionalmente posible para la alarma, pues la regla general fue la prohibición de circulación. Asimismo, se precisa que la diferencia entre los estados de emergencia debe decidirse no sólo a la luz de los supuestos habilitantes sino ponderando los procedimientos de adopción de las decisiones y sus efectos. Si bien se rehúsa pronunciarse sobre el alcance temporal de los estados de emergencia, porque no se planteó en la demanda. Finalmente, se rechazan las inconstitucionalidades aducidas respecto de las restricciones a la actividad comercial de las empresas, la presencia en lugares de culto y los derechos de reunión y educación, al no estimarse las restricciones desproporcionadas.

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Por el contrario, los sensatos votos disidentes critican esta aproximación formalista y ponen de manifiesto diversas razones. No cabe un entendimiento material de la suspensión, que es la consecuencia de una declaración formal que suprime temporalmente el derecho y le priva de eficacia. Restricción y suspensión son categorías jurídicas diferentes, y distan de ser incontrovertidas. Algunas de las excepciones adoptadas a la libertad de circulación en la declaración podían interpretarse de forma generosa, y la restricción de movimientos no fue absoluta. En ambos estados de emergencia puede dictarse el confinamiento domiciliario. Imponer el estado de excepción es un atajo para obviar un juicio de proporcionalidad de las medidas. Se incumple el supuesto de hecho habilitante, crisis sanitarias y epidemias, que determina claramente la Ley Orgánica 4/1981, olvidando que es parte del bloque de la constitucionalidad y parámetro de control de la constitucionalidad. No cabe una exégesis expansiva del concepto político de orden publico que afronta el estado de excepción; el confinamiento no perseguía recuperar el orden público sino impedir los contagios. Las restricciones adoptadas han sido semejantes en todos los Estados y carecen de repercusión en el Estado de derecho. Finalmente, el cielo de los conceptos no debe sustituir a la ponderación de los intereses en juego.

A mi entender, es acertado distinguir entre catástrofes y crisis sanitarias (alarma) y atentados al normal funcionamiento de las instituciones democráticas (estado de excepción) como hace la Ley Orgánica, pues permite despolitizar la alarma, facilitando su declaración, autorización y prórroga. No deberían confundirse. El orden público, como cláusula limitativa de derechos, no debe crecer en democracia mediante interpretaciones expansivas, aprendiendo de la experiencia adquirida en la dictadura. Toda suspensión entraña un acto formal y normativo de derogación temporal de un derecho, de privación de su eficacia, como ilustra el procedimiento seguido en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Mientras la proporcionalidad de las restricciones puede revisarse jurisdiccionalmente. El estado de excepción tiene unas limitaciones temporales —30 días prorrogables por otro plazo igual— que hubieran hecho imposible afrontar con eficacia una pandemia tan prolongada. La opción que se ofrece por la mayoría es irreal y sólo este motivo debería bastar para rechazarla. Las limitaciones a la libertad de circulación contemplaban una decena de excepciones con causas bastante amplias, lo que permitía ciertos movimientos y corrobora que no se produjo la privación absoluta del derecho. No había otras medidas alternativas según los científicos. Pero, sobre todo, el Tribunal Constitucional no puede imponer una única exégesis al legislador orgánico que habilita la Constitución, invadiendo sus funciones.

¿Qué hacer ahora? Probablemente nada. Para implementar la sentencia no creo sea necesario reformar la Constitución ni la Ley Orgánica 4/1981. No puede codificarse con exhaustividad el Derecho de emergencia. Podríamos regular esta crisis, pero no la siguiente cuyos perfiles ignoramos; cierta indeterminación es inevitable. El Derecho excepcional debe acomodarse a la nueva realidad con la necesaria flexibilidad y no desde una predictibilidad que deviene imposible en situaciones de excepcionalidad y urgencia. Cuando la siguiente emergencia sobrevenga, bastará con interpretar la intensidad de las restricciones a los derechos que se adopten según el contexto, el supuesto habilitante y los efectos.

Es decisivo que la propia sentencia restringe los efectos de la declaración de inconstitucionalidad de algunos preceptos, conscientes los magistrados del daño que acarrea la nulidad. No son susceptibles de ser revisadas las sentencias y actuaciones administrativas firmes; salvo los procesos penales o procedimientos sancionadores donde resulte una reducción de la pena. Al tratarse —se dice— de medidas que los ciudadanos tenían en deber de soportar, la inconstitucionalidad no permite fundar reclamaciones de responsabilidad patrimonial. Una nulidad con tan pocos efectos no deja de ser contradictoria. ¿Merece la pena este viaje? Barrunto que los efectos jurídicos de esta sentencia pueden ser reducidos. Probablemente, debería aprovecharse la ocasión para completar las leyes sanitarias y subsanar omisiones. Los efectos políticos no me corresponde evaluarlos a mí, pero la función de oposición no debería llevarse al seno de los órganos del circuito de garantía.

Javier García Roca es catedrático y director del Departamento de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense.

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