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La fiebre del pepino de mar y su herencia maldita: la pesca ilegal acaba con las especies de Yucatán

El bum de la especie causó una crisis social que parece irreparable en las costas yucatecas. Ante la amenaza de muerte sobre un oficio con siglos de tradición, los pescadores locales hacen un último esfuerzo por salvar los recursos marinos y su modo de vida

Pescadores en Celestún, Yucatán pepino de mar
Pescadores de Celestún (Yucatán) revisan sus redes durante el inicio de su jornada laboral, el 4 de abril de este año.Leslie Santos Bonilla
Myriam Vidal Valero Nelly Toche Rodrigo Pérez Ortega
Mérida (Yucatán) -

Entrar al centro de Celestún, en las costas del Golfo de México, es como visitar un lugar que se quedó estancado en el tiempo. Los caminos sin pavimentar desembocan en pequeñas casas de cemento y madera, algunas a medio construir, entre un camino de palmeras. Este pequeño pueblo costero en el extremo poniente del Estado de Yucatán entró en el radar internacional hacia 1990, cuando un grupo de asiáticos descubrió que sus aguas eran ricas en pepino de mar, un animal marino viscoso y poco atractivo que representa un manjar culinario con usos medicinales y hasta afrodisíacos para los extranjeros. Para los lugareños solo era una forma de escapar de la pobreza. Lo que no podían saber es que les iba a costar tan caro.

Los primeros permisos para pescar de forma experimental el pepino de mar en Yucatán fueron emitidos por la Comisión Nacional de Acuacultura y Pesca (Conapesca) en el año 2000. Para 2006, 42 embarcaciones podían extraer hasta 154 toneladas del animal. Para 2013, el pepino de mar ya era explotado de manera masiva por 569 embarcaciones que llegaron a extraer cerca de 2.500 toneladas de esta especie. Dos años después se emitieron las regulaciones para pescarlo de manera legal y controlada, pero ya era demasiado tarde: el botín parecía demasiado grande para respetar las reglas.

“Aquí nadie tenía ni idea de qué era el pepino de mar”, recuerda Joaquín Cauich, pescador de Celestún, desde la sala de su casa. Incluso cuenta que les “estorbaba” cuando pescaban otras especies como el pulpo. “Pero para nosotros fue el punto de quiebre de la pesca ilegal en la región”. Antes de que la demanda de esta especie se disparara, su vida y la de sus compañeros se movía al ritmo de las estaciones de pesca. De agosto a diciembre se pescaba pulpo y a veces complementaban con pargo mulato, langosta y mero. La historia cambió cuando el pepino llegó “a cubrir lo que siempre habíamos padecido”, dice.

La necesidad económica en las regiones pesqueras de Yucatán terminó impulsando un comercio descontrolado de este equinodermo que habita en fondos de roca, arena y fango, desde aguas superficiales hasta 61 metros de profundidad. Su forma de gusano gigante le quita carisma pero cumple una función crucial en la limpieza de los océanos, ya que descompone y recicla los nutrientes del agua.

De acuerdo con datos de captura de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), de las 215.000 toneladas de pepino de mar que se pescaron entre 2013 y 2017 a nivel global, 7.800 provenían de México. Según el plan para la conservación y aprovechamiento sustentable del pepino de mar en México de 2020, la pesca ilegal en el país representa un porcentaje del 45 al 90% adicional a la producción nacional oficial. Asia —primordialmente China— es su principal consumidor. Allí se ofrece en platos con salsa o en sopa. Su precio varía entre especies, pero puede valer desde 200 hasta 3.500 dólares por kilo en China y Hong Kong.

La pesca es una de las actividades económicas más emblemáticas de Yucatán: de ella dependen más de 12.000 familias a lo largo de la costa. Aunque su volumen no es muy grande en comparación con otros estados, su producción es de alto valor, ya que la gran mayoría de estos productos se exporta. La pesca industrial o de altura está presente, pero la mayor parte la llevan a cabo flotas artesanales o ribereñas: embarcaciones con dos o tres pescadores que hacen viajes cortos.

Joaquin Cauich, pescador de Yucatán
Joaquín Cauich, pescador de Celestún.Leslie Santos Bonilla

La repentina demanda del pepino de mar sentó no solo un precedente de sobreexplotación no regulada que empresarios y negocios locales aprovecharon para comerciar con otras especies, sino también introdujo un exceso de competencia desleal entre pescadores que hacen lo que sea necesario para subsistir. Nadie imaginaba que, una vez que esta especie empezara a escasear hasta prácticamente desaparecer de estos mares, emergería debajo un iceberg de descomposición social que tiene consecuencias hasta la actualidad.

Las especies antes abundantes en el Estado, como el mero rojo, el pulpo y la langosta, también se están agotando debido a la sobreexplotación e impunidad heredadas de la fiebre por el pepino de mar, que arrasó con años de tradición. Todo se centró en la captura de especies cuyos principales consumidores son países extranjeros. Mientras el pepino viaja a Asia y el mero a Estados Unidos, el pulpo se exporta a España, Japón e Italia y la langosta a Estados Unidos, China y Vietnam.

La pesca ilegal o furtiva en México ha crecido desmesuradamente a todos los niveles del oficio. En 2013, el Environmental Defense Fund (EDF) ya estimaba que el volumen de la pesca ilegal en el país era de más de la mitad respecto de la legal.

Las estrategias tradicionales para combatir la pesca ilegal como las vedas, las multas y el ordenamiento pesquero se han visto rebasadas. Las leyes para combatirla existen en el papel, pero hay una clara falta de gobernanza y de conciencia ecológica y social, además de falta de presupuesto, que resultan en que todos los actores —desde los pescadores y comerciantes hasta las autoridades locales y federales— se encuentren totalmente superados para poder revertir la situación.

‘El bum petrolero de su época’

Cahuich es franco: antes de que llegara la fiebre del pepino de mar se intentaban respetar las vedas a gran escala, aunque a veces los restaurantes y bares de la zona les pedían especies fuera de temporada. “Eso era la pesca ilegal que se hacía: traerle producto fresco a un restaurante, diez kilos a la semana”. A su entender, no había ningún problema con esto; el recurso se veía como algo inagotable y las autoridades pocas veces tomaban medidas. “‘¡Si el mar está regrandísimo! Nunca lo vamos a gastar, decíamos”.

Nunca pensaron que esa práctica de pequeña escala se saldría de control. “En su apogeo, el kilo de pepino de mar seco y procesado llegó a costar 300 dólares”, recuerda Cahuich. Según datos oficiales, el pepino de mar se encuentra en las costas de las penínsulas de California y Yucatán. A nivel nacional, la exportación de estas especies significó más de 126 millones de dólares entre 2014 a 2017; es decir, más de 30 millones de dólares anuales, mucho más que casi cualquier otra especie de pesca.

Hasta los años ochenta, aseguran los pescadores, ellos tenían una cultura de amplio respeto hacia las temporadas de pesca y las vedas. Pero en las décadas posteriores, un flujo migratorio sin precedentes de campesinos desempleados por la crisis henequenera rompió el equilibrio. Hasta ese momento, el ingreso de la mitad de la población de la región dependía del henequén (una especie de agave utilizado para obtener fibras). La industria se monopolizó en los años ochenta y desplazó a los agricultores. Las costas pasaron de tener 700 embarcaciones registradas a más de 4.200 para el año 2000: un crecimiento de 600%. Esto fue un duro golpe en términos ecológicos. Graciela Alcalá, antropóloga social del Instituto Politécnico Nacional (IPN), explica que la mitad o más de las personas que ahora se dedican a la pesca no conocen el ecosistema marino ni crecieron con una cultura de respeto hacia este.

“No tienen tradición de captura, no saben ni cómo es el mar, ni cómo es el clima, ni el color de las aguas, ni los vientos. Tampoco saben de artes de pesca, ni de temporadas”, dice Alcalá. Esta improvisación aumentó el descontrol que ya se tenía con la exportación de pepino y promovió la sobreexplotación de otras especies como el mero o el pulpo.

A medida que el negocio del pepino se volvía más lucrativo, los miles de pescadores que llegaban de otras regiones sin experiencia estaban desesperados por obtenerlo, lo cual creó un problema social sin precedentes. Las mismas autoridades reconocen que el dinero en efectivo y sin impuestos de la venta del pepino atrajo prostitución, delincuencia organizada y drogas. La falta de control promovió que se sacaran camiones de producto directo al aeropuerto, cuenta Mauro Cristales Márquez, coordinador estatal de Conapesca en Yucatán. “El pepino es una especie carísima que vino a cambiar la mentalidad [de los pescadores], se volvió como el bum petrolero de su época”.

Puerto de abrigo en Celestún, Yucatán
Un habitante recorre el puerto de abrigo en Celestún, Yucatán. Leslie Santos Bonilla

El botín era tan irresistible que, de acuerdo con los pescadores, hasta las autoridades quisieron su parte. “Los mismos inspectores que venían desde Conapesca transportaban pepino en su camioneta”, dice Cahuich. Pero como eran autoridades, asegura, no los detenían ni los revisaban en las carreteras del Estado. Las oficinas centrales de Conapesca en Mazatlán no respondieron a la solicitud de entrevista para hablar sobre estas acusaciones.

Desde los ojos de los pescadores, el ambiente comenzó a ser aterrador. Guillermo Novelo, pescador de tradición en la región de Sisal, cuenta que el crimen organizado comenzó a acosarlos para robarles el “oro marino” que sacaban: “Te quitaban el producto y te botaban al agua. Era gente armada o con machetes. El motor lo deterioraban para que uno no pudiera ir a ningún lado”, explica Novelo. “Te dejan sin nada, y si te pones bravo no la cuentas porque están armados… A todos nos ha pasado algo”.

El crimen organizado es solo uno de los peligros de pescar en Yucatán. Cada noche, cientos de pescadores se adentran en las aguas del Banco de Campeche, una extensa plataforma continental que abarca aproximadamente 175.000 kilómetros cuadrados alrededor del Estado y representa un paraíso para los pescadores ribereños, ya que las aguas no son muy profundas.

Aquí, el buceo es el principal arte de pesca. Durante la madrugada, dependiendo del clima, cientos de pescadores salen de los 14 puertos del Estado con una compresora de aire que les permite permanecer hasta dos horas debajo del agua, mientras capturan langostas, pulpo y pepino de mar, al igual que peces que pudieran escapar a los anzuelos, como el mero. Y cada noche puede ser mortal.

Henry Polanco, pescador del pequeño puerto de El Cuyo, relata que es bastante común escuchar historias de buzos pescadores que mueren ahogados o por síndrome de descompresión (cuando el nitrógeno disuelto en la sangre por la presión del mar forma burbujas en el torrente sanguíneo y provoca fatiga, dolor muscular y a veces la muerte). Muchos mueren por falta de experiencia, del equipo apropiado o de condición física.

Todos los pescadores entrevistados para esta historia saben de alguien que ha perdido la vida. Cada año, en promedio, mueren 35 pescadores en altamar, según datos de la Secretaría de Pesca y Acuacultura Sustentables de Yucatán (Sepasy). La mayoría, a causa del buceo.

Ni los peligros, ni la escasez de recursos, ni las advertencias de las autoridades han sido suficientes para detener la pesca ilegal. No cuando hay días en que ellos ganan menos de 200 pesos mexicanos (unos 10 dólares).

Un oficio en agonía

Polanco narra que bucea desde que tenía 11 años. “Hasta hace seis años yo decía que a mí me hubiera gustado que mis hijos se dedicaran a la pesca. Hoy no, no quiero que tengan nada que ver con el mar”, sostiene.

Después de la vorágine que causó el pepino de mar, regular a los pescadores ribereños se ha convertido en un problema con intereses económicos y políticos entrelazados. Para empezar, no todas las embarcaciones están registradas y la gran mayoría de los pescadores de la zona no cuentan con un permiso de pesca. Los requisitos de la Conapesca para obtenerlo resultan inalcanzables para muchos de ellos. Mientras, las autoridades no llevan un control genuino sobre los permisos emitidos. Todo culmina en un caos burocrático que se presta a la falsificación.

Pescadores en Celestún, México con jaiba
Pescadores de Celestún trabajan en el muelle del pueblo.Leslie Santos Bonilla

“Los empresarios se dieron cuenta que la autoridad es corrupta. Metas las lanchas que metas al agua, nadie te dice nada y puedes traer las toneladas que quieras… es un negocio redondo”, explica Pastor Contreras Avilés, pescador de San Felipe y líder de una federación de cooperativas, después de su jornada de trabajo en Río Lagartos. Desesperanzado, dice que su visión hacia el futuro no es muy alentadora, porque ya no hay qué pescar. “Nosotros somos los que vemos el fondo y en el fondo no vemos nada. No hay nada, no hay vida”, dice.

En algunos lados, las cooperativas, formadas por pescadores que se unen para resolver intereses comunes, son esenciales para la protección del recurso marino y la autorregulación ante la falta de autoridad: si se descubre que un miembro ha pescado fuera de temporada, por ejemplo, se le impone una multa de 15.000 pesos mexicanos. La cooperativa tiene su propia vigilancia, añade Polanco, y en ocasiones ellos mismos han aprehendido a pescadores ilegales.

Tanto pescadores y cooperativas como autoridades y científicos coinciden en que el primer paso para acabar con el desastre que trajo el pepino de mar es el ordenamiento pesquero; es decir, que todos los pescadores y embarcaciones estén registrados debidamente, respeten las vedas y demás regulaciones.

“Yo llegué a encontrar permisos clonados y duplicados”, comenta Cristales Márquez en su oficina de la Conapesca en Mérida. Dado que no todos los propietarios de embarcaciones quieren pescar, las rentan a alguien más, quien tramita un segundo permiso con los mismos datos de la embarcación. “Entonces tengo 5.000 embarcaciones [registradas], pero en permisos tengo 8.000″.

Por otro lado, las sanciones y multas para aquellos que pescan de forma irregular tampoco parece representar una amenaza suficiente para dejarlo de hacer, pues son mínimas en comparación con las ganancias de seguir pescando fuera de la ley. Y, muchas veces, ni siquiera se les impone la sanción.

La institución encargada de vigilar las actividades de pesca ilícita es la Conapesca. Sin embargo, en 2020, la agencia federal contaba solo con 156 personas enfocadas en la vigilancia pesquera de todo el territorio marino nacional, que abarca más de 3,1 millones de kilómetros cuadrados, y en el mismo año sufrió un recorte de presupuesto de más del 70%. Mientras tanto, los apoyos que otorgaban a organizaciones pesqueras regionales para controlar la pesca ilegal fueron cancelados en 2019, limitando la colaboración con las comunidades.

Simplemente no existe la organización o los recursos necesarios para mantener el orden. Rafael Combaluzier Medina, director de la Sepasy, explica que una vez que se mete una denuncia de pesca ilegal a la Conapesca esta se puede tardar hasta 15 días en emitir un acta de cateo, y más tiempo aún en tomar acción. Si es que llegan a tomarla.

Y tampoco es que se puedan fiar de las autoridades, señala Polanco, que también es presidente de una federación regional de cooperativas pesqueras. La corrupción es tan conocida que los pescadores que han capturado se burlan ya montados en la patrulla. “Nadie, exactamente nadie, puede decir que no conoce cómo sucede la pesca ilegal o el problema que afecta cien por ciento al sector pesquero”, dice Polanco.

Como si esto no fuera suficiente, la pesca furtiva se ha extendido a nuevos espacios: la pesca deportiva. A 40 kilómetros al norte de Mérida, en Puerto Progreso, el pescador Ricardo Domínguez ve yates de lujo por doquier en su paseo matutino en la marina. Con un permiso que se obtiene por internet con facilidad, estos yates pueden sacar del mar cualquier especie de valor sin importar las vedas. Actualmente hay alrededor de 2.500 en el Estado y han desplazado ya a las embarcaciones pesqueras. “El proyecto de aquí es que desaparezcan los pescadores, que esto se vuelva exclusivo para los yates”, dice Domínguez, mientras recorre con su lancha las zonas en las que solía jugar de niño en Progreso, y a las que ahora debe de entrar con cautela si no quiere ser sancionado por traspaso de propiedad privada.

Un recurso finito e indispensable

“Ser pescador es una cultura”, dice José Luis El Chino Carrillo Galaz, que preside otra federación regional de cooperativas, en su oficina de Puerto Progreso. Para él, la gestión es mejor en grupo y resolver el problema de la pesca ilegal depende de un trabajo conjunto entre pescadores, investigadores, autoridades y consumidores.

Pescador en Yucatán, México
Un pescador en Yucatán, México.Leslie Santos Bonilla

En algunas partes del mundo, a los consumidores les preocupa cada vez más que sus alimentos sean pescados de manera sustentable y favorecen más al mercado local. Pero en Yucatán, persuadir al consumidor final de no fomentar la pesca ilegal es algo difícil, ya que la mayoría de sus productos se exportan.

Un reporte del año pasado de la Comisión de Comercio Internacional de los Estados Unidos —USITC en inglés—, estima que ese país importó 2,4 millones de dólares de productos del mar derivados de pesca ilegal, no reportada y no regulada en 2019, lo que representa casi el 11% de sus importaciones. En el mismo reporte, México ocupa el segundo lugar, después de Filipinas, de países cuyo producto tiene procedencia ilegal o no regulada, con un total de 25%.

“¿De quién es la responsabilidad de lidiar con esto?”, pregunta Renee Berry, investigadora de la USITC. “Creo que tanto el lado de la oferta como el de la demanda deben ser parte de la solución”, añade.

El Gobierno mexicano, rebasado, sigue sin controlar una situación que ya escaló a políticas internacionales. El 7 de febrero, Estados Unidos prohibió la entrada de embarcaciones mexicanas a sus puertos por actividades de pesca ilegal en aguas estadounidenses.

Combaluzier Medina asegura que la Sepasy tiene “muy bien identificado, en un 80%, a los grandes compradores de pesca furtiva del estado”. Pero al no tener atribución para capturarlos y procesarlos, lo único que pueden hacer es “pasarle” la información a la Conapesca. También menciona que cuentan con solo cinco inspectores para vigilar los 378 kilómetros de la costa yucateca.

Alicia Poot Salazar, investigadora y jefa del Centro Regional de Investigación Pesquera del Instituto Nacional de Pesca (Inapesca) en Yucaltepén, sostiene que lo más importante es que no se deje de pescar, “porque la gente necesita vivir”. No solo se trata de dar subsidios, sino de repoblar y apoyar a los pescadores a que tengan otras fuentes de ingreso, como ranchos marinos y zonas de refugio pesquero. “Es algo que puede funcionar y unir a una comunidad”, dice la investigadora.

El mero, al ser una especie emblemática de Yucatán, ha sido el foco de estos esfuerzos. Se ha proyectado un centro de reproducción, no solo para repoblar las costas sino también para la engorda, y las cooperativas están tratando de trabajar un programa estratégico para su recuperación con el gobierno federal.

También se ha pugnado por disminuir su consumo local e implementar estrategias de trazabilidad; es decir: el registro minucioso de la proveniencia de un producto del mar. “Aunque la trazabilidad sí importa, en México [su implementación] todavía es complicada” porque falta conciencia de las prácticas que se necesitan para llevarla a cabo, explica Edel Gutiérrez Moguel, director de la plataforma de monitoreo y trazabilidad Plenumsoft Marina, con sede en Mérida. Mientras el gobierno centralice la información y no se interese por una buena capacitación ni por adquirir tecnología de punta, el panorama será imposible. Para él, la Secretaría de Hacienda debería tener un papel fundamental, pues es la institución encargada de llevar un control de la comercialización pesquera. Carrillo Galaz coincide: “Es más fácil perseguir 50 comerciantes que 50.000 pescadores”.

Por ejemplo, el 80% del mero que se pesca en el estado se va para Florida, en Estados Unidos que exige una buena trazabilidad para que el producto entre al país. “Pero al sistema claro que se le puede engañar”, comparte Gutiérrez Moguel. “Hay que ser honestos: mientras los gringos quieran seguir comprando barato, ellos van a ver cómo hacer que el producto ilegal llegue”.

Empresas como Plenumsoft Marina están desarrollando tecnologías para implementar una trazabilidad confiable. Pero otras tecnologías que buscan combatir la pesca ilegal se ven bloqueadas por el Gobierno. La organización Oceana, por ejemplo, busca rastrear con GPS la ruta de las grandes embarcaciones pesqueras para encontrar actividades ilegales en su plataforma Global Fishing Watch. El problema es que depende de datos que la Conapesca no ha transparentado.

Playa de Celestún, México
Embarcaciones pesqueras en una playa en Yucatán, México.Leslie Santos Bonilla

Aún así, algunos pescadores ribereños ya han adoptado prácticas de manejo sustentable. Se están uniendo a las más de 20 pesquerías en el país con certificaciones que acreditan capturas bajo medidas sustentables o que se encuentran en ese camino.

Los mismos pescadores furtivos ya han empezado a entender que el recurso se acaba si no lo respetan. A raíz de eso, pobladores a lo largo de la región han iniciado proyectos que buscan desarrollar un comercio sustentable, como la granja de pulpos en Sisal, así como el repoblamiento de especies. Uno de los proyectos más prometedores se está cocinando en la región que, paradójicamente, ha sido una de las más afectadas por la pesca ilegal.

Cauich cuenta que en Celestún se está trabajando en la construcción de un refugio pesquero comunitario para hacer repoblamiento del pepino de mar y otras especies. La idea principal es establecer una franja de 210 kilómetros cuadrados frente a la playa para contrarrestar la pesca ilegal y la sobreexplotación de especies. “A nosotros no nos interesa cuidar todo el mar, ya vimos que no podemos. Pero cuidar esta partecita y enseñarle a la gente cómo se dan las cosas, cómo se reproducen, sería el éxito”.

En paralelo, planean traer turismo para mostrar este esfuerzo pionero de conservación. Cahuich suena emocionado: “Para mí es un proyecto súper ambicioso, pero súper noble, porque te permite perdonar a todos lo que en algún momento lo hicieron mal y hasta los que no quieren participar, también es para ellos”.

Pese a que este proyecto lleva años queriendo concretarse y que muchas autoridades se negaron a apoyarlo durante años, científicas como Poot Salazar, algunos pescadores e instituciones como la Sepasy no dejaron morir la idea, que hoy está a punto de concretarse. “A mí me mueve el pensar que podemos hacer algo por las mismas comunidades”, dice Poot Salazar, quien apoyó esta iniciativa desde el principio.

El refugio pesquero se decretó en octubre de 2019. Ya existe un comité de manejo para la actividad pesquera y el gobierno del Estado está apoyando. Aunque la pandemia lo frenó parcialmente, no lo hizo del todo. La idea es que cada vez más personas entiendan que es un plan comunitario y que todo aquel que pertenezca al sector pesquero, siempre y cuando esté ordenado, puede participar. “Para mí, este proyecto es el futuro de Celestún, del Estado de Yucatán y de nuestro país”, concluye Cahuich.

Este reportaje se realizó con el apoyo de Oceana, la mayor organización internacional dedicada a la protección de los océanos, y es resultado de una convocatoria conjunta entre EL PAÍS y Oceana para investigar sobre la pesca ilegal en México.

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