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Columna
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‘Selfigolpe’

De tanto vivir a golpe de tuit, los partidarios de Trump protagonizaron un golpe de Estado turístico

David Trueba
Partidarios de Donald Trump durante el asalto al Capitolio de Estados Unidos, en Washington, el pasado 6 de enero.
Partidarios de Donald Trump durante el asalto al Capitolio de Estados Unidos, en Washington, el pasado 6 de enero.Stringer . (Reuters)

Que las redes sociales fomentan una realidad paralela lo sabe cualquiera que se asome a ellas. Verá que en un país con cuatro millones de desempleados, la mayoría de las autofotos hacen referencia a cenas estupendas, casas despampanantes y coches a gran velocidad. Unos jóvenes que mayoritariamente tendrán que renunciar a sus vocaciones laborales y a que el curso natural de sus estudios desemboque en un trabajo a la altura, reciben de esas redes el mensaje de que pueden hacerse millonarios con tan solo comentar los juegos de consola o retratarse con ropa regalada. La primera vez en que esa disensión entre la vacuidad de las redes y la terrible verdad se hizo visible en la política fue con las primaveras árabes. Las revueltas de los jóvenes en muchos países triunfó en las cuentas virtuales, pero 10 años después sabemos que el poder los ha condenado a vivir con mayor represión, más persecución y menos derechos aún de los que gozaban. Si faltaba un hito de dimensión planetaria para refrendar esta esquizofrenia inducida, llegó el día de Reyes con la toma del Capitolio en Washington por parte de las hordas desbocadas del supremacismo blanco que tanto ha alentado el presidente Trump durante su mandato.

Sería presuntuoso considerar ese hecho deleznable un intento de golpe de Estado. Realmente se trató de un selfigolpe. Una vez que invadieron el espacio institucional y se vieron ganadores frente a las escasas fuerzas de seguridad, la mayoría de quienes tomaron el Capitolio se dedicaron a sacarse fotos, retratarse pisoteando los símbolos políticos y gritando ese estúpido lema tan compartido de “No nos representan”. De tanto vivir a golpe de tuit, protagonizaron un golpe de Estado turístico. El turismo de los últimos años consiste, mayoritariamente, en limitarse a dejar constancia de que uno ha hecho cima. Vale lo mismo coronar el Everest que visitar la Capilla Sixtina o posar frente al Taj Mahal. Pues los supremacistas trumpistas dieron un golpe, se hicieron la foto y luego buscaron dónde tomar un refrigerio antes de volver a sus casas y ordenar cuidadosamente los disfraces en las cajas que guardan en el garaje.

No debemos quitarle gravedad al incidente. Aunque solo sea simbólicamente, Estados Unidos ha protagonizado la mayor vergüenza nacional en décadas. Sin embargo, puede considerarse afortunado de que el final del mandato de Trump ofrezca una imagen tan clara de lo que ha sido. En absoluto un accidente electoral sin resonancia, sino la exposición clara de que una parte enorme de su sociedad está enferma y corrompida en los valores democráticos más básicos. Frente al autorretrato con las botas encima de la mesa, resonó un disparo que mató a una de las invasoras y fue asesinado un policía a golpes de extintor. Podríamos considerar que esos dos actos, que no encontraron resonancia entre tanta algarabía, son las dos únicas presencias de lo real entre la revolución representada como una farsa televisada. Las redes nos están separando de lo real en una perfecta sintonía con intereses que pretenden fomentar burbujas unipersonales frente al entendimiento colectivo. Han corrido a cancelar las cuentas de Trump, pero hubiera sido más decente que se cancelaran a sí mismas hasta que los usuarios aprendieran a usarlas como en su tiempo logramos hacer con el telégrafo, la cámara de fotos y el fonógrafo. Prolongaciones útiles de lo real, pero jamás sustituciones.

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