_
_
_
_
_
tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

América Latina: ¿integración o alineamiento?

La colaboración política en la región sería más eficiente si las izquierdas tuvieran una visión más pragmática de las relaciones internacionales

Rafael Rojas
De izquierda a derecha, Daniel Ortega, Evo Morales, Hugo Chávez y Rafael Correa en una cumbre del ALBA, en 2009 en Venezuela.
De izquierda a derecha, Daniel Ortega, Evo Morales, Hugo Chávez y Rafael Correa en una cumbre del ALBA, en 2009 en Venezuela.EFE

Recientes elecciones en dos países andinos, Bolivia y Ecuador, arrojan resultados que complican la reorientación política en América Latina. En Bolivia ganó la presidencia la izquierda, con Luis Arce y el Movimiento al Socialismo (MAS); en Ecuador, la derecha, con Guillermo Lasso y el Movimiento Creando Oportunidades (CREO). Dos países vecinos, protagónicos en la corriente bolivariana hace una década, adoptan hoy caminos divergentes.

El ex canciller de Ecuador, Ricardo Patiño, y el expresidente Rafael Correa, estuvieron muy activos en el proceso electoral, respaldando al candidato Andrés Arauz. En declaraciones de ambos a Sputnik, medio ruso que, como Russia Today, privilegia las posiciones de la “revolución ciudadana”, Correa y Patiño auguraron que con el triunfo de Arauz sería retomado el proyecto de Unasur y volvería a relanzarse la integración continental.

Según estos políticos ecuatorianos, la vuelta de la izquierda al Palacio de Carondelet generaría una automática alianza boliviano-ecuatoriana que impulsaría el reforzamiento de vínculos entre Argentina y México, por un lado, y Venezuela, Nicaragua y Cuba, por el otro. Ni más ni menos, un proyecto de gran concertación entre el Grupo de Puebla y lo que queda de la Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra América (ALBA).

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

El proyecto, por lo visto, topa ahora con el triunfo de la derecha ecuatoriana, pero vale la pena preguntarse por qué era indispensable la llegada de Arauz a la presidencia para avanzar en la hipotética alianza. ¿Por qué, en resumidas cuentas, los nuevos gobiernos de la izquierda latinoamericana, el mexicano de Andrés Manuel López Obrador, el argentino de Alberto Fernández y el boliviano de Luis Arce, no pueden emprender, por sí mismos, un acercamiento consistente a Venezuela, Nicaragua y Cuba?

La explicación requiere de más análisis geopolítico y menos proselitismo ideológico. Tanto el Gobierno mexicano como el argentino, así como los conocidos referentes de las izquierdas brasileña, uruguaya y chilena, que participan en el Grupo de Puebla, han dejado claro que rechazan la manera en que Washington, la OEA y el Grupo de Lima trazan una política de confrontación hacia Venezuela y el bloque bolivariano.

Pero esos mismos gobiernos y el Grupo de Puebla han dado muestras de querer preservar la perspectiva interamericana. Para México es indispensable por el enorme peso de su relación comercial, migratoria y fronteriza con Estados Unidos. Para Argentina, y también para Bolivia, es necesaria para mantener a flote sus complicadas negociaciones con el FMI, el Banco Mundial y otras fuentes de crédito internacional.

En la superficie del debate latinoamericano se atribuye a la izquierda una homogeneidad imposible. Nunca hubo tal homogeneidad, ni siquiera en tiempos de mayor hegemonía con Hugo Chávez en Venezuela, Lula y Dilma en Brasil, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador. Con Chávez y, sobre todo, con su sucesor, Nicolás Maduro, se produjo una ruptura en las redes internacionales de la izquierda, sólo comparable, por su grado de profundidad, a la de Cuba durante la Guerra Fría.

La política de Estados Unidos, como en el caso cubano, contribuyó a ahondar esa fractura, sobre todo, con la administración de Donald Trump entre 2016 y 2020. Por lo visto, una de las premisas de esa política, esto es, el tratamiento de Venezuela, Nicaragua y Cuba como un bloque autoritario, susceptible de ser neutralizado desde Washington, ha sido continuada por el equipo del nuevo Secretario de Estado, Antony Blinken.

A diferencia de Barack Obama, que se relacionó casuísticamente con esos gobiernos y restableció vínculos con Cuba, a la vez que mantenía presión sobre Venezuela, la nueva administración Biden-Harris sigue la línea del enfrentamiento ideológico. En un contexto de aumento de la diversidad política regional, esa línea, en vez de facilitar consensos, puede atizar polarizaciones.

En época de Chávez y Lula siempre hubo gobiernos latinoamericanos, como el mexicano y el colombiano, que nunca se sumaron a la ola progresista. Bajo la Administración Obama, esas tensiones fueron aprovechadas para alentar foros de integración como el Grupo de Río ampliado y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). Hoy, en cambio, la heterogeneidad política no favorece la integración sino los alineamientos rivales.

El equívoco de que para que haya integración debe haber coincidencia ideológica explica tanto el triunfalismo bolivariano ante la victoria de Arce y el desborde de expectativas en torno a la malograda elección de Arauz, como las reservas de López Obrador y Fernández frente a Venezuela, Nicaragua y Cuba. Si la corriente bolivariana manejara un concepto de integración más pragmático, sus diferencias con otras izquierdas no serían tan evidentes y costosas.

Rafael Rojas es historiador.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_