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Tribuna
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Una tregua

Nuestros representantes deberían cambiar de discurso y dejar de lanzarse a la cara reproches preventivos, como hasta ahora se han lanzado los muertos. De lo que se trata ahora es de apoyar causas compartidas

Javier Moreno Luzón
Elecciones Madrid
SR. GARCÍA

Las elecciones autonómicas de Madrid nos han dejado exhaustos. Se convocaron por puro oportunismo, motivadas tan solo por el olfato de una ambiciosa presidenta que, erguida sobre una coyuntura favorable, vio abierta la ocasión para crecer a costa de sus socios de Gobierno. En plena pandemia y con los niveles de incidencia aún muy altos, la campaña podía haber servido al menos para que los responsables de las políticas de salud rindieran cuentas ante la ciudadanía. Pero no ha sido así, o al menos solo lo ha sido en parte, pues asuntos como el abandono de los ancianos en las residencias, la utilidad de un hospital estrella o las restricciones que casi nadie se molesta en cumplir carecían al parecer de tirón entre los electores. Tampoco se ha hablado mucho de vivienda, de transporte o de enseñanza. Si a las derechas no les interesaban estos debates; las izquierdas, salvo excepciones, no han sabido plantearlos. De hecho, pronto se vieron sepultados por dilemas ideológicos que remitían sin disimulo a los conflictos nucleares del siglo XX, sintetizados en dos grandes causas: anticomunismo y antifascismo.

De susto en susto, pendientes de amenazas y denuestos, los espectadores han contemplado una farsa en la que la libertad quedaba reducida al hedonismo más pedestre (irse de cañas después del trabajo, vivir a la madrileña), mientras la obligada condena a una extrema derecha xenófoba y faltona se coloreaba de tonos épicos. Ningún mensaje sonaba excesivo en las cabezas de los candidatos, ni siquiera recurrir a los héroes del Dos de Mayo de 1808 para apuntalar las posiciones respectivas, con los aguerridos insurrectos de aquella jornada en el papel de nacionalistas liberales o de rebeldes en defensa de su soberanía contra unas élites corruptas y traidoras. Para eso está la historia, pensarán, para adornarla al gusto de cada cual, sacando del baúl los relatos más añejos. La retórica no resulta un bien escaso, por lo que, lejos de remitir, es posible que siga hinchándose. Al fin y al cabo, solo faltan un par de años para los siguientes comicios locales y regionales, tal vez menos para los generales, así que no nos aburriremos.

Y, sin embargo, los desafíos que tenemos por delante admiten pocos juegos florales. No hace falta recordar los catastróficos datos económicos que dejan estos meses terribles, con heridas que costará cerrar. Sin tiempo para completar el duelo por las vidas perdidas, el dolor y la depresión, hay que prepararse para conservar la mente fría en la desescalada, si es que las cosas no se complican todavía más, y afrontar la reconstrucción. De entrada, recuperar la actividad, que no es solo hostelera y comercial, y hacer planes para salir de este bache con una economía más competitiva y moderna, más verde y menos dependiente del turismo o de la construcción. La experiencia nos ha mostrado la fragilidad de los servicios públicos, que habrá que reforzar: pocas libertades individuales pueden disfrutarse con un acceso desigual y deficiente a los cuidados sanitarios o a la educación, no digamos ya a los seguros que nos protegen en la desgracia o en la vejez. Y seguir pendientes de las vacunas nos obliga a subrayar la importancia de la ciencia, y de la investigación en general, que demandan inversiones ingentes.

Puestos a mirar al pasado, tal vez encontraríamos algo interesante que aprender en las etapas de reconstrucción que siguieron a las crisis contemporáneas más profundas. Tras las dos guerras mundiales, los europeos adoptaron actitudes muy diferentes. La primera, cuyo final coincidió con la llamada gripe española, alumbró un orden internacional que se pretendía justo y terminó por hundirse entre convulsiones económicas y políticas. Inflación y paro, amagos revolucionarios, nacionalismos étnicos y soluciones dictatoriales. En cambio, la segunda produjo, en el ala occidental del continente, masivas ayudas materiales y un clima de estabilidad. El consenso de posguerra reunió a conservadores y democristianos con liberales y socialdemócratas para levantar una sociedad más próspera y también mejor integrada, donde el Estado redistribuía la riqueza y trabajaba por la igualdad de oportunidades. Si queremos añadir una pizca de épica, podríamos echar mano también de Franklin Delano Roosevelt, el presidente estadounidense que personificó la enorme tarea de superar la recesión en la década de los treinta. Sus iniciativas, algo caóticas pero llenas de optimismo, animaron a pelear con los recursos disponibles contra la pobreza y la ignorancia. Un new deal inspirador. Tuvo enemigos mortales, pero salvó un sistema democrático que no se confundía con la tiranía comunista y plantó cara al fascismo.

Más allá de los ejemplos históricos, con pros y contras asociados a circunstancias que nunca se repetirán del mismo modo, el sentido común nos dice que es momento de tejer alianzas. Y en España, como han probado las elecciones de Madrid y sus ecos estatales, partimos para ello de una base pésima. Cuando las formaciones que sostienen al Gobierno nacional y las de la oposición no son capaces de designar a los miembros de instituciones esenciales como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial, ¿podemos exigirles acuerdos más amplios e imaginativos? A algunos se les llena la boca con la mítica Transición o con loas a figuras como Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, un falangista y un comunista que caminaron del brazo hacia la democracia. Enseguida acusan a los adversarios de abandonar el espíritu constitucional, pero no mueven un dedo a la hora de buscar pactos de Estado, sea por la recuperación de la economía, por los retos ecológicos o por el avance científico y educativo. Tachar de hipócrita, de ilegítimo o de golpista al de enfrente se ha convertido en rutina.

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La coyuntura global, no obstante, propicia un cierto relajamiento de las tensiones. La Unión Europea, que decidió responder a las turbulencias financieras de 2008 con ajustes que castigaron a los países más débiles, ha reaccionado a las calamidades recientes con una estrategia bien distinta. Si los populistas eurófobos no impiden que se cumplan las previsiones, repartirá toneladas de dinero para gastar en un puñado de proyectos, que aún conocemos mal. Desde Estados Unidos se emiten señales parecidas, las de un neokeynesianismo pospandémico. En todo caso, está claro que la puesta en marcha de tamaños remedios exigirá aquí la colaboración de diversas autoridades, de las centrales y de las que rigen las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Así que nuestros representantes deberían cambiar de discurso y dejar de lanzarse a la cara reproches preventivos, como hasta ahora se han lanzado los muertos. Si la palabra no estuviera tan contaminada, cabría pedirles un poco de patriotismo, entendido a la antigua como virtud cívica o como la disposición a realizar sacrificios por el bien común. También a los nacionalistas de cualquier signo, dado que, durante una larga temporada, todos se verán dentro del mismo barco y los nuevos desplantes no traerán nada útil. Apoyar causas compartidas no supone perder la propia identidad o renunciar a exigir resultados. Al hacerlo, y al explicar por qué lo hacen, quizá descubran que hay muchos ciudadanos dispuestos a premiarles. Necesitamos respirar, necesitamos construir algo juntos. En definitiva, necesitamos una tregua.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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