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Leyendo de pie
Columna
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Los ejércitos

¿Y era con Vladimir Padrino y sus pilotos asesinos con quien contaban Guaidó y los suyos para poner fin a la dictadura?

Ibsen Martínez
Vladimir Padrino, ministro de Defensa de Venezuela, durante una conferencia de prensa, este 5 de abril en Caracas.
Vladimir Padrino, ministro de Defensa de Venezuela, durante una conferencia de prensa, este 5 de abril en Caracas.MANAURE QUINTERO (Reuters)

Una de las novelas latinoamericanas más cautivadoras que haya leído en las últimas décadas es Los ejércitos (Premio Tusquets, 2006), del laureado y controvertido autor colombiano Evelio Rosero. Ambientada en San José, ficticia población colombiana y a principios de este siglo, los sucesos narrados en Los ejércitos son, sin embargo, verosímiles hasta lo dolorosamente sensorial.

Ismael, maestro jubilado, ya setentón y además voyerista, espía asiduamente a su joven vecina que, desnuda, suele dorarse al sol en su jardín medianero. Su esposa reconviene sin demasiado énfasis lo que juzga una venial perversión de la decrepitud. Así pasan los días en el pueblo tranquilo.

Sobre San José se precipitan, sin embargo y de súbito, todos los males de la guerra. Sin invocar siglas ni detenerse siquiera a comentar propósitos políticos declarados u ocultos, Rosero cuenta con elegante minuciosidad cómo los combatientes de las FARC, del ELN, de los grupos paramilitares y del Ejército colombiano matan y desaparecen a la gente del pueblo en el curso de aterradoras campañas, incluyendo a la esposa del maestro y la vecina nudista.

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Comento todo esto sin tener a mano el ejemplar que se quedó en Caracas, así que los buenos lectores de Rosero –¡ y el mismísimo Rosero, claro, si llegase a leer esta bagatela!—sabrán disculpar cualquier inexactitud, pero aún recuerdo que durante algo parecido a una tregua, luego de un tiroteo demencial, el maestro Ismael se asoma medrosamente a la calle desde su zaguán.

Un combatiente, ¿de cuál de los ejércitos?, le gasta al pasar una broma macabra: aprieta el mango de una granada fragmentaria, retira ostensiblemente el anillo que activa el temporizador y le arroja blandamente la granada al profesor. Como quien te arroja un suculento mango amistoso diciendo “ataja”.

El azar “que condena o redime”, encarnado en la mercancía dañada del tráfico clandestino de armas, dispone increíblemente que la granada no estalle en las manos del maestro. El maestro se apresura a deshacerse de ella arrojándola a un baldío en el confín del pueblo. El temporizador del artefacto queda, sin embargo, activo en la trastienda de la mente lectora durante el resto de la novela hasta que unos niños, jugando, encuentran la granada…

En el relato de Rosero, genuino prodigio de concisión y estremecedor poder evocativo, el éxodo de los aterrorizados pobladores de San José responde a los crímenes de lesa humanidad que todos, absolutamente todos los beligerantes cometen indiscriminadamente contra ellos. Son las mismas razones de los miles de desplazados venezolanos y colombianos radicados en el Estado Apure que han cruzado el Arauca huyendo de la guerra.

Una cruel paradoja golpea a una porción no pequeña de políticos y voceros opositores venezolanos, dentro y fuera del país. La representa el hecho de que el alto mando del ejército bolivariano, de cuyo pronunciamiento contra Nicolás Maduro tanto quiso esperar la fracasada política de “máxima presión” propugnada por la coalición López-Guaidó desde 2019, ha ordenado sostenidos bombardeos sobre la población apureña en apoyo táctico de una de las bandas armadas del narcotráfico que disputan el control del territorio venezolano.

¿Y era con Vladimir Padrino y sus pilotos asesinos con quien contaban Guiadó y los suyos para poner fin a la dictadura? Los protervos escuadrones de exterminio de las FAES ya han dado cuenta, como en el San José de Rosero, de familias enteras llaneras, víctimas de una campaña narcoterrorista de desalojo territorial como no se había visto hasta ahora en mi país.

Todo esto ocurre cuando la pandemia registra cifras de contagio y decesos que desde hace muchos meses ya ha hecho de Venezuela, sin sistema de salud digno de ese nombre, sin servicios públicos y sin un plan de vacunación universal, un campo de muerte.

Hace catorce años, todavía en Caracas, pude leer Los ejércitos con nada más que admirada fruición porque el potencial deshumanizador del narcotráfico, sus ejércitos y sus guerras era todavía para muchos venezolanos solo una hipótesis politológica.

Las sangrientas noticias que desde hace semanas llegan de las riberas del Arauca, en la frontera colombo-venezolana, avivaron en mí el recuerdo de este libro hermosamente cruel y singularmente aleccionador.

Un amigo, viejo profesor de secundaria, jubilado como el Ismael de San José y tan letraherido como yo, resumió vía WhatsApp la situación que se vive en el Arauca con estas palabras: “Hermano, los ejércitos de Rosero ya están aquí”.

Y por todo lo que ahora sabemos, con el Ejército bolivariano constituido ya sin disimulo en un cártel asesino de nuestro pueblo, será por largo tiempo.

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