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tribuna
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Medio siglo del Halconazo: una conmemoración difícil

El pasado más reciente nos lo recuerda de forma más cruda, con todas sus implicaciones políticas y éticas. De ahí que no guste recordar la matanza de estudiantes de 1971, aunque haya el deber de hacerlo

Militares armados en el final de la marcha
Paramilitares armados en el final de la marcha de estudiantes reprimida el 10 de junio de 1971.UNAM

“Este es un aniversario que no nos gustaría tener que recordar, pero que tenemos la obligación de recordar”. Presidenta Cristina Fernández, en el 37 aniversario del golpe de Estado de 1976 en Argentina.

México tiene varios aniversarios en 2021. El Gobierno federal ha promovido diferentes conmemoraciones para acompañar los dos siglos de la declaración de independencia y los cinco de la caída de Tenochtitlan. Incluyó ceremonias de desagravio a los mayas, en el 120 aniversario del fin de la guerra de castas, y a la comunidad china, por la masacre de Torreón de hace 110 años. El presidente también irá a Sonora a ofrecer disculpas a los yoeme y a todos los pueblos originarios por los ultrajes que padecieron en el pasado.

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Para muchas personas, esas expresiones son insuficientes, pues la explotación y la represión continúan. No obstante, en la retórica oficial estas ceremonias ocupan un lugar destacado en las “15 conmemoraciones emblemáticas” divulgadas por el Gobierno federal en febrero de 2021: si los agravios fueron cometidos por el Estado mexicano —gobernado antes por “conservadores” y “porfiristas”— es preciso reconocer su responsabilidad ahora que está en manos de “progresistas”.

Militares movimiento estudiantil 68
Paramilitares apostados en las calles aledañas a la marcha disparan contra los estudiantes.UNAM

Resulta extraño que no se incluyera en el programa de las “15 conmemoraciones emblemáticas” el 50 aniversario de la matanza de estudiantes perpetrada por un grupo paramilitar organizado por el Estado, el 10 de junio de 1971, conocida en México como el Halconazo. Este olvido es significativo, en especial si consideramos el “deber de memoria” asumido por los Gobiernos de izquierda en América Latina, analizado por Camila Perochena.

La larga historia de la represión a grupos estudiantiles en México la ha estudiado Jaime Pensado. Desde la década de 1950, la policía, los granaderos y el Ejército reprimieron a estudiantes de varias ciudades del país. Las autoridades también recurrieron a civiles jóvenes, a quienes financiaban sus actividades y protegían, a cambio de información y de violentar a la comunidad estudiantil.

Desde la primera mitad del siglo XX, los gobiernos utilizaron el pistolerismo como alternativa a la violencia institucional. Después de la criminal participación del Ejército en el asesinato de cientos de estudiantes en 1968, las autoridades acudieron a grupos de paramilitares, como los que en junio de 1971 mataron a decenas de manifestantes.

En un informe publicado en 2006, atribuido a la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), se dedicó un apartado a la organización de ese grupo paramilitar, “los halcones”, a partir de testimonios y de los archivos de la Dirección Federal de Seguridad. Quedó demostrada la responsabilidad del Estado, aunque la Procuraduría General de la República frenó las investigaciones y se eliminaron las conclusiones y recomendaciones.

En el programa de conmemoraciones emblemáticas de este año no se incluyó ninguna ceremonia de desagravio por la matanza de junio de 1971. La razón parece simple: se trata de un acontecimiento muy cercano en el tiempo. No es lo mismo señalar a militares del siglo XIX de haber masacrado a comunidades indígenas que acusar de asesinato y represión a personas vivas o recientemente fallecidas.

De entre aquellos jóvenes saldría un diputado federal priista; uno que, tras cometer varios delitos, se convirtió en instructor de karate en un deportivo público de la capital; otro sería candidato a jefe delegacional por un partido opositor, y alguien más hizo una larga carrera en la policía capitalina.

Algunos de ellos permanecieron en la nómina de la Ciudad de México todavía en el siglo XXI, bajo gobiernos de izquierda. Tal vez por eso no sea fácil para el Estado recordar el Halconazo; por no mencionar que el secretario general de Gobierno de la Secretaría de Gobernación en 1971 –institución a la que la FEMOSPP también responsabilizó de la matanza— sigue ocupando un cargo federal.

El pasado reciente suele ocasionar este tipo problemas, pero la cercanía en el tiempo también cuestiona las versiones simplistas del pasado.

En el citado informe de la FEMOSPP se insiste en que las autoridades de finales de la década de 1960 tuvieron especial interés en buscar a jóvenes “sin principios éticos”, con “mentes maleables” que fueran adoctrinadas para que vieran la violencia como algo corriente. La verdad es que no hizo falta aleccionar para que los reclutas consideraran como normales los hechos violentos.

La violencia era común en barrios urbanos (como describió Oscar Lewis) y comunidades rurales (como las estudiadas por Paul Friedrich en Michoacán y Francisco Ávila Coronel en Guerrero). José Morales Calderón, de la Universidad Autónoma Metropolitana, ha mostrado que Nezahualcóyotl (donde fueron reclutados muchos “halcones”) era y aún es un lugar en el que la violencia doméstica y de género apenas son el inicio de la que se vive en las calles, entre líderes y sus subordinados, entre autoridades y pobladores.

Los testimonios indican que aquellos reclutas de 17 a 24 años eran muchachos comunes de barrios marginales de la capital: eran el resultado de la migración, de la pobreza del campo y de la miseria de la ciudad. Eran los olvidados del “milagro mexicano”, esos que fueron retratados magistralmente por Luis Buñuel en 1950. Para ellos, resultaba atractivo formar parte de un grupo en el que practicaban artes marciales y percibían un sueldo. Allí encontraron un espacio en que reproducían los roles de género que aprendieron en su infancia y formaron vínculos de camaradería que perduraron. Durante años, las relaciones que establecieron con funcionarios de la capital les permitieron cometer delitos de forma impune y, a la larga, incorporarse también a instituciones del gobierno capitalino.

La violencia ya formaba parte de la experiencia vital de estos “halcones”, lo que no los justifica, pero al menos explica sus actos. El coronel Manuel Díaz Escobar los convenció de encauzarla en contra de los estudiantes, a quienes veía como enemigos de la patria: si esos estudiantes con ideas extranjeras morían, se lo tendrían merecido. Es la misma lógica que Daniela Rea y Pablo Ferri encontraron hace cinco años en los jóvenes de La tropa, para justificar las violaciones de derechos humanos en el despliegue militar que México ha vivido en este siglo.

El pasado no muere y ni siquiera ha pasado, aseguraba William Faulkner. El pasado más reciente nos lo recuerda de forma más cruda, con todas sus implicaciones políticas y éticas. De ahí que no guste conmemorarlo, aunque haya el deber de hacerlo.

Alfredo Ávila es historiador.

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