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Tierra de locos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Coronavirus: la contundente moraleja que deja América del Sur

América Latina asiste a un interesante proceso esclarecedor respecto de lo que pasa en un país cuando confía en los científicos, o cuando se les ignora

Ernesto Tenembaum
Un grupo de personas asiste a un sepelio en una tumba colectiva, el 23 de abril de 2020, en un área abierta en el cementerio Nossa Senhora Aparecida, en la ciudad de Manaos, Amazonas.
Un grupo de personas asiste a un sepelio en una tumba colectiva, el 23 de abril de 2020, en un área abierta en el cementerio Nossa Senhora Aparecida, en la ciudad de Manaos, Amazonas.RAPHAEL ALVES (EFE)

La crisis sanitaria mundial disparada por la aparición de la covid-19 ha generado una enorme atención mediática sobre cómo se desempeñan los distintos países del mundo. Esa atención se centró primero en China, el lugar donde se produjo un primer estallido. Luego giró hacia Europa, donde se suele comparar el desempeño de Alemania y los países nórdicos -relativamente virtuosos- con el de Italia, España, Francia y Reino Unido, donde el virus pegó durísimo. Y, finalmente, el foco se puso en Estados Unidos, el país más golpeado del planeta. En medio de todo esto, en América Latina se está asistiendo a un interesante proceso que parece, en principio, muy esclarecedor respecto de lo que pasa en un país cuando confía en los científicos, o cuando se les ignora.

Tal vez la manera más didáctica de encararlo sea comparar lo que ocurre en Argentina y en Brasil, los dos países más relevantes del subcontinente. Los números son reveladores. El último jueves, Brasil informó que habían fallecido 540 personas en su territorio. Eso es cerca de dos veces y media los muertos que tuvo la Argentina desde el comienzo de la crisis ¡en un solo día! Desde mediados de marzo, Brasil acumula más de 6.000 muertos y la Argentina apenas 218. El mismo jueves que Brasil informaba que los muertos habían superado el medio millar, solo cuatro argentinos habían perdido la vida por la covid-19. El contraste, como se ve, es estremecedor. No hay razones de tamaño que lo expliquen: Brasil cuadruplica a la Argentina en cantidad de habitantes, pero multiplica por 30 la cantidad de cadáveres.

Esos desempeños contradictorios se deben a dos acercamientos igualmente opuestos al problema. El presidente brasileño Jair Bolsonaro desconfió de las recomendaciones científicas desde el primer momento y, entonces, combatió la idea de que la gente debía encerrarse en sus casas. Bolsonaro argumentó muchas veces que Brasil no debía entrar en cuarentena por razones económicas, y en otras oportunidades apeló a enfoques rarísimos: el virus era una fábula mediática, una conspiración comunista y todas esas cosas. Bolsonaro, además, se quejó cuando algunos gobernadores decidieron suspender las clases, organizó una fiesta de dos días para celebrar su cumpleaños y el de su mujer en medio de la crisis, realizó actos proselitistas en los que nadie usaba barbijos.

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El peronista Alberto Fernández, en cambio, decretó la cuarentena cuando Argentina apenas tenía dos muertes. Lo hizo aconsejado por un comité de científicos de primer nivel, que lo fueron guiando a cada paso, pero además consensuó la medida con los líderes territoriales, que responden a su fuerza política y a la principal oposición, mostrándose con unos y con los otros alternativamente. Estas medidas tuvieron consecuencias que se verifican en los números: apenas cinco muertes por cada millón de habitantes.

Argentina está entre los países de América y Europa donde esa proporción es la más pequeña, junto con Uruguay, Colombia, Bolivia y Paraguay, cuyos Gobiernos también, en mayor o menor medida, aplicaron estrategias restrictivas a la vida cotidiana. Algunos fueron más estrictos que otros, pero ninguno de esos países debió convivir con un líder que, abiertamente, impulsara a la gente a salir a la calle, a seguir como si nada ocurriera, y se peleara a diario con quienes advertían sobre los peligros de esas conductas. De hecho, Bolsonaro despidió a su ministro de Salud, porque este defendía la necesidad de que la gente se encerrara.

Un caso intermedio es lo que sucede en México. Andrés Manuel López Obrador pareció en varios momentos seguir el camino de Donald Trump y Jair Bolsonaro. “Salgan a pasear”, recomendó cuando la crisis ya estaba lanzada, y días antes de establecer límites a la vida precovid-19. México viene sufriendo un creciente número de víctimas: casi 2.000 al momento de cerrar esta nota. Está lejos de los números de Brasil y muy lejos de los estadounidenses. Pero, para un país de América Latina representa una cifra muy alta, y creciente además. Cada día supera el centenar de muertos, cuando en el Cono Sur se mueven alrededor de la décima parte de eso.

Esta historia, claramente, no está terminada. Las sociedades que entraron en cuarentena aún no saben cómo salir de ella. En el caso argentino, además, esto se produce en el marco de una profunda crisis económica que ha aumentado de manera exponencial la cantidad de pobres. Algo parecido sucede en casi todo el resto del continente, que en estos últimos meses sufrió revueltas en países tan diferentes como Ecuador, Venezuela, Chile y Bolivia. Es un continente en extrema tensión por su empobrecimiento y, a primera vista, el virus solo podrá potenciar esos problemas.

Los gobiernos que aplicaron alguna versión de la cuarentena sostienen que estos cuarenta días, al menos, les sirvieron para preparar mucho mejor su sistema sanitario, entrenar a sus médicos, organizar salas con distinto nivel de complejidad por si finalmente se produce el aluvión. Y al mismo tiempo, en estas semanas pudieron concientizar a su población sobre las conductas preventivas que deben tomar en sus vidas cotidianas: protección de la población de riesgo, medidas de higiene elementales, o distanciamiento social.

El mundo, como siempre, se divide entre los optimistas y los pesimistas. Los primeros sostienen que los grandes contagios se produjeron en países donde el virus ya había llegado y se mantenía la vida normal: reuniones familiares, recitales de música o encuentros en bares, restaurantes, cines, teatros, escuelas, manifestaciones o en el transporte público. Eso no ocurrió en los países de América que percibieron el riesgo a tiempo y tampoco ocurrirá en los próximos meses, con lo cual, aun si sube el número de infectados y muertos, la crisis no será tan dura.

Los pesimistas argumentan que en América del Sur aún no llegó el invierno, que es la estación más propicia para la propagación del virus y que, además, las cuarentenas han evitado los contagios, que se producirán a medida que la gente salga a la calle. Esos contagios serían inevitables y, entonces, tarde o temprano llegará la crisis: no es que se evitó la tragedia, sino que se pospuso. “Europa dejó una montaña atrás. Nosotros la tenemos por delante”, ha dicho Fernán Quiroz, el ministro de Salud de la ciudad de Buenos Aires, un partidario de extender la cuarentena lo más posible en el tiempo, y en su rigidez actual: en Buenos Aires no están permitido siquiera los paseos con niños. ¿Qué pasará cuando el virus entre en las prisiones? ¿Y en los geriátricos? ¿Y en las villas miserias? Esas siguen siendo preguntas angustiantes.

Pero el debate entre pesimistas y optimistas es posible solo en los países que se resguardaron a tiempo. En los otros, aquellos que tuvieron la desgracia de que sus líderes subestimaran el problema, ya no hay discusiones o pronósticos encontrados: solo hay dolor.

Hace pocos días le preguntaron a Jair Messias Bolsonaro por la cantidad de muertos en su país: “¿Por qué me lo preguntan a mí? ¿Qué quieren que haga? Me llamo Messias, pero no hago milagros”.

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