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Los afganos temen el hambre tanto como la inseguridad

El aislamiento internacional y la parálisis económica empiezan a notarse en los mercados y en las mesas

Una mujer con burka compraba el sábado en un mercado en Kabul.
Una mujer con burka compraba el sábado en un mercado en Kabul.AAMIR QURESHI (AFP)
Ángeles Espinosa

La toma de Kabul por los talibanes ha dejado a Afganistán aislado del mundo. La mayoría de las embajadas ha puesto pies en polvorosa. Con la misma velocidad, los países occidentales han suspendido la ayuda al desarrollo que financiaba la mitad de la economía afgana. Sin acceso a sus reservas de divisas, ni a préstamos de las instituciones internacionales, el Banco Central carece de dinero para engrasar el sistema. Los precios de los productos básicos se han disparado. El temor de los afganos no es solo la falta de seguridad o la ausencia de Gobierno, sino el hambre.

Los residentes de Herat, al oeste (cerca de la frontera con Irán), se quejaban de la carestía de los alimentos y los combustibles en un reportaje emitido este sábado por la cadena Shamshad News. “Quince días después de la llegada de los talibanes no se han tomado medidas para controlar los precios”, constataba el reportero tras entrevistar a clientes y comerciantes que refunfuñaban por el aumento del coste de la harina, el aceite y el arroz, productos esenciales en cualquier familia afgana.

El vicepresidente de la Cámara de Comercio e Industria de la ciudad, Said Siddiqui, responsabilizaba de ello al descenso de las importaciones. Todos pedían a los talibanes que se relacionen con otros países y normalicen el comercio. Conscientes de esa necesidad, sus portavoces han instado a todos los países, incluido EE UU, a mantener sus representaciones diplomáticas.

Los problemas son similares en el resto del país. Con la actividad económica paralizada, han cerrado negocios y oficinas privadas, en algunos casos porque sus dueños han huido. En otros, a la espera de ver en qué consiste el “Gobierno incluyente” prometido por los talibanes y en qué condiciones van a poder trabajar. Además, el 60% del empleo estaba en el sector informal, donde se depende de lo que se obtiene cada día.

Llueve sobre mojado. Ya antes de esta crisis, 14 millones de los casi 40 millones de afganos afrontaban dificultades para alimentarse, según la ONU. La guerra que los talibanes han sostenido con el Gobierno prooccidental instaurado tras la intervención de Estados Unidos en 2001, ha causado cuatro millones de desplazados internos, incluidos medio millón desde el pasado enero. El responsable del Programa de Alimentación Mundial alertaba esta semana del riesgo de hambruna como resultado del conflicto, la sequía y la covid.

Incluso quienes disponían ahorros no pueden usarlos debido al cierre de los bancos. “La gente no tiene acceso a su dinero para pagar las necesidades básicas”, explica una activista que solicita ser identificada como Freshta. La situación es tan desesperada que algunos afganos han salido a la calle para reclamar su apertura. La periodista Hasiba Atikpal ha tuiteado imágenes de una manifestación a primera hora de este sábado en Shahr-e-Now, un céntrico barrio comercial de la capital

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Otra medida urgente es que el Emirato Islámico de Afganistán, como los talibanes llaman a su régimen, restablezca la policía. En opinión de Freshta, “las calles de las ciudades no pueden estar en manos de milicianos armados como soldados” (muchos con material estadounidense capturado a las fuerzas del Ejército que se diluyó ante su avance). Su presencia intimida a la población y no da seguridad. Muchos propietarios de pequeños negocios y tiendas dicen que no abren porque tienen miedo a los robos.

Es posible que estos sean problemas urbanos y que los habitantes de aldeas y pueblos celebren que el triunfo de una de las partes, la que sea, haya silenciado por fin las armas. Apenas hay información de las zonas rurales, donde viven tres cuartas partes de los afganos y donde la sociedad ha evolucionado menos.

Pero tanto las quejas de Herat como la protesta de Kabul constituyen una significativa (y valiente) muestra de descontento frente a una milicia armada que, por más apoyo que tenga, ha conquistado el país tras dos décadas de lucha armada y actividades terroristas. El recuerdo de su anterior tiranía (1996-2001) convierte en heroico cualquier gesto que cuestione sus medidas. Sin embargo, empeñados en presentarse como un grupo político con capacidad de gobernar, los talibanes están mostrando un rostro amable, al menos en sus declaraciones públicas.

Para empezar, han pedido a los empleados públicos y tecnócratas que vuelvan a sus puestos e insisten en que no tienen nada que temer. Desde sus órganos de propaganda difunden imágenes de gobernadores provinciales o jefes de policía a los que han dejado en libertad tras haberlos mantenido “bajo protección” al tomar las correspondientes ciudades.

Algunos cargos, como el ministro de Sanidad en funciones o el alcalde de Kabul, han aceptado seguir en sus puestos. Sin embargo, la mayoría de los funcionarios recela. Durante los últimos años, los milicianos les han tenido en su punto de mira y fueron numerosos los secuestrados o asesinados. También ahora hay noticias preocupantes de búsqueda de quienes han trabajado para el anterior Gobierno (en especial de las fuerzas de seguridad) y de ejecuciones extrajudiciales o desapariciones.

Además, una quinta parte de los empleados públicos son mujeres a quienes el portavoz talibán, Zabihullah Mujahid, pidió que se quedaran en casa por su seguridad hasta que hubiera nuevas normas porque las tropas talibanas “no están entrenadas” para tratar con ellas. Muchas ya lo habían hecho de forma preventiva. Una vez más, el recuerdo de aquel quinquenio en el que los islamistas las confinaron en sus casas y les impidieron educarse, acceder a la sanidad o trabajar desató una reacción refleja.

De inmediato, sin embargo, los propios dirigentes talibanes se dieron cuenta de la catástrofe. Sin las médicas, enfermeras, matronas, auxiliares, etc, los hospitales, uno de los pocos servicios públicos que ha seguido funcionando en medio de la incertidumbre, se habían quedado en cuadro.

El Ministerio de Sanidad no tardó en reaccionar. En un comunicado pide a “todas las empleadas que acudan a sus puestos con normalidad tanto en la capital como en las provincias”. “El Emirato Islámico no encuentra ningún impedimento en que ejerzan su trabajo”, precisa.

Es un cambio respecto a los años oscuros. ¿Se extenderá a otros ámbitos? Es la pregunta del millón. Los portavoces talibanes también han dicho que podrán acudir a la universidad y trabajar, de acuerdo con la ley islámica (Sharía). Está se presta a múltiples interpretaciones en el medio centenar de países de mayoría musulmana e incluso dentro de ellos. ¿Bastará con que se cubran la cabeza y las formas del cuerpo como en Irán? ¿Querrán segregarlas como era norma hasta hace pocos años en Arabia Saudí? Aún no está claro.

También está por ver que todas las milicias y grupos que integran el grupo que denominamos talibanes en diferentes partes del país actúen de forma unánime. En algunos lugares, como Herat, chicos y chicas se han presentado a unos recientes exámenes de secundaria. Pero la Universidad sigue cerrada, igual que las escuelas en otras provincias como consecuencia de la covid.

Mucho va a depender de la composición del nuevo Gobierno que los talibanes debaten estos días en reuniones con otros dirigentes afganos, líderes tribales y dignatarios religiosos. ¿Va a estar dominado por el grupo de los negociadores de Doha, a los que se atribuye cierto pragmatismo, o van a prevalecer los comandantes guerrilleros partidarios de la línea dura?

Aunque se ha rumoreado para presidente Abdulghani Baradar, el jefe del equipo negociador, hoy por hoy quien tiene mando en plaza en Kabul es Sirajjudin Haqqani, el jefe de la Red Haqqani, la facción más extremista de los talibanes, y por quien EE UU ofrece una recompensa de 10 millones de dólares desde 2008 debido a sus actividades terroristas. Ambos, junto a Muhammad Yaqoob, el hijo del fallecido clérigo Omar que fundó el grupo, constituyen los tres adjuntos al líder supremo de los talibanes, el maulana Hibatullah Akhundzadah, a quien se refieren como “amir al muminin”, o príncipe de los creyentes.

Tampoco está claro si su idea de un Gobierno “incluyente” es limitarse a designar a algunos miembros de minorías étnicas o religiosas que les hayan jurado lealtad, o implica de verdad aceptar la diversidad cultural y de opiniones de la sociedad afgana. De ello y de su respeto a los derechos humanos va depender la opinión que se forme la comunidad internacional y, en consecuencia, su reconocimiento como autoridad legítima de Afganistán.

La única ventaja inmediata de la llegada de los talibanes a Kabul fue la desaparición de los perennes atascos de tráfico. Con la mayoría de los cinco millones de habitantes de la capital encerrados en sus casas, el silencio se hizo atronador. Pero incluso ese mínimo respiro ha durado poco. La gente necesita salir a la calle para ganarse la vida y los puestos de control que los milicianos colocan aleatoriamente en diferentes puntos de la ciudad también están provocando colas interminables.

Freshta envía unas fotos de la enorme fila de coches que se ha formado delante de su casa. “Han bloqueado el cruce de Ansari y la gente lleva horas parada en el atasco”, cuenta. Afganistán también necesita salir del atasco al que le han llevado cuatro décadas de guerra.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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