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El divorcio entre la UE y el Reino Unido: un largo adiós que se aceleró con el euro

El fin de la pertenencia británica entró en fase de no retorno con la moneda única y la ampliación al este

Los eurodiputados del Partido del Brexit se ponen de espaldas al sonar el himno europeo, durante la primera sesión plenaria del Parlamento Europeo en Estrasburgo (Francia) tras las elecciones de mayo de 2019.
Los eurodiputados del Partido del Brexit se ponen de espaldas al sonar el himno europeo, durante la primera sesión plenaria del Parlamento Europeo en Estrasburgo (Francia) tras las elecciones de mayo de 2019.Vincent Kessler

La burbuja comunitaria de Bruselas debate desde hace años el momento en que se rompieron los lazos entre la Unión Europea y el Reino Unido. Los más pesimistas apuntan que nunca existieron porque Londres se sumó tarde y a regañadientes a la Unión, con el único objetivo de superar su estancamiento económico y ponerse a rebufo de los seis países fundadores, que solo unos años después de crear el club en 1958 multiplicaron su comercio y su producción industrial.

Otra teoría considera que el distanciamiento comenzó en 1979, con el primer Parlamento Europeo elegido por sufragio directo, un avance democrático que en el Reino Unido, en cambio, se vio como una ruptura de su habitual conexión directa entre votantes y diputados. O que el desamor comenzó en 1984, cuando la entonces primera ministra, Margaret Thatcher, consiguió su ansiado cheque de descuento en la contribución británica al presupuesto comunitario.

En el Parlamento Europeo, por último, hay quien estima que el Brexit comenzó cuando el ex primer ministro británico David Cameron rompió en 2009 con el Partido Popular Europeo y formó un nuevo grupo, ERC, compartido con las fuerzas ultranacionalistas del polaco Jaroslaw Kaczynski y donde los eurodiputados británicos a duras penas pudieron mantener la influencia que disfrutaban en el seno del grupo conservador.

Todas esas tesis parecen fundadas. Y probablemente, no son contradictorias, sino complementarias entre sí. Pero tal vez el punto de no retorno hacia la ruptura entre Bruselas y Londres se alcanzó en 1999, con el estreno del euro. Y la puntilla llegó con la gran ampliación de la UE hacia los países del antiguo bloque soviético, una expansión alentada por Londres, con la esperanza de sumar aliados para diluir el proyecto de integración política, pero que se tradujo en la masiva llegada de trabajadores comunitarios a un Reino Unido donde buena parte de las clases trabajadoras se sintió humillada y olvidada por la explosión globalizadora de un Londres antes inaccesible.

Ya antes de la ampliación, los británicos interpretaron con acierto que la creación del euro llevaría a nuevos pasos en la integración política y fiscal para poder mantener en pie la divisa única. Y ni siquiera un primer ministro como Tony Blair, sin duda el más europeísta de los últimos 50 años, se atrevió a sumarse al proyecto.

Durante los tres primeros años de la unión monetaria, cuando el euro fue poco más que una unidad contable virtual, muchos economistas británicos soñaron con su descarrilamiento. Y el entonces ministro de Finanzas, Gordon Brown, se atrincheró en sus famosos cinco test para concluir que el Reino Unido de momento no cumplía las condiciones de convergencia económica necesarias para cambiar la libra por la divisa europea.

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Pero ni el euro fracasó ni el autoengaño de Brown evitó que en Bruselas quedase claro que Londres no tenía ninguna intención de integrarse en la unión monetaria. Los vientos económicos y financieros empezaron a soplar en direcciones distintas en las dos orillas del canal de la Mancha.

La Unión puso en marcha la integración de sus mercados financieros aprovechando la moneda compartida por 12 países. Se establecieron las primeras autoridades europeas para banca, seguros y mercados bursátiles, anticipo del salto a la unión bancaria tras la primera gran crisis del euro (2008-2012). Y los desarrollos legislativos en ese terreno avanzaron imparables, sin apenas tomar en cuenta el parecer del Reino Unido, a pesar de que la City londinense era y todavía es el mayor centro financiero de la zona euro.

Londres asistía a los cambios desde la barrera, entre la incredulidad y la impotencia. Brown y los sucesivos ministros de Finanzas se sentaban en el consejo de ministros de Economía y Finanzas de la UE (Ecofin) solo para comprobar que la mayoría de las decisiones ya llegaban precocinadas por el Eurogrupo, el foro informal donde solo se sientan los países del euro. Y el rodillo del Eurogrupo fue ganando potencia a medida que la unión monetaria sumaba miembros, hasta llegar a los 19 actuales. El peso del voto del Reino Unido era prescindible una vez que los socios de la divisa común llegaban a un acuerdo.

Los diplomáticos británicos, considerados hasta entonces en Bruselas entre los mejor informados y más influyentes, fueron perdiendo relevancia por su ausencia en los debates trascendentales. El Gobierno de Tony Blair aún hizo un último esfuerzo por no descolgarse de la integración europea y participó en la convención que diseñó la frustrada Constitución europea. Pero la llegada de Gordon Brown a Downing Street, en 2007, marca el final de la última tentativa de acercamiento.

Brown, identificado con el ala euroescéptica del laborismo, no ocultó su creciente incomodidad con la UE. Una imagen, durante la ceremonia de la firma del Tratado de Lisboa a finales de 2007 resumió su distanciamiento del resto de líderes europeos. El primer ministro británico llegó a la capital portuguesa cuando la ceremonia había concluido. Y estampó su rúbrica casi a escondidas, en un acto anodino y solitario sin la solemnidad que había rodeado el acto oficial de la puesta en marcha del tratado europeo todavía vigente.

Londres, además, añadió un protocolo al tratado para desmarcarse de la Carta de Derechos fundamentales de la UE, que con el acuerdo de Lisboa pasaba a ser legalmente vinculante. Polonia se sumó también al texto de la reticencia. Al Reino Unido, que en otro tiempo podría haber movilizado socios del norte y el este de Europa para frenar una iniciativa como la Carta, ya no le quedaba casi ningún compañero en su viaje hacia ninguna parte.

La frialdad europea de Brown coincidió con el ascenso en el bando conservador del UKIP, un partido cuyo programa giraba por completo en torno a la salida del Reino Unido de la UE. Tras las ampliaciones de 2004 y 2007, con el ingreso en la UE de 10 países de Europa central y del este, el UKIP se nutrió de la xenofobia generada por la llegada a la isla de miles de trabajadores polacos, checos o rumanos. El número de trabajadores europeos en el Reino Unido casi se dobló en tres años, pasando de 750.000 en el primer trimestre de 2004 a más de 1,2 millones a finales de 2007. En junio de 2016, cuando se celebró el referéndum del Brexit, ya eran más de 2,3 millones.

El UKIP se convirtió en el partido más votado en las elecciones al Parlamento Europeo de 2014, para pavor del primer ministro conservador, David Cameron, quien decidió contraatacar con un órdago histórico: un referéndum sobre la permanencia o la salida de la UE. Cameron, que pasará a la historia por sus continuos errores de cálculo, confiaba en ganar la partida mediante un acuerdo con Bruselas que le autorizara a limitar los derechos de los inmigrantes comunitarios durante cuatro años y suprimir las ayudas familiares a quienes dejaran a sus hijos en el país de origen.

Pero el Brexit se impuso con el 51,9% de los votos en una consulta con una participación del 72,2%. Los partidarios de abandonar la UE ganaron en nueve de las 12 regiones. Solo Londres, Escocia e Irlanda del Norte apoyaron la continuidad en el club comunitario, pero en los tres casos con una participación bastante por debajo de la media.

El resultado del referéndum se ejecutó el 31 de enero de este año 2020, con Cameron y su sucesora, Theresa May, en el baúl de la historia, y Boris Johnson en Downing Street. El histriónico líder conservador ha logrado en tiempo récord cerrar el acuerdo de salida de la UE, arrasar en unas elecciones generales y sellar el acuerdo comercial más ambicioso firmado nunca por Bruselas, que entrará en vigor este viernes. Las 1.246 páginas del texto preservarán buena parte de la relación comercial entre la UE y el Reino Unido, que estará libre de aranceles y de cuotas de importación. El documento configura, además, una estructura institucional que permitirá a la UE mantener con Londres una relación más estrecha que con ninguna otra capital en el mundo. El documento es fruto de un imperativo geográfico e histórico. La UE y el Reino Unido no están obligados a llevarse bien, pero no tienen más remedio que entenderse. Los británicos, como han resaltado conservadores y laboristas en el momento del adiós, seguirán siendo europeos. Y después de 47 años de desencuentros (1973-2019), tal vez el Brexit marque la cuenta atrás para un nuevo reencuentro.

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