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Columna
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La pasión turca

La solución justa parece clara: restaurar la paz y evitar el enésimo aplastamiento armenio. Enfrente, ceguera voluntaria

Antonio Elorza
El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, este lunes en Ankara (Turquía).
El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, este lunes en Ankara (Turquía).ADEM ALTAN (AFP)

Un rasgo distintivo de la opinión pública española es su insensibilidad ante los problemas internacionales, agravada en la izquierda por la miopía de un pensamiento autodenominado progresista. Tuvo que hacer Maduro muchas barbaridades para que las condenas no recayeran sobre los demócratas, y Cuba sirve aún de asidero para hacer profesión de fe antiimperialista, olvidando el desastre económico. Lo que no significa absolver la deriva ultraderechista de Brasil o la que asoma en Bolivia. Con frecuencia, lo contrario del infierno no es el paraíso, sino otro infierno.

¿Para qué ocuparse de Oriente Medio, del Mediterráneo o del Cáucaso? Salvo si hay una catástrofe, ejemplo Líbano, noticia de actualidad por unos días. Ni las dificultades de Túnez para conciliar democracia e Islam, ni los aspectos concretos de la tragedia siria, ni la partida que juegan Rusia y Turquía allí y en Libia suscitan atención. Los hechos se suceden, aparentemente sin sentido. Y al Gobierno español, que no le obliguen a pensar. Menos si lo justo amenaza a inversiones en riesgo.

De ahí la suma de desinterés y trivialización que caracterizó a los comentarios sobre uno de los acontecimientos relevantes del verano: el ascenso imperialista de la política exterior turca. Primero, la conversión en mezquita de Santa Sofía, proclamando el desprecio a toda opinión exterior y el enlace con una tradición de aplastamiento de lo bizantino o griego. Segundo, plasmación de esa superioridad contra Grecia y Chipre al declarar plena soberanía sobre la “patria azul”, el mar circundante, enviando barcos de guerra. Tercero, repliegue transitorio en el conflicto, para intervenir en el enfrentamiento sobre el enclave armenio de Nagorno-Karabaj, en nombre del expansionismo panturco: dos Estados —Azerbaiyán, Turquía—, una nación. Resultaban absurdas las adivinanzas sobre la autoría de la guerra, pues solo Bakú podía atacar. La propaganda turca no ocultó nada sobre tales propósitos. Las miradas giraron hacia otro lado.

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Los antecedentes cuentan: una situación creada por Stalin de adscripción de un territorio mayoritariamente armenio, Nagorno-Karabaj, a la república soviética de Azerbaiyán, no tenía otra salida que su unión con Armenia al desaparecer la URSS. Los pogromos azeríes de 1988-1990 disiparon toda duda. Azerbayan trató de impedirlo por las armas. Armenia ganó la guerra (1991-1994) y Nagorno-Karabaj permaneció independiente hasta hoy.

Negacionista pertinaz del genocidio de 1915, Erdogan impulsa abiertamente a Azerbaiyán en esta revancha, forjando su superioridad: milicianos procedentes de Siria, drones. Táctica azerí: eficaces bombardeos sobre la población civil en la capital de Karabaj, para vaciarla. Respuesta: misiles armenios sobre una ciudad azerí. La solución justa parece clara: restaurar la paz y evitar el enésimo aplastamiento armenio. Enfrente, ceguera voluntaria.

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