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Las últimas penas de muerte del presidente saliente

Con seis ejecuciones en el periodo de transición en la Casa Blanca, el presidente de EE UU se despide con un récord de ejecuciones federales contrario a la tendencia en los Estados y la opinión pública

Pablo Guimón
Protesta contra la ejecución de un reo con inyección letal, el pasado julio frente a la prisión de Terre Haute, en el Estado de Indiana.
Protesta contra la ejecución de un reo con inyección letal, el pasado julio frente a la prisión de Terre Haute, en el Estado de Indiana.GEtty

Este jueves, Día Internacional de los Derechos Humanos, en la prisión federal de Terre Haute (Indiana), el Gobierno de Estados Unidos aplicará una inyección letal a Brandon Bernard, afroamericano de 40 años, por participar en un robo que terminó en doble asesinato, que él no ejecutó, cuando tenía 18 años. Contó con una defensa deficiente. De los 12 miembros del jurado que le condenó, todos menos uno eran blancos. Ahora cinco de ellos dicen que no debería ser ejecutado. Una fiscal que contribuyó a su condena, Angela Moore, escribió hace dos semanas, en un artículo de opinión en The Indianapolis Star, que “ejecutar a Brandon sería una terrible mancha en el honor de la nación”.

Al día siguiente, será el turno de Alfred Bourgeois, de 56 años, que torturó y asesinó a su propia hija en 2002. Sus abogados alegan que tiene una demencia grave que le impide comprender por qué va a ser ejecutado. Un mes después, el 12 de enero, está programada la muerte de Lisa Montgomery, la primera mujer que ejecutará el Gobierno federal en 70 años. Sometida a incesto, torturada durante años, prostituida salvajemente por su madre y esterilizada a la fuerza, Montgomery es una enferma mental grave que estranguló a una mujer embarazada de ocho meses y le arrebató el bebé para cuidarlo como si fuera suyo. El 14 de enero la muerte espera a Cory Johnson, cuyos abogados aseguran que posee un coeficiente intelectual de 69, por debajo del límite que el Tribunal Supremo utiliza para determinar si una ejecución es un castigo demasiado cruel. Al día siguiente, cinco días antes de que el presidente Trump abandone la Casa Blanca, su Gobierno se dispone a matar a Dustin Higgs, el cuarto afroamericano de los cinco, condenado por participar en el asesinato de tres mujeres a las que él no disparó.

“Constituyen casi un catálogo perfecto del tipo de casos que no deberían resultar en pena de muerte”, defiende Robert Dunham, director ejecutivo del Centro de Información sobre la Pena de Muerte. A pesar de ello, el Gobierno ha programado la muerte de los cuatro, además de la del también afroamericano Orlando Hall, que ya recibió la inyección letal el pasado 19 de noviembre, antes de que el próximo 20 de enero Donald Trump ceda la Casa Blanca a un presidente contrario a la pena capital.

Nunca antes en la historia de Estados Unidos se habían programado tantas ejecuciones federales en esos poco más de dos meses y medio desde que un presidente pierde las elecciones hasta que abandona la Casa Blanca, ese periodo que se conoce como el del pato cojo. Habría que remontarse al siglo XIX, hasta la presidencia de Chester Arthur, para encontrar algo parecido: hubo cinco ejecuciones federales durante su periodo de transición tras las elecciones de 1884, pero hay que tener en cuenta que entonces las transiciones eran más largas, ya que el nuevo presidente tomaba posesión en marzo y no en enero.

Bajo la presidencia de Trump, este año se habrán llevado a cabo más ejecuciones federales (serán 10 con Bernard y Bourgeois) que en ningún otro año de los últimos dos siglos. Esto sucede en contra de la tendencia histórica, y mientras el apoyo de los ciudadanos a la pena de muerte continúa erosionándose y se sitúa en su mínimo de los últimos 47 años. Por primera vez en la historia, según una encuesta de Gallup de noviembre, la mayoría de los estadounidenses (un 60%) prefiere que se imponga la cadena perpetua que la pena capital. Hasta 20 Estados han abolido las ejecuciones, y hoy se realizan en menos de la mitad.

“Como en tantas cosas de su mandato, lo que ha hecho el presidente Trump en este terreno ha estado desacompasado con la práctica de los últimos presidentes, tanto demócratas como republicanos, y en este caso también con lo que los Estados están haciendo”, explica Dunham. “Este será el año en que más ejecuciones federales habrá en los últimos dos siglos y, a la vez, será el año en que menos ejecuciones de los Estados habrá en los últimos 37 años”.

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Hay más de 2.500 personas en el corredor de la muerte en Estados Unidos. Solo 45 de ellas están en el corredor de la muerte federal. Esto es porque en general son los Estados los responsables del enjuiciamiento criminal. El Gobierno federal interviene cuando el delito se produce en suelo federal, como en el caso de Bernard, o cuando los fiscales federales de distrito consideran que deben personarse por la especial gravedad del delito.

En estos casos federales, el Departamento de Justicia establece la fecha de la ejecución, y el presidente tiene capacidad de intervenir, aplazando las fechas o concediendo clemencia a los reos. En una campaña marcada por el debate de la discriminación racial y los disturbios en las ciudades, ambos candidatos presidenciales ha defendido sus trayectorias en el asunto de la reforma del sistema de justicia penal. Pero las diferencias entre Donald Trump y Joe Biden en el tema de la pena de muerte son extremas.

Trump ha roto un periodo de 17 años en el que no hubo ninguna ejecución federal. Mucho antes de entrar en política, el empresario había dejado clara su querencia por la pena capital: en 1989 contrató anuncios a toda página en los periódicos pidiendo la ejecución de los conocidos como “cinco de Central Park”, arrestados por violar y propinar una paliza a una joven. Años después, se negó a pedir perdón cuando se confirmó que habían sido condenados por error y fueron exonerados.

Biden, por su parte, ha incluido en su programa electoral la promesa de “promover la legislación para eliminar la pena de muerte a nivel federal” e “incentivar a los Estados para seguir el ejemplo”. El compromiso le convierte en el primer presidente electo o candidato presidencial demócrata en adoptar una postura completamente contraria a la pena de muerte desde Michael Dukakis en 1988, y supone un cambio respecto a su propio apoyo en los años noventa a un endurecimiento de la justicia penal que incluía potenciar la pena de muerte. “Biden ha aprendido de la historia”, opina Dunham. “Ha visto que la pena de muerte no reduce el crimen y que las condenas castigan desproporcionadamente a negros y latinos”.

La pena de muerte no es un asunto estrictamente partidista. Hay muchos demócratas que la apoyan y, de hecho, la postura oficial del partido hace apenas ocho años era condenar solo su uso “arbitrario”. Al mismo tiempo, son muchos los republicanos que se oponen a la pena capital, a menudo con argumentos de limitar el poder del Estado, defender la vida y ahorrar dinero al contribuyente. Todavía un 56% de los estadounidenses, según la encuesta de Gallup, apoya la pena de muerte para asesinos convictos. Pero en 1994 la apoyaba un 80%. Y los jóvenes y las personas no blancas son quienes más la rechazan, lo que indica que el país se aleja cada vez más demográficamente de la pena capital.

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Sobre la firma

Pablo Guimón
Es el redactor jefe de la sección de Sociedad. Ha sido corresponsal en Washington y en Londres, plazas en las que cubrió los últimos años de la presidencia de Trump, así como el referéndum y la sacudida del Brexit. Antes estuvo al frente de la sección de Madrid, de El País Semanal, y fue jefe de sección de Cultura y del suplemento Tentaciones.

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