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columna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Algo personal

Las aventuras insurreccionales que agitaron América desde el triunfo de la Revolución cubana echaron a rodar también verídicas historias de inopinadas fortunas e insospechados destinos

Ibsen Martínez
Fidel Castro (tercero desde la izquierda), en Sierra Maestra, durante la Revolución cubana.
Fidel Castro (tercero desde la izquierda), en Sierra Maestra, durante la Revolución cubana.ENRIQUE MENESES

Las aventuras insurreccionales que agitaron nuestra América desde el triunfo de la Revolución cubana echaron a rodar también verídicas historias de inopinadas fortunas e insospechados destinos personales.

La verdad es que más de una gran novela latinoamericana ha transmutado en hechicera ficción literaria la desabrida viruta de nuestra historia económica. Sin embargo, nada como la guerrilla urbana para elevarse del limo clasemediero, hacerse rico y fundar dinastías en Latinoamérica.

En mi adolescencia llegué a conocer en Ciudad Guayana a un hombre cuya holgura económica provino de un sonado asalto de inspiración foquista-guevarista a un banco. Hablo de la sucursal guayanesa de un banco canadiense. Hablo de un tiempo en que el Che Guevara andaba todavía en paradero desconocido.

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Mi compatriota, modesto director de una escuela secundaria pública en una ciudad provincial, no participó en el sonado y exitoso atraco, nunca fue guerrillero urbano y tampoco brindó ayuda logística desde ninguna simpatizante retaguardia. Simplemente alguien robó su auto la noche anterior al suceso.

El carro fue usado para trasladar parte del botín pero, quizá sorprendidos por el gran despliegue policial que siguió inmediatamente al atraco en aquella aún pequeña población de nuestra cuenca siderúrgica, los submalandros del comando guerrillero abandonaron el vehículo en el parqueadero de un automercado, dejando en la cajuela dos sacas de lona de esas que solo se ven en películas como The Brink’s Job.

El carro era un compacto Vauxhall, inglés; lo sé porque mi viejo se lo compró al profe. Un carrito, pues, muy conspicuo en una ciudad llena de carros americanos. Un ciudad pequeña y aún inocente donde todo el mundo conocía al director del liceo.

La secuencia en que el profe, alertado por algún padre o representante, llega corriendo y en chanclas al parqueadero y se percata de que, aparte de trastear con el encendido bajo el tablero, los tupamaros han dejado intacto su carrito y halla dos sacas de dinero en la cajuela podría ser el comienzo de una serie retro, de metapolítica venezolana, una serie del tipo “Cuéntame cómo pasó”. El asalto al Royal Bank of Canada cambia la vida de la familia en el primer episodio.

Mucho más tremebundo fue lo que pasó en la Argentina donde los “montoneros”, el brazo armado de la izquierda peronista, perpetraron en 1975 lo que quizá haya sido el secuestro más caro de todos los tiempos: por poner en libertad a los hermanos Born, herederos y altos ejecutivos de una transnacional de cereales, pidieron 60 millones de dólares. En la actualidad, tal rescate rondaría los 300 millones.

Como hoy se sabe, pasó de todo: uno de los secuestrados se fajó a negociar con los malandros y logró una quita considerable en el monto del rescate. El dinero fue pagado y la andadura de ese montón de plata se puede narrar como un caso de trickle down, de estimulante chorreo revolucionario.

La plata fue a parar a La Habana y en el proceso sirvió, entre otras muchas cosas, para fundar un diario. Quizá lo más novelesco haya sido que el jefe del comando secuestrador, alguien fascinado por el jet set, terminase con el tiempo siendo amigo y consultor de seguridad de uno de los hermanos.

Con todo, en lo alto de mi top ten de sagas familiares de la guerrilla urbana, se halla el secuestro del ejecutivo estadounidense de la Owens Illinos, William Niehouse. Ocurrió en Caracas, en 1976. El grupo secuestrador era un desprendimiento de un desprendimiento de a su vez otro desprendimiento de un grupo guerrillero venezolano.

Uno de los fundadores de la organización pantalla legal de la banda de secuestradores era Jorge Rodríguez, padre del actual ministro de Información y Turismo de Nicolás Maduro y de la vicepresidenta y Ministra de Finanzas, Delcy Rodríguez.

El padre de ambos ministros fue detenido a poco de consumado el secuestro y sometido a crudelísimas torturas por agentes de la seguridad del Estado durante el primer Gobierno de Carlos Andrés Pérez. Esas torturas le causaron la muerte.

En una entrevista de prensa, la vicepresidenta evocó, hace pocos años, el asesinato de su padre y afirmó paladinamente que la revolución bolivariana era su venganza personal por aquella muerte. Es momento para decir que los policías que asesinaron a Rodríguez padre fueron destituidos, encausados y condenados a duras penas de prisión. Por otra parte, nunca se ha sabido con certeza adónde fue a parar el dinero del rescate.

Hace poco, la ministro anunció a la prensa que la avilantada y mostrenca “ley antibloqueo” con la que la Nicolás Maduro pretende privatizar todo la riqueza nacional aún enajenable en provecho de sus amigos. La Rodríguez puso el énfasis en la confidencialidad con que su Gobierno garantiza a sus aliados inversionistas poder burlar las sanciones estadounidenses.

Y una vez más, la Rosa Klebb de la dictadura, con una sonrisa y sin morder las palabras, repitió que la revolución bolivariana es su venganza personal.

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