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Mozambique: de jóvenes sin futuro a movimiento yihadista

El grupo Al Shabab, que opera en el norte del país, asesina a medio centenar de civiles en el peor ataque de un conflicto que ya suma 900 muertos

José Naranjo
Soldados mozambiqueños patrullan por Mocimboa da Praia, en la provincia de Cabo Delgado.
Soldados mozambiqueños patrullan por Mocimboa da Praia, en la provincia de Cabo Delgado.ADRIEN BARBIER (AFP)

Provincia de Cabo Delgado, norte de Mozambique, hace unos diez años. Un grupo de jóvenes de Mocimboa da Praia hace lo que puede. Unos son pescadores, otros se buscan la vida en el comercio informal. Incluso los hay que se arriesgan en el tráfico ilegal de madera. Nada les sacará de pobres. Se sienten frustrados, solos. Se sienten nadie. Hoy, esos mismos jóvenes armados con fusiles y machetes atacan pueblos y ciudades, decapitan a civiles, secuestran mujeres y niños y han provocado unos 900 muertos en los últimos dos años, después de haberse convertido en un grupo terrorista al que denominan Al Shabab. Entre un momento y otro, un camino de radicalización lleno de desprecios, represión, influencia exterior —en financiación e ideología— e inacción del Gobierno. La misma historia de Malí, Burkina Faso, Nigeria o Somalia calcada en un rincón de Mozambique.

El peor de sus ataques se ha conocido este martes. Miembros de Al Shabab de Mozambique, también llamado Estado Islámico de África Central (ISCA, según sus siglas en inglés), asesinaron a medio centenar de jóvenes del pueblo de Xitaxi, en el norte del país, a principios de abril. “Los yihadistas ejecutaron a los civiles porque estos se negaron a sumarse a sus filas”, ha declarado el portavoz de la Policía, Orlando Mudumane, según han recogido medios locales. En esos mismos combates, los radicales aseguraron haber derribado un helicóptero.

A comienzos de la década pasada surge en esta zona, islamizada desde el siglo IX, una secta radical no violenta. “Eran jóvenes con vínculos indirectos con líderes espirituales de Arabia Saudita, Libia, Sudán, Argelia y las monarquías del Golfo Pérsico”, explica Salvador Forquilha, director del Instituto de Estudios Sociales y Económicos (IESE) de Maputo. Algunos acudieron a estudiar el Corán a Tanzania, Kenia y Somalia donde entraron en contacto con las ideas wahabitas. Los vídeos del predicador keniano Aboud Rogo, que inspiró al grupo terrorista somalí Al Shabab y fue asesinado en 2012, les hablaban de la conspiración mundial contra los musulmanes, de la necesidad de volver a un Islam más puro, del “extremismo correcto”.

Al principio eran 50 agitadores. Sin embargo, gracias a la financiación de comerciantes tanzanos, al tráfico ilegal de madera, rubíes, carbón o marfil, a sus crecientes vínculos con otros grupos de Uganda o la región de los Grandes Lagos, la incipiente comunidad empezó a florecer. No solo se enfrentaban a los líderes religiosos locales, los “infieles”, sino que ofrecían microcréditos a quienes nunca soñaron con acceder a un préstamo. Empezaron a autodenominarse Al Shabab, como sus hermanos somalíes. “El grupo dio a los jóvenes una sensación de seguridad, apoyo y comunidad, satisfacía sus necesidades emocionales. El Islam se convirtió en herramienta para desafiar a las autoridades y construir un nuevo orden social y político. Muchos se sentían insignificantes, marginales e incapaces. Ahora, con Al Shabab, podían desafiar a sus mayores”, explica Forquilha. No solo de Cabo Delgado, de provincias cercanas como Nampula, Niassa o Zambezia llegaban jóvenes atraídos por el fulgor de este discurso diferente que atacaba la corrupción del Estado y de la vieja política mientras ofrecía una prosperidad que se les negaba en su día a día.

Los responsables de las mezquitas acudieron a las autoridades para advertirles de lo que estaba pasando. Sin embargo, el Gobierno, con el frente de la guerra civil todavía por cerrar, se mostró tibio al considerar que era un asunto religioso en el que no debía intervenir. Los choques con los líderes religiosos y con sus propias familias, amigos y vecinos fueron a más. No se sabe cuándo decidieron dar el paso a la violencia, pero el trabajo Radicalización islámica en el norte de Mozambique realizado por Forquilha y los profesores Joao Pereira y Saido Habibe y publicado por el IESE remite a finales de 2015 para la construcción de campos de entrenamiento en el bosque y la llegada de combatientes extranjeros, sobre todo tanzanos. La semilla germinaba. Es difícil saberlo, pero se cree que hoy pueden ser hasta 2.000 milicianos.

El primer ataque tuvo lugar el 5 de octubre de 2017 en Mocimboa da Praia. En la provincia de Cabo Delgado todos sabían que se trataba de Al Shabab, mientras el Gobierno desde la lejana Maputo hablaba de una insurgencia sin rostro y sin mensaje. “Las autoridades alimentaron la idea de que estábamos ante incidentes de perturbación del orden público, pero era una guerra que estaba empezando. Nunca entendieron la dimensión del problema”, opina el director del IESE y profesor de la Universidad Eduardo Mondlane. Desde entonces, Al Shabab ha llevado al terror a decenas de pueblos, provocando un repliegue del Estado de las zonas rurales. Gran parte del armamento que poseen hoy los terroristas ha sido robado en los cuarteles abandonados a toda prisa o asaltados por sorpresa.

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Con un fuerte anclaje local y apoyados también, como ocurre en el Lago Chad, Malí, Burkina Faso o Níger, en las reivindicaciones históricas de una etnia que se ha sentido siempre marginada, en este caso los Mwani, el movimiento insurgente ha ido ganando capacidad operativa mostrando una crueldad que no se detiene ante campesinos, mujeres o niños. Con 900 muertos según la ONG Acled y unas 150.000 personas desplazadas de sus hogares parece difícil minimizar el problema, pero ocurre. Hace unos días, el comandante en jefe de la Policía, Bernardino Rafael, dijo que los insurgentes no controlaban ninguna zona y que se trataba de “incursiones criminales”. Los investigadores no están de acuerdo. “Puede ser que no controlen ninguna gran ciudad, pero están en las zonas rurales, cada vez de más difícil acceso”, asegura Forquilha.

Subidos al muro exterior de un edificio oficial hay dos jóvenes armados, vestidos de militares y con el rostro oculto. Uno de ellos porta una bandera del grupo terrorista internacional Estado Islámico (EI) y comienza a hablar en portugués y árabe mientras un tercero graba con un móvil. De fondo se escucha alguna explosión. “No queremos un gobierno de infieles, queremos el gobierno de Dios. Esta es nuestra bandera”, asegura. Ocurrió el pasado 25 de marzo. Los yihadistas tomaron por unas horas las ciudades de Mocimboa da Praia y Quissanga. Al Shabab ha vuelto a mutar y ahora se considera una katiba de la Provincia del Estado Islámico en África Central, en un paso decisivo de la batalla por la visibilidad internacional que también representa una nueva pica clavada por EI en su expansión por el continente africano.

El 9 de abril, un puñado de terroristas vestidos de civiles llegaba a una de las islas del Archipiélago de Quirimbas, a 7 kilómetros de la costa. Al día siguiente lanzaron un nuevo ataque. Fallecieron cinco personas, una quemada viva, otra ejecutada de un disparo y las últimas tres ahogadas tras arrojarse al mar en un intento desesperado de escapar. El Gobierno ha anunciado la contratación de mercenarios sudafricanos para combatir la insurgencia, algo que los expertos consideran un grave error. Hasta ahora, cinco periodistas y activistas de Derechos Humanos que trataban de investigar han sido detenidos por la Policía. El informador Ibraimo Abu Mbaruco desapareció el 7 de abril y aún no se tienen noticias de su paradero.

“Es una región pobre, como lo es todo Mozambique”, asegura Salvador Forquilha, “pero lo cierto es que el descubrimiento de gas y petróleo generó unas enormes expectativas en la zona que no se han visto satisfechas”. La solución, considera, debe pasar por la creación de una atmósfera de cooperación regional sobre todo con Tanzania y, por supuesto, por el reconocimiento del problema. Sentimiento de discriminación étnica y de abandono por parte del Estado, fronteras porosas, predicación de un Islam radical que aporta soluciones en un contexto de paro y pobreza que convive con grandes recursos mineros, tráficos ilícitos que financian las armas y espiral de violencia entre un grupo con fuertes raíces locales y vínculos con el yihadismo internacional y un Gobierno que anuncia soluciones militares. La historia se repite.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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