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Combat rock
Columna
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El imperio de la mentira

Si la realidad no se ajusta a las necesidades del poder, pues peor para ella, ¿no?

Antonio Ortuño
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en una rueda de prensa matutina en el Palacio Nacional, en Ciudad de México.José Pazos (EFE)

Basándose en una investigación realizada por el Taller de Comunicación Spin, una organización civil llamada Signos Vitales aseguró en un informe, la pasada semana, que el presidente Andrés Manuel López Obrador ha mentido o mencionado datos inexactos en sus eventos públicos (y en sus incombustibles ruedas de prensa mañaneras) más de 40.000 veces durante los dos años que ha ocupado el cargo. Esa cifra casi duplica las 23.000 mentiras que, de modo muy célebre, el periódico The Washington Post calculó que incluyeron las declaraciones del expresidente estadounidense Donald Trump en su mandato de cuatro años.

Faltar a la verdad en tantas ocasiones sobrepasa cualquier posibilidad de que se trate de confusiones, desajustes o malentendidos. Podemos tropezar dos veces con una piedra y llamarlo accidente, pero 40.000 veces no. La mentira en esa escala tiene que ser una estrategia o, incluso, una postura ante el mundo: decir solamente lo que convenga a la “causa”… y que la verdad recoja sus dientes del suelo después. Si es que puede.

Hay que suponer que los partidarios del Gobierno mexicano responderán que el informe de marras es exagerado o que se encuentra movido por oscuras ambiciones políticas, a las que, desde ahora, sabremos que calificarán de “conservadoras” (curioso que ningún personero diga ya “reaccionarias”, o “burguesas”, quizá porque el presidente no lo hace y no es cosa de andarle enmendando el vocabulario). En realidad, esto es lo de menos. En México todos asumimos, me temo, que cuando se trata del Gobierno, la realidad suele darse el lujo de portarse de un modo muy elástico. Y eso no empezó con López Obrador. Si la organización Signos Vitales revisara archivos y hemerotecas de los tiempos de Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto, es seguro que encontraría abundante material de recuento…

Lo importante aquí no es el debate sobre el número exacto de “deslices” del mandatario (y que no hay día que no ventilen la prensa o las redes). Lo relevante es anotar el hecho de que la mentira no funciona aquí como un recurso “salvador” o “astuto” (es decir, cínico y marrullero) sino como la herramienta total: la imprescindible, calculada, sistemática y perenne táctica del poder.

Incluso podría argüirse que cuando, de hecho, ya no se dice una sola verdad, el concepto de mentira pierde buena parte de su poder. A partir de cierto punto, la recurrencia de la falsedad construye una realidad paralela que no se toca con la que nuestros sentidos y nuestros instrumentos de conocimiento objetivo son capaces de pesar, medir, contar y comprobar. A esta situación de vacío de certezas es a la que se alude con eufemismos como “la posverdad”, “los hechos alternativos” o, claro, “los otros datos”. Los poderes políticos y sus equipos de comunicadores entienden a los medios masivos de comunicación y, en especial, a las redes sociales, como a mares de aguas turbulentas en los cuales hay que disparar los cañones del barco antes de que se los hundan. Y su munición consiste en arrojarnos, a cada momento, un discurso que no reconoce las grietas ni siquiera como posibilidad, que habla solo del éxito de las medidas oficiales y niega de tajo cualquier error o fracaso… aunque estallen en la cara de quien lo afirma.

Un extraño mundo en el que una funcionaria asegura (y repite) que un precio baja 855% sin convertirse en un número negativo. Un universo fantasma en el que la economía va bien, la covid-19 lleva un año “ya de salida” y los ataques a las instituciones se realizan por el bien de la democracia. Y si la realidad no se ajusta a las necesidades del poder, pues peor para ella, ¿no?

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