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Columna
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El quinto poder

Que la ciencia forme parte de la política ya parecía una extravagancia en tiempos de Galileo

Javier Sampedro
Placa que lleva la nave espacial 'Juno' en honor de Galileo Galilei.
Placa que lleva la nave espacial 'Juno' en honor de Galileo Galilei.NASA

La ciencia genera razones que el poder no entiende, parafraseando a Pascal, o más bien arruinando el sentido de su aforismo. La frase original del matemático y teólogo francés (“el corazón tiene razones que la razón no entiende”) es un bodrio, porque las razones del corazón a las que refiere Pascal están inspiradas por la gracia divina y la fe cristiana, dos fuentes de dudosa solvencia. Pero la ciencia sí que genera razones que el poder no entiende, y lo estamos viendo todos los días de la crisis pandémica. El sueño de los epidemiólogos es que nos quedemos todos en casa, que no viajemos, que no celebremos reuniones familiares de Navidad y que no formemos conglomerados humanos para ir de compras. Hay razones sólidas para ello, pero es obvio que los políticos no las entienden. Si podemos ampliar a 10 comensales la restricción a seis, o si retrasamos media hora el toque de queda en Nochebuena, pues mucho mejor para nuestros electores, y luego que se vayan a la misa del gallo, aunque sea sin cantar. El resultado de esa decisión se medirá en enfermedad y muerte en enero o febrero. La Bolsa o la vida, ese dilema que no existe, según los líderes de la política y de la empresa. ¿Cómo no va a existir, si lo estamos padeciendo todos los días?

Que la ciencia pueda intervenir en las decisiones del poder es una idea que nos suena innovadora en nuestro tiempo, pero que hunde sus raíces en Francis Bacon y Galileo, y por tanto en los mismos orígenes de la ciencia moderna. Este es el tema central del último libro del filósofo Robert Crease, Los científicos y el mundo; lo que diez pensadores nos enseñan sobre la autoridad de la ciencia, recién publicado por Crítica. El mero concepto de que la ciencia forme parte de la estructura de poder de un país, que aún hoy resulta exótico, parecía simplemente una extravagancia en tiempos de Bacon, Galileo y Descartes. ¿Lo es realmente? Ríos de tinta han corrido para rechazar las tecnocracias, unos Estados de pesadilla donde rigen las doctrinas económicas por encima de las buenas o malas intenciones políticas. Pero las malas lenguas dicen que la economía es una disciplina excelente prediciendo los fenómenos del pasado. Ahora hablamos más bien de una cienciocracia que pretende desde hace cuatro siglos convertirse en un tercer poder, junto a la religión y el Estado. Hoy diríamos un quinto poder, tras el ejecutivo, el legislativo, el judicial y el mediático.

Galileo no solo destaca como un padre de la ciencia, sino también como un señalado bocazas, al menos para los estándares de una época en que no se habían inventado las tertulias de televisión. Estaba convencido, por ejemplo, de que su estrategia matemática para entender el mundo tenía tanta autoridad como la mismísima Biblia. Cuando los guardianes de la moral le replicaban citando las Escrituras, el genio italiano se revolvía como un jabalí herido y se liaba a insultar a sus adversarios, riéndose de ellos con una mala uva destilada de su gran inteligencia. Acabó en la cárcel, y gracias a Dios, porque la mayoría de los teólogos querían mandarlo directamente a la hoguera. Pero nunca dejó de defender que la ciencia debía ser una fuente de autoridad. Hoy sigue sin serlo.

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