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Las protestas en la calle y las presiones internacionales ponen bajo presión a la junta militar birmana

La mezcla de manifestaciones, huelgas masivas, sanciones y presión diplomática aprieta a los militares, con todos los escenarios posibles sobre la mesa

Golpe de estado Myanmar
Policías en Yangón bloquean este jueves una calle donde se ha pintado el saludo de los tres dedos convertido en símbolo de las protestas contra el golpe de Estado en Myanmar.DPA vía Europa Press (Europa Press)

A punto de cumplirse un mes del golpe de Estado en Myanmar (antigua Birmania) del pasado 1 de febrero, la junta militar afronta una creciente presión en dos frentes: por un lado, las protestas y huelgas de servicios contra del control del Ejército, que no cesan por todo el país y, por otro, las sanciones contra los mandos y las condenas desde el exterior. El movimiento de desobediencia civil ha paralizado hospitales y bancos, entre otros servicios fundamentales, poniendo en peligro la ya de por sí frágil economía birmana. La presión contra la junta militar, de momento, se ha traducido en una creciente represión que ha causado cuatro muertos -incluido un policía- durante las jornadas de protesta. Además, las fuerzas de seguridad han detenido a más de medio millar de manifestantes.

Los indignados con el golpe no son solo los jóvenes o los defensores de la Liga Nacional para la Democracia (NLD, por sus siglas en inglés) de Aung San Suu Kyi, la líder de facto del depuesto Gobierno civil y arrestada desde el golpe. En los últimos días, desde el lunes 22 de febrero, millones de personas han ocupado las calles de unas 300 ciudades y localidades del país en respuesta a una llamada a la “revolución” (rebautizada como “22222” por la fecha elegida), y las protestas contra el golpe son cada vez más heterogéneas. Grupos de minorías étnicas se han manifestado en varios lugares de Myanmar esta semana, junto a funcionarios de ministerios y personal sanitario. Banqueros, recaudadores de impuestos y otros empleados del sector financiero se han sumado al que ya es el mayor movimiento de desobediencia civil vivido en el país. El sistema bancario ha quedado prácticamente paralizado, lo que pone en riesgo el pago de las nóminas a fin de mes.

“La respuesta de la sociedad ha sido extraordinaria. Estoy convencida de que (los militares) no se esperaban esta reacción. Las protestas crecen día tras día. El día de la ‘revolución 22222′, los medios locales hablaron de la participación de 20 millones de personas (casi la mitad del total de la población, de 54 millones)”, afirma Wai Wai Nu, activista de derechos humanos y miembro de la minoría musulmana rohinyá, durante una videoconferencia.

A medida que las protestas y el movimiento de desobediencia civil han aumentado, también lo ha hecho la represión. Este jueves, partidarios del régimen militar atacaron a manifestantes en Yangón, la mayor ciudad del país, mientras la policía abría fuego para dispersarlos. Desde el golpe, tres personas han fallecido debido a la represión policial durante las manifestaciones —una joven de 20 años que murió el pasado viernes por un tiro en la cabeza en la capital, Naypydó, y dos hombres en Mandalay—, así como un policía, según información de las autoridades.

La Asociación para Prisioneros Políticos de Myanmar eleva la cifra a ocho, incluyendo otros incidentes ocurridos en paralelo a las protestas, en ocasiones debido a enfrentamientos entre partidarios de la junta y manifestantes en varias ciudades del país, así como docenas de heridos. Aunque se trata de episodios de violencia de momento esporádicos, los militares también han recurrido a otras tácticas coercitivas, como cortes en las telecomunicaciones, arrestos y redadas nocturnas, que hacen temer que su actuación vaya a más.

Es algo que nadie descarta en ese tenso pulso con los manifestantes, que no parecen tener planes de rendirse. “Este no es el final de la movilización, que ha sido enorme y continuará siéndolo. La ira popular permanece activa”, vaticina Christopher Lamb, exembajador de Australia en Myanmar. Lamb cree que, a medio plazo, las protestas lograrán ejercer la presión suficiente para devolver al país al camino de la democracia. Argumenta que el apoyo proviene también de sectores influyentes y que algunos altos cargos del Ejército supuestamente no están de acuerdo con las decisiones tomadas por su comandante en jefe, Min Aung Hlaing. “El lunes se pudo ver cómo antiguos miembros del Gobierno de Thein Sein (bajo cuyo mandato se inició la transición democrática en 2011) participaban en las huelgas. Y hay altos cargos militares preocupados por la actuación de Min Aung Hlaing”, añade.

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Una gran división en el cuerpo castrense podría poner en aprietos a Min Aung Hlaing, pero no es una hipótesis sobre la que haya consenso. Aunque ha habido deserciones en el pasado, durante sus 60 años de existencia el Tatmadaw, como se conoce al Ejército, ha mantenido una gran unidad, en parte sustentada en el interés común de preservar el alto estatus económico e institucional del que goza en el país.

Además de las presiones domésticas, las externas también acechan a la junta. Estados Unidos ha impuesto hasta la fecha sanciones contra 12 miembros del Ejército y compañías controladas por los militares. Canadá y el Reino Unido han seguido la misma línea, mientras la Unión Europea sopesa hacerlo. No obstante, son China y Rusia, los principales suministradores de armamento del Tatmadaw, los que tendrían más margen de influencia, y aunque ambos apoyaron una declaración del Consejo de Seguridad de la ONU urgiendo a la liberación de Suu Kyi, rechazaron condenar el golpe y no se prevé que sigan la línea de las sanciones.

Otros países, como Singapur y Japón, primer y tercer mayor inversor de Myanmar, respectivamente —en medio está China—, tampoco han tomado aún medidas drásticas. “En este punto es crítico que los países occidentales trabajen con Japón y Singapur para asegurarse que hay sanciones coordinadas contra el Ejército”, considera Hunter Marston, analista del sureste asiático y colaborador del Instituto Lowy.

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Mientras, 137 ONG de 31 países han urgido al Consejo de Seguridad de la ONU a que imponga un embargo de armas internacional a Myanmar; activistas como Wai Wai Nu también piden que la comunidad internacional ayude directamente al movimiento de desobediencia civil birmano, para que no pierda fuelle. Está por ver, no obstante, qué dirección toma la junta, si continúa el arrinconamiento tanto en el ámbito nacional como internacional. “En el corto plazo, siento cierta ansiedad por cómo los militares van a responder. Aunque el movimiento de protesta es inspirador, el historial de sangrienta represión del Ejército me hace ser temeroso. No es conocido por su capacidad de desescalada, precisamente”, apunta Marston.

Más mediación

El primer encuentro diplomático entre un alto cargo de la Junta y un representante de un país extranjero se produjo esta semana en Bangkok. Allí, Wunna Maung Lwin, designado ministro de Exteriores tras el golpe de Estado, se reunió con sus pares de Tailandia e Indonesia, un encuentro muy criticado por los manifestantes por el barniz de legitimidad que la cita concedía al régimen militar birmano. La ministra indonesia, Retno Marsudi, que encabeza los intentos de mediación, canceló en el último momento una visita anunciada a Myanmar. Se espera que otros países de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN, de la que Myanmar forma parte), entre ellos Singapur, se sumen a las charlas.

Para la Junta, encontrar interlocutores resulta fundamental si quiere evitar que Myanmar vuelva a ser el estado paria que fue durante el medio siglo del anterior régimen castrense (1962-2011). Todavía podría confiar en que las protestas decaigan por presiones económicas o por la propia pandemia, como sucedió en la vecina Tailandia el pasado año, al contrario de lo ocurrido en Filipinas en 1986 o en Indonesia en 1998, donde sí lograron derrocar los regímenes de Ferdinand Marcos y Suharto, respectivamente.

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