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Columna
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Referentes para la crisis

La magnitud misma de lo vivido no debe evitar el que reflexionemos sobre las condiciones del ejercicio del gobierno, tanto en su dimensión estrictamente pandémica, como general y originaria

José Ramón Cossío Díaz
Un miembro del equipo médico de las Fuerzas Armadas de Brasil examina a una mujer del grupo étnico indígena Yanomami.
Un miembro del equipo médico de las Fuerzas Armadas de Brasil examina a una mujer del grupo étnico indígena Yanomami.ADRIANO MACHADO (REUTERS)

Es ya lugar común señalar las muchas dificultades que el tiempo presente nos plantea a todos. Entre ellas, hay algunas de gran visibilidad, como los encierros, los contagios y las muertes. Otras no son aún tan visibles o, al menos no en forma tan generalizada, como sucede con el desempleo o las quiebras empresariales. Algunas se encuentran todavía más ocultas, como son las maneras en las que los asuntos públicos se están gestionando por los respectivos gobernantes. Ahí donde se había comenzado a hablar de populismos de izquierda o de derecha, existen hoy silencios. Las crisis sanitaria, social y económica que de súbito llegaron para desplazar reflexiones y críticas al modo como los ejecutivos nacionales, primordialmente, se hicieron del poder y lo estaban ejerciendo.

Con base en distintos criterios, antes de la covid-19 comenzaban a cuestionarse las prácticas poco democráticas y técnicamente inadecuadas de quienes legítimamente estaban en el poder público. La geografía y el talante de los personajes era y es variado, hubo recorridos más o menos puntuales sobre lo que se estaba haciendo y dejando de hacer en Washington, Brasilia, Moscú, Londres y otras muchas capitales del mundo, la mexicana incluida. Desconozco cuál hubiera sido el efecto de seguir con tales cuestionamientos en el mediano plazo respecto de los calendarios electorales de cada país. Lo que sí sé es que reflexiones de ese tipo se interrumpieron. La pandemia ocupa todo el espectro y lo que ahora tenemos son reflexiones, desde luego importantes, pero más bien circunscritas a las capacidades de gestión de la salud pública y la economía nacionales.

Lo que actualmente domina la atención es la capacidad de los Gobiernos, más que de sus titulares concretos, para detener el número de contagios y muertes mediante las medidas dictadas y la capacidad de mantener la economía lo menos afectada. En modo alguno se trata de distractores, pues la gravedad de lo que enfrentamos exige tiempo y talento. Evitar muertes, quiebras y desamparos, es una tarea esencial que de ninguna manera puede posponerse. Sin embargo, la magnitud misma de lo vivido no debe evitar el que reflexionemos sobre las condiciones del ejercicio del gobierno, tanto en su dimensión estrictamente pandémica, como general y originaria.

Para el avance de la democracia y de las libertades que le son consustanciales, sería indebido que frente a la crisis que vivimos se pospusieran o desaparecieran los correspondientes análisis. Por el contrario, la excepcionalidad de lo que hay y sobrevendrá, debe mantenernos alertas. No vaya a ser que a cuento de lo que se supone estamos enfrentando, al incorporarnos a la llamada “nueva normalidad”, nos percatemos que hemos perdido algunos derechos o, al menos, algunas de sus dimensiones de goce o ejercicio.

El mero planteamiento de la posibilidad crítica abre un interesante y nuevo problema. El de la perspectiva desde la cual haya de hacerse. ¿Las condiciones extraordinarias deben considerarse mediante criterios extraordinarios o, por el contrario, desde los ordinarios? Así planteada la disyuntiva, la respuesta parece obvia. Lo ordinario se evalúa conforme a lo ordinario y lo extraordinario conforme a lo extraordinario. De otra forma, podría argumentarse siguiendo la misma línea de razonamiento, terminarán comprendiéndose inadecuadamente. Fuera de su orden. Con todo y su aparente comodidad, sostengo que proceder en los términos acabados de apuntar, constituye un grave error, al menos desde el punto de vista jurídico. Que, precisamente, la incorporación de elementos extraordinarios en situaciones ordinarias termina por confundir los criterios con los problemas, permite actuaciones ad hoc, y acaban generándose excepciones y privilegios que terminan pareciendo no solo aceptables, sino indispensables.

Cualquier revisión a los órdenes jurídicos de nuestro tiempo nos permite advertir, sin mucha dificultad, que los mismos cuentan con reglas de dos tipos: aquéllas conforme a las cuales se desarrollan los actos jurídicos cotidianos, y aquéllas que se actualizan en momentos comprendidos por las normas mismas como excepcionales. Si en un momento de paz relativa se adquiere un bien o se comete un delito, las formas jurídicas para realizar lo primero o sancionar lo segundo son las que estaban previstas de manera general al momento de realización del correspondiente acto. De igual manera, cuando surgen las situaciones previstas por las normas para dar lugar a las excepcionalidades y los órganos correspondientes declaran tal condición, las conductas habrán de regularse conforme a las normas previstas o creadas para tales casos. En esta segunda situación el orden jurídico no se transforma en caos ni entropía se constituye en referente único. Por el contrario, comienza a suceder que normas y conductas nuevas se producen para darle una dimensión jurídica, más o menos regular y previsible, a la situación excepcional que se ha presentado. Lo relevante no es lo que sucedió a nivel fenomenológico, como si desde él pudiera o debiera gobernarse el acontecer, sino entender que la normatividad es la respuesta para enfrentar lo nuevo.

Lo que aquí resulta de importancia para saber en dónde se está durante una crisis, cómo se le enfrenta y cómo se sale de ella lo menos mal posible, es entender que, por paradójico que parezca, la excepcionalidad normativa, que desde luego la habrá, debe satisfacer dos condiciones. La primera, distinguirse claramente de los fenómenos que la provocan; la segunda y, en consecuencia, comprender pronto y bien que la nueva normatividad dejó de ser excepcional. Que su función es marcar regularidades en las condiciones sobrevenidas. Expresado en sentido contrario, que su función no es introducir o hacer patente el caos en las cotidianeidades como consecuencia de sus propias indeterminaciones, inconsistencias o excepciones.

La única manera de ordenar los fenómenos sociales mediante el derecho es comprender que con él se buscan alcanzar regularidades. Así, por ejemplo, si lo que se quiere ante la pandemia es exceptuar a todos o a muchos de ciertos requisitos para alcanzar ciertos resultados, lo consecuente es que conforme a tales criterios se regule la vida o la conducta de todos aquellos que tengan cabida en los nuevos supuestos normativos. Hacerlo de otra manera, equivale a internalizar el caos en aquello que se supone debe ser su factor de corrección.

En las semanas pasadas hemos visto la producción de numerosas normas jurídicas. En los días por venir, seguramente habremos de ver muchas más. Sin dejar de advertir que muchas de ellas no son válidas y que ello habrá de ser determinado por los órganos correspondientes, no podemos suponer que el mero acontecer caótico de los hechos cotidianos debe ser el parámetro de comprensión de nuestras conductas. Menos aún el criterio de evaluación de las provenientes del Gobierno. A este y a sus agentes concretos, debemos exigirles que, precisamente por estar en una situación excepcional, emitan las normas adecuadas para hacerle frente conforme a lo que prevén las normas vigentes. También, que una vez emitidas, guíen sus acciones conforme a ellas. Dicho de otra manera, que dejen de reproducir en sus cotidianos actuares los males que pretenden enfrentar.

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