Viaje por la Europa de la pandemia

Tres días y 1.500 kilómetros por las regiones fronterizas entre Francia, Luxemburgo y Alemania en vísperas de la desescalada

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Texto: Marc Bassets|Foto y vídeo: Bruno Arbesú

1. Europeos peligrosos

El coronavirus ha precipitado el restablecimiento de controles y fronteras

En Europa, todo empieza y acaba en los ríos.

“De pequeños casi nunca cruzábamos. Pero nos bañábamos un poco más arriba del río con los niños alemanes”. El francés Francis Joerger recuerda otros tiempos, cuando la frontera partía Scheibenhard (o Scheibenhardt) en dos: el pueblo francés, terminado en d, y el alemán, en t. No hacía tanto que la guerra había terminado.

El Lauter, un afluente del Rin, marcaba la frontera entre Francia y Alemania. Y en Scheibenhardt, la frontera la marcaba el puente sobre el Lauter. Allí estaban las casetas, la barrera y la casa de aduanas.

Todo esto acabó en los años noventa. Los controles fronterizos entre los países de la Unión Europea desaparecieron, las casetas quedaron abandonadas, las barreras se oxidaron.

La frontera no había dejado de existir. La orilla sur del Lauter seguía siendo Francia; la norte, Alemania. Visto desde el cielo, sin embargo, nadie habría dicho que Scheibenhard (814 habitantes) y Scheibenhardt (690) eran municipios distintos. En la vida cotidiana de sus habitantes, tampoco. Los franceses se casaban con los alemanes, los alemanes frecuentaban los comercios franceses y estos iban a trabajar a la parte alemana. Era necesario un esfuerzo mental para saber si uno se encontraba en uno u otro lado.

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Hasta el 20 de marzo. Ese día, Joerger, profesor jubilado de alemán y alcalde desde hace 30 años del Scheibenhard francés, recibió la llamada de un periodista.

“Alcalde, ¿sabe que han vuelto a poner la frontera?”, le anunció.

“No sabía que en mi pueblo había una frontera”, respondió Joerger.

Francis Joerger

Francis Joerger, alcalde del Scheibenhard francés

No sabía que en mi pueblo había una frontera

Pero así era. Un mes y diez días después, ante la valla del puente que no ha vuelto a cruzar, el alcalde se lamenta de lo difícil que resulta eliminar las fronteras —décadas de negociaciones, viejas heridas para cicatrizar— y lo sencillo que es volver a ponerlas.

“Soy scheibenhardés. En unos segundos me convertí en un scheibenhardés francés y peligroso”, dice.

Era el segundo día de un viaje en coche —72 horas, del 30 de abril al 3 de mayo, más de 1.500 kilómetros, tres países, una frontera en zigzag— por la Europa que se prepara para poner fin a dos meses de confinamiento para combatir la pandemia de la covid-19. Es una Europa de autopistas vacías y estaciones de servicio fantasmagóricas. De escasos hoteles abiertos en los que los clientes se cuentan con los dedos de una mano. De todo tipo de documentos que acrediten el motivo profesional del desplazamiento: los salvoconductos de este tiempo. De carreteras que aparecen de repente cortadas con vallas, y de otras que siguen abiertas, pero en las que los controles se han restablecido: sin justificación, imposible pasar. En esta Europa, como diría el alcalde de Scheibenhard, los europeos se han convertido en peligrosos para los europeos.

Un recorrido de Verdún a Mulhouse

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2. Barreras

Schengen, la ciudad que da nombre a la libre circulación, no se libra de las restricciones

“¿Qué hacen ustedes aquí?” Un vehículo sin distintivos oficiales se detiene en el aparcamiento del Osario de Douaumont, el templo mortuorio que contiene los restos de 130.000 soldados anónimos y domina el campo de 15.000 cruces blancas por los caídos en la batalla de Verdún, en Francia. Sin un alma viva alrededor y bajo la lluvia, el lugar tiene un aire inquietante. Ahí empieza el viaje, en uno de los campos de batalla y cementerios militares de la Primera Guerra Mundial que salpican los paisajes verdes y ondulados de estas tierras de sangre y de reconciliación.

Del vehículo bajan dos gendarmes uniformados. Piden los papeles. El gendarme de más edad, al descubrir la procedencia de los viajeros y el objeto de su desplazamiento, explica que él veranea en la Costa Brava y que sabe que muchos franceses han pasado aquella otra frontera para confinarse en sus segundas residencias. “¡Suerte!”, se despide.

Hay rutas que son libros de historia. En dirección a Luxemburgo, hacia el norte, la autopista pasa la línea Maginot, las fortificaciones que Francia construyó en los años treinta creyendo que así frenaría a Alemania. Hitler ocupó Francia en unos días y, desde entonces, la línea Maginot, río de inútiles búnkeres, es la metáfora de una defensa de cartón piedra, de la falta de preparación ante el enemigo, de los problemas que acarrea confiarse demasiado o no prepararse para los ataques imprevistos. Los valles de la Lorena —región de Francia disputada durante siglos entre franceses y alemanes, como Alsacia—relatan la reconstrucción de la posguerra y la reconciliación entre Francia y Alemania. Y mucho más: el embrión de la Unión Europea, que consistió en la puesta en común de carbón y acero, materiales necesarios para hacerse la guerra y causa de tensiones geopolíticas, como en la era contemporánea el petróleo. Las plantas siderúrgicas son catedrales de óxido, ruinas industriales como la que se eleva en el centro de Hayange. Pueblos y ciudades que un tiempo fueron feudo comunista y, azotados por el cierre de las fábricas, se han vuelto campo abonado para la extrema derecha francesa.

Monumento y cementerio en el memorial de la batalla de Verdún, en Francia.

Cementerio y, al fondo, fábrica siderúrgica en Hayange (Francia).

Luxemburgo —PIB per cápita en torno a los 100.000 euros, desempleo inferior al 6%— está a 20 kilómetros. Entrar en el Gran Ducado es un pequeño salto al pasado. Al pasado reciente, el de hace dos meses, cuando no había controles en la frontera y todos los accesos estaban abiertos.

El destino es Schengen, “el pueblo más conocido del mundo después de Belén”, como decía un viejo alcalde, 500 habitantes al pie de las viñas y a orillas del río Mosela. El 14 de junio de 1985, secretarios de Estado de Alemania, Francia y el Benelux firmaron a bordo del barco Princesa María Astrid los acuerdos que conducirían, una década después, a la supresión de los controles fronterizos entre buena parte de los países europeos.

Schengen es desde entonces más que el nombre de una aldea vitivinícola. Significa la posibilidad, ahora abolida, de moverse sin tener que sacar la documentación al entrar en otro país. Y designa un tipo de visado, también: el que permite a los ciudadanos de fuera de la Unión Europea entrar en su territorio y circular libremente por él. Pero contiene en sí mismo la posibilidad de autodestruirse: los atentados terroristas de la última década y la llegada de inmigrantes a las costas europeas llevó a algunos países a suspender el acuerdo.

Pese a todo, Schengen todavía representaba el ideal ingenuo de que las fronteras eran obsoletas. En Schengen, se habían olvidado de ellas. Las había olvidado Lucien Gloden, que antes iba y venía a sus viñas en Alemania y Francia, y desde hace unas semanas debe enseñar los papeles. “La vid no conoce el confinamiento”, dice. Tampoco se acordaba Robert Obrzut, estadístico en el Banco Central de Luxemburgo y aficionado a los paseos en bicicleta por la región. “Es un paseo en bicicleta maravilloso. Lo recomiendo. Pero hoy está cerrado. No se puede ir ni a Alemania ni a Francia", dice en el puente sobre el Mosela. “Espero que esto no sea el final de Europa, el último capítulo, sino que nos lleve a reflexionar sobre lo importante que es Europa para nosotros y lo importantes que son las fronteras abiertas”.

Por el puente circulan un tractor, un camión. Una barcaza baja por el Mosela. Dos trozos del Muro de Berlín, río de hormigón que partió en dos una ciudad y un mundo, adornan el paseo junto al río más europeo, provisionalmente convertido en muro de separación. “Mire, ¿ve aquel punto?”, dice Martina Kneip, directora del Centro Europeo de Schengen. Y señala una boya blanca que flota en este otro afluente del Rin. Cuesta distinguirla. “Allí confluyen las fronteras Alemania, Francia y Luxemburgo”.

No está claro si el Centro Europeo es un museo del presente o monumento histórico, un memorial a algo que dejó de existir. Ni siquiera el alcalde, Michel Gloden, que aunque comparte el apellido no es familiar de Lucien, puede cruzar a Alemania. Y tampoco cruza a Francia: teme el rigor de los gendarmes a la hora de pedir los certificados necesarios para circular. “Los que vivimos aquí ni siquiera nos planteábamos dónde estábamos”, explica. “Ahora no podemos pasar al otro país”.

Michel Gloden

Michel Gloden, alcalde de Schengen.

Martina Kneip

Martina Kneip, directora del Centro Europeo de Schengen.

Robert Obrzut

Robert Obrzut, estadístico en el Banco Central de Luxemburgo.

Un joven agente pide la documentación en la frontera en Perl, el primer pueblo alemán en la otra orilla del Mosela. "Pásenlo bien”, dice. En el aparcamiento junto a la autopista, un hombre y una mujer llegan cada uno en un coche, fuman unos cigarrillos, se marchan.

El regreso a Francia no es sencillo. La carretera entre Saarlouis, último municipio del Estado federado del Sarre, y Metz, se interrumpe a 700 metros de la frontera. Las antenas gigantescas de Europe 1, instaladas en los años cincuenta, cuando el Sarre era un protectorado francés, dominan el paisaje. En medio de los campos, un cartel en una edificación que parece abandonada dice: “U.S. Army. No entrar”. Más al norte, otra carretera se interrumpe a la altura de la antigua garita, tomada por las enredaderas. Un perro ladra. Oscurece.

3. Ríos

Scheibenhard y Scheibenhardt. Dos países frente al mismo cauce

Sarre, Mosela, Rin: podría escribirse una historia de la Europa franco-alemana a través de sus ríos, ríos que unen y separan, transportan y bloquean. El Lauter, donde en los años cincuenta los niños franceses se bañaban con los alemanes del otro lado, había sido unos años antes, concretamente el 19 de marzo de 1945, el último obstáculo para los soldados franceses antes de alcanzar Alemania. Quienes liberaron el pueblo fueron tropas coloniales francesas, los Tiradores Tunecinos.

“Nuestra liberación se debe a personas que no tenían ninguna gana de estar aquí”, recuerda Francis Joerger, el alcalde de Scheibenhard. La historia del Lauter, y la de Scheibenhard, es la de toda la región. En 1815, el Congreso de Viena fijó la frontera en el río. En 1871, la derrota de Francia en la Guerra franco-prusiana dejó todo el pueblo, como Alsacia y parte de la Lorena, en manos de la nueva Alemania unificada. La Gran Guerra estalló en 1914, entre otros motivos, por pueblos como Scheibenhard. Volvió a manos francesas en 1918, pero solo por 22 años. La invasión nazi reunificó Scheibenhard y Scheibenhardt. Joerger es hijo de aquello. Su padre fue un malgré-nous, literalmente, a nuestro pesar, uno de aquellos jóvenes alsacianos reclutados a la fuerza por la Wehrmacht, aunque logró declararse enfermo y evitar los combates. "Era antimilitarista. Un héroe, para mí”, dice este socialista tan internacionalista que es miembro del SPD, el Partido Socialdemócrata Alemán, y no del PS francés.

Scheibenhardt /

Scheibenhard

Imperio

Alemán

Imperio

Alemán

Confeder.

Germánica

Reino de

Francia

Francia

1815

El Congreso de Viena fija la frontera entre Francia y Alemania sobre el río Lauter: Scheibenhard queda a ambos lados.

1871

Scheibenhard(t) pasa entero a Alemania con la victoria germana en la Guerra franco-

prusiana.

1918

Al final de la Primera Guerra Mundial se restablecen las fronteras previas a 1871.

III Reich

III Reich

Alemania

Francia

1940

Las tropas nazis ocupan el pueblo y se suprime la frontera.

1945

Los Tiradores Tunecinos del Ejército francés liberan Scheibenhard y se recupera la frontera anterior.

1992

Se suprime la frontera aduanera entre ambos pueblos.

2020

Alemania vuelve a imponer los controles por la crisis del coronavirus.

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Confeder.

Germánica

Reino de

Francia

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1815

El Congreso de Viena fija la frontera entre Francia y Alemania sobre el río Lauter: Scheibenhard queda a ambos lados.

1871

Scheibenhard(t) pasa entero a Alemania con la victoria germana en la Guerra franco-

prusiana.

1918

Al final de la Primera Guerra Mundial se restablecen las fronteras previas a 1871.

III Reich

III Reich

Alemania

Francia

1940

Las tropas nazis ocupan el pueblo y se suprime la frontera.

1945

Los Tiradores Tunecinos del Ejército francés liberan Scheibenhard y se recupera la frontera anterior.

1992

Se suprime la frontera aduanera entre ambos pueblos.

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1815

El Congreso de Viena fija la frontera entre Francia y Alemania sobre el río Lauter: Scheibenhard queda a ambos lados.

1871

Scheibenhard(t) pasa entero a Alemania con la victoria germana en la Guerra franco-

prusiana.

1918

Al final de la Primera Guerra Mundial se restablecen las fronteras previas a 1871.

1940

Las tropas nazis ocupan el pueblo y se suprime la frontera.

1945

Los Tiradores Tunecinos del Ejército francés liberan Scheibenhard y se recupera la frontera anterior.

1992

Se suprime la frontera aduanera entre ambos pueblos.

2020

Alemania vuelve a imponer los controles por la crisis del coronavirus.

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III Reich

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1815

El Congreso de Viena fija la frontera entre Francia y Alemania sobre el río Lauter: Scheibenhard queda a ambos lados.

1871

Scheibenhard(t) pasa entero a Alemania con la victoria germana en la Guerra franco-prusiana.

1918

Al final de la Primera Guerra Mundial se restablecen las fronteras previas a 1871.

1940

Las tropas nazis ocupan el pueblo y se suprime la frontera.

1945

Los Tiradores Tunecinos del Ejército francés liberan Scheibenhard y se recupera la frontera anterior.

1992

Se suprime la frontera aduanera entre ambos pueblos.

2020

Alemania vuelve a imponer los controles por la crisis del coronavirus.


Ahora teme por Europa, cree que la decisión alemana de bloquear los accesos, las dificultades diarias para cruzar de los franceses que trabajan en Alemania, los controles policiales, alimenten resentimientos. “Me sorprende lo rápido que vuelve el nacionalismo”, afirma. "La extrema derecha ha tenido su ensayo general: ha comprobado la facilidad con la que se pueden reponer las fronteras”.

Pero las barreras como la de Scheibenhard, recordará unos días después por teléfono el diplomático y geógrafo Michel Foucher, son temporales. No tardarán en levantarse. Y responden a la necesidad precisa de controlar el riesgo sanitario. Que el noreste, junto a la región de París, sea la región francesa más afectada explicaría el cierre. “No estamos en guerra: el control sanitario en la frontera es lo mismo que el control sanitario en el confinamiento”, dice Foucher, autor de Le retour des frontières (El retorno de las fronteras). Y sí, los cerca de 50.000 trabajadores transfronterizos franceses en Alemania son los primeros en sufrir por los nuevos obstáculos, pero, al mismo tiempo, la frontera era para ellos un recurso económico de primer orden: al otro lado hay mejores empleos y salarios; sin la frontera, la ventaja competitiva se reduciría.

“Han reaparecido las fronteras, pero es que nunca habían desparecido. Solo se habían vuelto menos visibles”, sostiene. Y añade: “El retorno de las fronteras es el retorno de algo que habíamos rechazado ver. Sin límites no hay nación, no hay soberanía. Y los límites nos estructuran: entre el interior y el exterior, el yo y el tú. Si no tengo una puerta, no puedo abrirla”. Pero, ¿no existía un nosotros europeo? “El nosotros europeo no elimina los nosotros nacionales, y aún menos en cuestiones sanitarias”.

Una niña sentada en el puente cerrado que separa el pueblo francés de Scheibenhard del pueblo alemán de Scheibenhardt. En vídeo, el alcalde de la parte francesa.BRUNO ARBESÚ

En unos minutos, el ambiente en el puente sobre el Lauter se ha vuelto festivo. Por el lado alemán aparecen Petra y Jan Fritz, que cumplen 34 años de casados y han decidido celebrarlo con un botellín de champán rosado. Llegan Jessica Heinrich y Martin Silva, un matrimonio germano-portugués que vive el Scheibenhard francés. Su hija Isabela ha traído un dibujo —un corazón con las banderas francesa y alemana y la palabra Love, amor en inglés— para colgarlo en la barrera que divide el pueblo. Disimuladamente, algunos ciclistas pasan por debajo de la cinta que marca una frontera que nadie vigila. Alguien señala a dos niños que pasean en Scheibenhardt, el pueblo alemán, y dice que sus padres se separaron en febrero. El padre, alemán, vive en Scheibenhardt. La madre, francesa, en Scheibenhard. Los hijos no tienen más remedio que saltar la barrera.

4. Autopistas

Un termómetro de la actividad y de las nuevas limitaciones

Cambian los países y varían las normas: más laxas las alemanas, más rigurosas las francesas. Viajar puede ser más relajante —sin atascos, la carretera y el paisaje para uno solo— y a la vez más estresante: el virus acecha en cualquier encuentro. El confinamiento de estos meses y la desescalada que llega tienen su casuística, barroca y paralizante: qué documento se necesita aquí, cuál más allá. La preocupación por el qué dirán adquiere dimensiones desproporcionadas cuando los viajeros declaran, al entrar en Alemania, país comparativamente poco impactado por la covid-19, que viven en Francia y en el pasaporte pone España, dos de los países más golpeados de Europa.

Río abajo, el Lauter desemboca en el Rin, frontera fluvial entre Francia y Alemania. Siete kilómetros tierra adentro, en Alemania, se extiende uno de los mayores aparcamientos de camiones del sur del país, al pie de la Selva Negra, cerca de Baden-Baden. Decenas de vehículos se alinean en el asfalto.

Las autopistas son el termómetro de las economías en la UVI. Las hay con tráfico denso: en la entrada y salida de las ciudades como París. Las hay desiertas: la que de noche lleva de Saarbrücken —la capital del Sarre— a la ciudad francesa de Forbach. La frontera está abierta en dirección a Francia: ningún control. En el sentido contrario, la policía alemana obliga a parar a los vehículos que entran en Alemania y exige acreditar sus razones para romper el confinamiento y entrar en su país.

En la primera estación de servicio francesa, un camionero rumano fuma un cigarrillo en la cabina. Transporta material de construcción desde Italia hasta Inglaterra. “Vengo de la zona del coronavirus”, sonríe. A las diez de la noche continuará la ruta. “Echo de menos a mi familia”. ¿Dónde vive? “En el camión”, responde.

Un camionero rumano descansa en una estación de servicio.

En el aparcamiento de la A5 entre Karlsruhe y Basilea, paralela al Rin, se forman tertulias, un camionero saca una bicicleta y se va a pasear, un grupo de ucranios con diferentes destinos pero que han quedado aquí para pasar juntos el descanso dominical cenan al aire libre. En el extremo del aparcamiento más cercano a la frontera, se eleva la Autobahn Kirche, una de las decenas de iglesias en las autopistas alemanas y austriacas. El templo, construido en los años setenta, tiene forma de pirámide y está flanqueado por cuatro columnas de vago aire precolombino. “Señor Jesús, Santa María, todos los Santos y Santas, todos ángeles, protegednos por favor contra esta epidemia”, ha dejado escrito alguien en el libro de visitas.

En la escalinata que da acceso a la iglesia de San Cristóbal, patrón de los viajeros, el párroco Michael Zimmer descubre el origen de uno de los periodistas. Y entonces recuerda sus campamentos juveniles con cristianos del pueblo de Olesa de Montserrat y, a viva voz, se pone a entonar en catalán la más internacional de las canciones catalanas: L’Estaca.

Exterior de la ‘Autobahn Kirche’, una de las decenas de iglesias que flanquean las autopistas alemanas y austriacas.

Interior piramidal del templo, construido en los años setenta.

La crisis ha vaciado de fieles el recinto, pero el padre Zimmer sigue oficiando misas.

Petición de ayuda a todos los santos en en el libro de visitas.

“Los turistas, que van de vacaciones por la autopista, han desaparecido. Por eso tenemos muchos menos visitantes. Incluso la comunidad local que se congrega aquí no puede congregarse aquí para la misa. Los únicos que vienen regularmente son los camioneros”, confía Zimmer. Nunca han dejado de venir: el tráfico de camiones —un Rin de gasóleo e insomnio— es el nervio de la Europa en crisis. “Se les reconoce porque se sientan solos en la última fila, son hombres, en chándal, polacos o eslovacos.”

Michael Zimmer, párroco de la iglesia de autopista de San Cristóbal. BRUNO ARBESÚ

A las 18.30 se celebra una misa particular, en la cripta subterránea del templo. Únicamente cuatro fieles, coronavirus obliga. “Es un grupo pequeño, así empezó la Iglesia, son nuestras catacumbas”, apunta el párroco.

5. De las fuentes del Danubio a ‘Coronaland’

Todo empieza y acaba en los ríos, en Europa. Los domingueros pasean o van en bicicleta por uno de los montes donde se dice que nace el Danubio, en la Selva Negra. De una minúscula fuente sale el hilo de agua que se convertirá en el gran río europeo, el río que, según una antigua placa, cruzará “ocho países entre la Selva Negra y el Mar Negro, la República Federal de Alemania, Austria, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Rumania, Bulgaria y la Unión Soviética”. Una estatua kitsch —mezcla de enano de jardín grandullón y escultura de Jeff Koons— preside la fuente.

Montaña abajo, los coches circulan como un día festivo cualquiera, el valle de Rin resplandece y en la frontera entre Baden-Württemberg y Alsacia no solo los policías alemanes controlan. También los franceses. Atrás queda Alemania, que ha gestionado mejor la epidemia —unas 7.500 muertes— y que empieza a retomar la actividad. Se despereza. Al otro lado, la quietud de la Francia de los 26.000 muertos (en Luxemburgo son 100). Y, unos kilómetros más al sur, Mulhouse, la ciudad de Alsacia convertida en epicentro del virus —"Corona-land", según aparecía descrito en un titular de Le Monde—, y la cruz resplandeciente de La Porte Ouverte, la macroiglesia evangélica donde supuestamente el virus se propagó a finales de febrero. Hoy está cerrada a cal y canto.

Las fuentes del Danubio, gran río europeo, siguen atrayendo excursionistas en plena Selva Negra.

Al otro lado de la frontera, en Francia, se encuentra Mulhouse, uno de los epicentros del virus en este país.

El río —pulmón económico de Europa, y cultural— separa dos mundos. El coronavirus nos recuerda que las fronteras existen: nunca se marcharon. Y no es tan fácil quitarlas.

“Hace unos días, un amigo me propuso: ‘Venimos de noche y lanzamos las vallas al Lauter’”, contaba un día antes Francis Joerger, el alcalde de Scheibenhard. Ganas no le faltarían. Pero añadió: “Como alcalde, no puedo. Debo dar ejemplo”.

Créditos

Coordinación y formato: Guiomar del Ser

Diseño: Ana Fernández

Maquetacion: Nelly Natalí

Direccion de arte: Fernando Hernández

Infografía: Nacho Catalán

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