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‘Veneno y sombra y adiós’

El Brexit será un día sinónimo de confusión británica. Ahora es un cristal que corta el país en dos

Juan Cruz
Un grupo de eurodiputados británicos el 29 de enero durante la votación del Europarlamento para la salida del Reino Unido de la UE.
Un grupo de eurodiputados británicos el 29 de enero durante la votación del Europarlamento para la salida del Reino Unido de la UE.FRANCISCO SECO (AFP)

Todo esto pasará, pero en la atmósfera inglesa reina el invierno del descontento de los que, habiendo amado este país, se sienten decepcionados por el desafecto con el que se liquidan abrazos pasados.

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Frases subrayadas de anglófilos fieles que no entienden el tenor sin melodía del desenganche. “Rabia y tristeza. Se han dejado llevar por sus peores instintos aislacionistas y de superioridad”. “La pandilla anglófila mundial está ofendida con ellos. Nos sentimos despreciados”. “No nos devuelven nada, les da igual nuestro afecto”.

Hoy es la última hora del Brexit. La vida va en serio. Mañana este fenómeno de niebla será el pasado de un desgarro. La abrumadora victoria de Boris Johnson añadió sal a la herida, porque ahora el primer ministro puede hacer (decía ayer un escritor escocés, William Boyd) “lo que le dé la gana”.

Brexit será un día sinónimo de confusión británica. Ahora es un cristal que corta el país en dos. Entre los heridos por esta circunstancia está Javier Marías, que vivió aquí en los ochenta, tradujo a Laurence Sterne y a Joseph Conrad, entre otros, y considera que la literatura, la música, el arte, el paisaje forman parte de su alma. Tan es así que, preguntado por The Guardian para señalar lo que significa para él esta hora, dijo por escrito que ahora ese país que forma parte de todas sus almas “es un territorio desconocido que difícilmente puedo entender”. Tan “extraño y opaco” le parece que merece el subtítulo el subtítulo del tercer volumen de Tu rostro mañana, una de sus más importantes novelas: Veneno y sombra y adiós

Él siente, le dice a The Guardian, “tener que decir estas tres palabras”, pero es lo que hay en su cabeza. Quienes llevan viniendo a Inglaterra desde cuando tan solo había una cafetería de café expreso en todo el país y luego han visto que Londres acogía el olor europeo que ahora exhibe, encuentran inverosímil que, finalmente, el país que evocan empiece a decirse en pasado. No se lo cree, por ejemplo, Mario Vargas Llosa, que en 1967 dejó el París de los adoquines y se vino a vivir a Earl´s Court a desintoxicarse de la política a la sombra de los Beatles y de Mary Quant y de los Rolling. Inglaterra decaía, pero los jóvenes inventaron su propia revolución insolente y extravagante compuesta de música y de gestos. Las ideas y los gentlemen eran arrojados, provisionalmente, por el váter de los trenes de Qué noche la de aquel día.

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A él, personalmente, lo cambiaron los liberales de Popper y de Thatcher (“¡Thatcher no era anti-Europa, ella firmó el Tratado de Maastricht!”), y lo descorazonó el Brexit. Esta catástrofe tiene una víctima múltiple, porque parte el corazón del país y le quita a Europa una presencia fundamental e indispensable. Es tan grave lo que Vargas Llosa ve en el panorama que, cuando le pedí que resumiera como ciudadano anglófilo el porvenir del país que tanto amó, no tuvo reparo alguno en advertir que por este camino (“y si se van Irlanda del Norte y Escocia”) Gran Bretaña va a desaparecer… Tan dramático fue el novelista de Conversación en La Catedral que le pregunté cómo se sentía relatando esa decadencia. Y esto dijo:

—Me siento muy triste. Llegué a tener una enorme admiración por Gran Bretaña. Por el civismo inglés. Si hay una sociedad que fue profundamente democrática fue la inglesa; eso no existía ni en Francia ni en el resto de Europa. Existía la constancia de que la ley estaba bien hecha, para servir al ciudadano, y que por tanto tenías la responsabilidad moral de cumplir con la ley.

El Brexit repica hoy el Big Ben; una moneda de cincuenta peniques reclama un mundo de flores, un país en idilio con todos. Para Vargas Llosa, ese movimiento que ahora ya es una realidad dorada para los que consideran que Inglaterra está mejor sola que mal acompañada, es la cara inglesa del nacionalismo, el rostro triste como una espalda cansada de un país “que llegó a ser durante años el modelo del mundo”.

En su ficción La cucaracha (Anagrama), Ian McEwan sitúa a un émulo de Boris Johnson visitando a la canciller Merkel. ¿Por qué le ha hecho esto a sus compatriotas y a sus amigos? Al Johnson del cuento no le vienen las palabras, hasta que recurre a un clásico: “¡Renacimiento!” Embalado, encontró esta retahíla que ahora tiene resonancias de lo que dice de sí mismo su muy poderoso amigo del norte: “¡Porque, señora canciller, tenemos intención de ser limpios, verdes, prósperos, unidos, seguros y ambiciosos!”.

A partir de las celebraciones de esta noche, sin duda, Inglaterra estará más lejos de Europa y más cerca del Finisterre, bajo la sombra de la despedida que Javier Marías le dedica: Veneno y sombra y adiós.

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